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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (4 page)

BOOK: La conquista del aire
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Pero hacía días que no se tocaban; Carlos se preguntó qué estaba perdiendo al ganar esa mano en su frente, y sólo dijo gracias, y esperó en el salón a que Ainhoa se lo trajera porque no quería esperar en la cama.

Esa madrugada Santiago llegó a casa solo, con varias copas encima. Había estado celebrando la cátedra de un compañero en un chalet de las afueras. Sol no podía ir porque ensayaba con el coro hasta tarde y no tenía coche. Él apenas había insistido, ni tampoco se había ofrecido a salir a buscarla, recordó. Estaba tumbado sobre las sábanas con la ropa puesta. Se desnudó por fases, pero no se levantó para bajar la persiana. Le dolía la cabeza. Al apoyar la frente en la almohada vio las escaleras de granito del chalet, y era como volar hacia el suelo de hierba, como hundirse dentro de la hierba, entre las briznas los vasos abandonados.

Por la mañana, pasadas las doce, oyó el mensaje de Carlos. Notó la tensión acumulada en la voz. «Soy un bruto —dijo en alto—, un impaciente.» Había llamado a Carlos sólo porque se sentía inquieto. Quería enterarse de cómo estaban las cosas en la empresa, saber qué iba a ocurrir con su dinero. No había pasado ni una semana desde que le dio el cheque y, de pronto, no estaba seguro de haber querido prestárselo. Ni siquiera el «de pronto» era apropiado sino que cada día, y cada hora que pasaba, se iba impacientando más. Sobre todo, se dijo, cada día le molestaba más la coincidencia: ¿por qué cuatro millones cuando era justo eso lo que tenía en el banco? Tenía cuatro millones ciento sesenta mil. Si hubiera sido un millón. O si él hubiera tenido diez. Ahora se había quedado con lo mínimo, un margen de ciento sesenta mil pesetas para imprevistos.

Santiago se tomó el café en la cocina. Los sábados por la mañana le gustaba bajar por el periódico antes de desayunar y leerlo después en el salón, junto a la cafetera llena y las tostadas. Pero ese sábado estaba algo nublado, entraba muy poca luz por los cristales. Se quitó el albornoz para ducharse y lo dejó con rencor sobre el sofá. Él, enemigo de sí mismo; él, motor y promotor del desorden que lo deprimía: el baño en el salón, la ropa en la cocina, por cada rincón periódicos usados, ceniceros usados, desayunar de pie. Él no había querido prestarle dinero a Carlos, se había sentido obligado a hacerlo. Eso era lo que le molestaba, haber actuado por quedar bien. Abrió desde la ducha el ventanuco. Vio los tejados dentro del cielo gris. Y le parecía estar duchándose ahí, en el límite entre una película de la Segunda Guerra Mundial vista con Sol ese sábado y otro barrio, otras ocupaciones, tal vez una familia y decidir, un poco igual que Carlos, asuntos que no le concernieran exclusivamente a él. Más alto que el agua, Santiago detuvo la mirada en la alcachofa de la ducha y recordó que no le había regalado los millones a Carlos: sólo se los había prestado. Soy un bruto, volvió a decirse esta vez para dentro. ¿Si no quiero prestar dinero a mi mejor amigo, si no quiero apoyarle ahora que tengo la oportunidad, entonces qué clase de vida quiero?

Después de afeitarse llamó a Sol. Ella fue por la tarde y vieron en la televisión una película en blanco y negro. Echaron la siesta. Santiago se levantó cuando Sol terminaba de hacer un bizcocho. En la cocina a oscuras, el horno, iluminado en el interior, era como esas fábricas vistas de noche desde la autovía. Santiago pensó que a su abuela le habría gustado tener un horno así. Salieron a cenar a una pequeña taberna con manteles azules y candiles en las mesas. El domingo desayunaron el bizcocho, zumo de naranja y café. Leyeron despacio el periódico y después Sol dijo que tenía una comida familiar. Santiago se disculpó.

—Pensaba quedarme trabajando. Aún no he terminado el artículo para los ingleses y además quiero preparar el seminario.

—Lo de la familia ya lo hemos hablado —contestó Sol—. No necesitas inventar excusas —dijo pasándole la mano por la oreja y el pelo, sin enfadarse.

Él la besó ofendido y la acompañó a la puerta. Se ofendía porque era y no era verdad. Era verdad, Sol tenía razón, había querido zafarse de la comida cobardemente. Para entregar su artículo tenía de plazo hasta Navidades; el seminario podía prepararlo en media hora. Y, sin embargo, por qué Sol era igual que todos, por qué era igual que su padre riéndose de sus notas, por qué era igual que haber tenido que trabajar en el colegio mayor mientras los demás podían permitirse estudiar más horas cuando llegaban los exámenes. Trabajos contra futuro, comidas familiares contra futuro, plazos de una revista inglesa contra futuro. Pero las condiciones habían cambiado. Ahora podía pagarse su alojamiento y demostrar que era mejor que muchos otros. No toleraría que ningún redactor jefe de ninguna revista se convirtiera en legislador de su destino. Por eso había instaurado su propia constitución con normas mucho más exigentes que las normas impuestas por cualquier redactor jefe, cualquier trabajo o familia. Él mismo fijaba la fecha de entrega, y por qué Sol no entendía que sus plazos, aunque adelantados, tenían tanta validez como los plazos externos. Aceptaba, se dijo, la acusación de haberlos utilizado como excusa, pero cómo podía ella creer que sus plazos eran una invención. Se preparó una ensalada con jamón y queso. Avanzó seis folios en su artículo.

A las nueve, mientras cenaba, decidió llamar a Sol y contarle lo del préstamo. Lo hizo muy deprisa, sin darle importancia. Sol, como él había previsto, tampoco se la dio. Incluso le propuso quedar con ellos, con Carlos y Ainhoa, con Marta y Guillermo, el próximo fin de semana. Verse todos, como otras veces; como si no hubiera, pensaba Santiago, pasado nada. Al colgar ya no quiso seguir trabajando. Se subió a un taburete y se puso a buscar en los estantes su viejo ejemplar de
Las tribulaciones del estudiante Törless
. Carlos y Marta habían leído la novela en ese ejemplar. Carlos se lo había regalado a Santiago, y él había querido que Marta también lo leyese para discutir el libro entre los tres. Encendió un flexo negro que había junto al sofá y apagó el globo de papel del techo. Borrada así la habitación, en el entorno limitado del flexo, pasó los dedos por el lomo agrietado del libro. Empezó a pensar en Carlos y en Marta, y en la revista, y en los dos años que estuvo con ellos en el ateneo de Magallanes. No era un estúpido, no tenía, se dijo, ninguna intención de contarse batallitas, ni mucho menos de sentir lástima por ellos mismos, por la virginidad gastada, por la fe. Sólo estaba necesitando orientarse, averiguar cuál era su posición: cuánta distancia había entre ese libro venido del pasado y él. Porque ese libro, ese idéntico pedazo de materia, lo leyó un Santiago Álvarez con barba de tres o cuatro días, un Santiago que vestía vaqueros de escasa calidad y pañuelos palestinos, a veces taciturno pero otras muchas veces entusiasta, casi panteísta, entregado a una fe según la cual las ideas estaban animadas, eran llamas o chispas insuflando vitalidad a una multitud compuesta por personas como él. Entonces lo irracional, el envilecimiento, el bárbaro latido de las cosas, podía ser sólo un tema guardado dentro de un libro. No había peligro de que saltara fuera y si lo hacía allí estaba, dispuesta a contenerlo y alejarlo, la multitud.

Santiago había formado parte de aquella multitud, y había tenido la impresión de que existía un relevo permanente: aun cuando tú dejaras de hacer algo, otro lo haría, igual que tú harías lo que otro hubiera dejado de hacer. Entonces era posible abandonar a ratos, aunque nadie quería abandonar; había una guerra contra el sistema, pero era una guerra de charangas, fiestas, reuniones hablando de mezclas disparatadas, guerrillas y no-violencia, revolución y locura, y viajes al mar, y películas, y acampadas junto al monte del Ocejón. Una guerra sin bajas. Una guerra sin pérdidas. Una guerra casi feliz: la vida no estaba en juego.

En cambio ahora sí lo estaba. Por eso se había dispersado la multitud. Ahora las cosas latían, bárbaras, envilecedoras, exultantes también. Cada decisión implicaba un sueldo posible o uno imposible, una plaza fija o un contrato o nada, una casa o un apartamento, alquilar o comprar, compartir la vida con la persona adecuada o equivocarse, abrir la trayectoria o cerrarla, vencer o quedarse fuera, quedarse atrás. La multitud se había dispersado. Si Santiago no le dejaba esos cuatro millones a Carlos, nadie iba a dejárselos por él. A modo de prueba, en diversos momentos del fin de semana, mientras veía la película con Sol, y antes de dormirse, y a ratos cuando trabajaba, Santiago estuvo considerando argumentos que alegar ante Carlos y ante Marta. Concluyó que, de haber tenido un argumento irrebatible, un motivo válido para no prestar el dinero, de haber estado envuelto, por ejemplo, en un problema familiar serio, lo habría alegado con alivio. Sin embargo, ahora, bajo el cono de luz, la frase «Soy un cerdo y sólo he actuado por quedar bien» le parecía demasiado simple. De acuerdo, él no creía en Carlos ni en su empresa, ni tal vez en el hecho ideológico que el préstamo significaba. Pero sí creía en la multitud. En la necesidad de la multitud. Disponer de un argumento para no prestarle los millones quizá le hubiese causado alivio, pero lo cierto era que también le habría dejado con la angustia de saber que nadie iba a prestárselos en su lugar. Era demasiado fácil ser un cerdo, era muy cómodo. Tanto como ser un idealista. El idealista, el ingenuo, se refugiaría en una multitud sana, robusta e irreal. Santiago miraba a la multitud, sabía que estaba herida; sin embargo, había prestado todo su capital movido por un último coletazo de esa multitud animada, y se había quemado las manos con un rescoldo de su leña roja. Porque durante un tiempo la multitud, en contra de lo que ahora se sostenía, no estuvo hecha de llamitas aisladas, cerillas y mecheros en un recital, sino de leña roja, varios trozos gruesos, densos, rojos, de calor vivo.

Santiago leyó la primera página del libro y no continuó. La multitud había desaparecido. Ya no quedaban chispas ni troncos ardiendo. Sólo la bombilla del flexo negro en el desordenado piso de Vázquez de Mella. Recogió el periódico que había dejado en el suelo, tiró a la papelera cartas abiertas desde hacía varios días. Se llevó al dormitorio aquel animal triste, aquel jersey arrugado, tendido sobre un sillón. Vio junto al teléfono un rotulador destapado. A pesar de todo, el barullo le sentaba bien a la casa, de alguna manera hacía juego con las huellas de clavos ajenos en las paredes, con las ventanas altas y los cuartos pequeños de ese piso de estudiante. Un piso de hombre no instalado, se dijo. El piso de alguien que estira su juventud, que vive por debajo de sus posibilidades como esperando un suceso. Ahora, por fin, el suceso se había producido pero a la inversa. Quizá él había esperado el reconocimiento, comerse una ficha en el parchís y contar veinte, deslumbrar con sus trabajos y ser reclamado por el mundo exterior. Sin duda, admitió, él seguía esperando ese salto de veinte casillas pero, por el momento, el suceso había consistido en que Carlos se comiera su ficha, se comiera todo su capital, cuatro millones, devolviéndole al círculo de su esquina en el tablero, a casa, al desorden del rotulador impúdico. Y si aún pudiera creer que el encierro iba a terminar el 10 de febrero, tal como había prometido Carlos el día que le dieron los cheques.

Se llevó la bandeja con los restos de la cena. Dejó los platos a remojo en el fregadero. Luego, al tirar las sobras a la basura, la tapadera de papel llena de yogur se le quedó pegada en la manga. «Mierda», dijo en voz alta. Para enjuagarla metió la manga debajo del grifo abierto de tal modo que el agua se escurrió por la lana y le mojó el puño de la camisa. Salió de la cocina sintiendo en la muñeca la hebilla de la humedad. Tuvo que remangarse. En un estante del pasillo estaba la tapa perdida del rotulador. La cogió sin convicción. En efecto, el rotulador ya no pintaba. Qué mierda de vida, pensó, si la amistad es esto, si la amistad consiste, se tiró sobre el sofá, en mover el dinero de una cuenta a otra. Y se puso a fumar tumbado boca arriba, los ojos en el humo y en el techo, diciéndose que al día siguiente iba a llamar a Carlos, no por impaciencia, no por desconfianza, sino para que le hiciera compañía en su encierro de hombre con varias fichas comidas, cansado de esperar.

El lunes 24 de octubre por la tarde, en cuanto llegó a casa, Marta buscó en la agenda el número de teléfono de Manuel Soto y le llamó. Quedaron en cenar juntos el jueves. Marta había dejado pasar algunos días a propósito pero, en realidad, había decidido llamarle cuando le contaba a Guillermo lo del préstamo. Y no porque Guillermo no la hubiese entendido sino por lo contrario, porque la había entendido demasiado bien, y había colocado su actuación en el lugar exacto: en cierta emoción juvenil, en las pandillas, en una clase de romanticismo. Aunque él no había pronunciado esas palabras, Marta se había dado cuenta de que las pensaba por su forma de atender, por los momentos en que se callaba y esos otros en que la interrumpía descuidado, como poniendo de manifiesto la debilidad de ciertas explicaciones. No le faltaba razón. En los tres años y medio que llevaban casados, a Guillermo del Castillo casi nunca le había faltado la razón. Tenía eso en común con Carlos. Los dos iban por la vida de forma razonable, y era casi siempre tan razonable lo que querían, tan razonable la posición donde se colocaban, que nunca necesitaban insistir. No obstante, a veces, Carlos se consentía algún exceso, o se marchaba o, como ahora, pedía dinero, dejando de este modo un sitio para que los demás pusieran los millones que faltaban, la calma o las ideas que el exceso, siempre partidario, había dejado fuera.

Guillermo no dejaba ese sitio. La razón en Guillermo iba unida a la vida, a esta vida; para Guillermo no había solución de continuidad entre el presente y el futuro, no había saltos, no había caballos imaginarios. Confiar en la vida significaba, por tanto, confiar en el presente, ser justo, equilibrado, sobre todo en el presente. Equilibrado no quería decir frío. Guillermo no era frío; solía, por ejemplo, llorar en las películas, pero siempre sabía por qué lloraba y sabía dónde colocar ese porqué. También ella, si se empeñaba, podía averiguar los distintos motivos por los cuales había llamado a Manuel Soto. Sin embargo, le bastaba con averiguar uno. Le bastaba decirse que en Manuel Soto veía una tensión amarga y que esa tensión, como los excesos de Carlos, dejaba un sitio para el otro. Manuel se burlaría de su épica juvenil, la atacaría, pero eso sería una forma de admitirla: no se discute con un fantasma. La burla obligaría a Marta a fundamentar su defensa y ella necesitaba fundamentos, legitimidades; o tal vez ser mirada por alguien que conociera su pasado sólo de puntillas, y es que existen, se dijo, caballos imaginarios y el deseo de no saberlo todo.

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