La Corte de Carlos IV (22 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: La Corte de Carlos IV
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—Sí; dice que el tío de Gregorilla ha sido contrabandista hasta que se ordenó hace dos años, y que es un ignorante. Tiene razón, y el candidato no es por su sabiduría ninguna lumbrera de la cristiandad; pero hija, cuando vemos a otros… y si no ahí tienes a mi primo el cardenalito de la Escala
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, que no sabe más latín que nosotras, y si le examinaran, creo que ni aun para monaguillo le darían el
exequatur
.

—Pero ese nombramiento lo ha de hacer Caballero —dijo Amaranta—. ¿Se opone también?

—Caballero no —contestó riendo la desconocida; ese ya sabes que no hace sino lo que queremos, y capaz sería de convertir en regentes de las Audiencias a los puntilleros de la plaza de toros, si se lo mandáramos. Es un buen sujeto, que cumple con su deber con la docilidad del verdadero ministro. El pobrecito se interesa mucho por el bien de la nación.

—Pues él puede dar la mitra por sí y ante sí al tío de Gregorilla.

—No; Manuel se opone, ¡y de qué manera! Pero yo he discurrido un medio de obligarle a ceder. ¿Sabes cuál? Pues me he valido del tratado secreto celebrado con Francia, que se ratificará en Fontainebleau dentro de unos días. Por él se da a Manuel la soberanía de los Algarbes; pero nosotros no estamos aún decididos a consentir en el repartimiento de Portugal, y le he dicho: «Si no haces obispo al tío de Gregorilla, no ratificaremos el tratado, y no serás rey de los Algarbes.» él se ríe mucho con estas cosas mías; pero al fin… ya verás cómo consigo lo que deseo.

—Y mucho más cuando estos nombramientos contribuyen a fortificar nuestro partido. ¿Pero él no conoce que el del Príncipe es cada vez más fuerte?

—¡Ah! Manuel está muy disgustado —dijo la desconocida con tristeza—; y lo que es peor, muy acobardado. Afirma que esto no puede concluir en bien y tiene presentimientos horribles. Estos sucesos le han puesto muy triste, y dice: «Yo he cometido muchas faltas, y el día de la expiación se acerca. « ¡Pero qué bueno es! ¿Creerás que disculpa a mi hijo, diciendo que le han engañado y envilecido los amigos ambiciosos que le rodean? ¡Ah!, mi corazón de madre se desgarra con esto; pero no puedo atenuar la falta del Príncipe. Mi hijo es un infame.

—¿Y él espera conjurar fácilmente tantos peligros? —preguntó mi ama.

—No lo sé —repuso la desconocida tristemente—. Manuel, como te he dicho, está muy descorazonado. Aunque cree castigar pronto y ejemplarmente a los conjurados, como hay algo que está por encima de todo esto, y que…

—Bonaparte sin duda.

—No: Bonaparte creo que estará de nuestro lado, a pesar de que el Príncipe lo presenta como amigo suyo. Manuel me ha tranquilizado en este punto. Si Bonaparte se enojase con nosotros, le daríamos veinte o treinta mil hombres, para que los sacase de España, como sacó los de la Romana. Eso es muy fácil y a nadie perjudica. Lo que nos entristece es otra cosa, es lo que pasa en España. Según me ha dicho Manuel, todos aman al Príncipe y le creen un dechado de perfecciones, mientras que a nosotros, al pobre Carlos y a mí nos aborrecen. Parece mentira: ¿qué hemos hecho para que así nos odien? Francamente, te digo que esto me tiene afectada, y estoy resuelta a no ir a Madrid en mucho tiempo. Te juro que aborrezco a
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Madrid.

—Yo no participo de ese temor —dijo Amaranta—, y espero que castigados los conspiradores, la mala yerba no volverá a retoñar.

—Manuel trabajará sin descanso: así me lo ha dicho. Pero es preciso que se evite todo lo que pueda escandalizar, y sobre todo lo que resulte desfavorable. Por eso esta noche en cuanto llegó Manuel, vino a suplicarme que por conducto tuyo, hiciese arrancar de la causa todo lo relativo a Lesbia, que es poseedora de documentos terribles, y se vengaría cruelmente en sus declaraciones. Ya sabes que tiene mucha imaginación, y sabe inventar enredos con gran arte. Desde que Manuel me habló hasta que te he visto, no he sosegado un momento. Pero ni él ni yo, podemos hablar de esto con Caballero: háblale tú y arréglalo con tu buen juicio y habilidad. ¡Ah!, se me olvidaba. Caballero desea el Toisón de Oro: ofréceselo sin cuidado; que aunque no es hombre para cargar tal insignia, no habrá reparo en dársela, si se hace acreedor a ella con su lealtad. ¿Harás lo que te digo?

—Sí, señora. No habrá nada que temer.

—Entonces me retiro tranquila. Confío en ti ahora como siempre —dijo la desconocida levantándose.

—Lesbia no será llamada a declarar; pero no nos faltará ocasión de tratarla como merece.

—Pues adiós, querida Amaranta —añadió la dama besando a mi ama—. Gracias a ti, esta noche dormir tranquila, y entre tantas penas, no es poco consuelo contar con una fiel amiga que hace todo lo posible por disminuirlas.

—Adiós.

—Es muy tarde… ¡Dios mío, qué tarde!

Diciendo esto se encaminaron juntas a la puerta, y abierta ésta aparecieron otras dos damas, con las cuales se retiró la desconocida, después de besar por segunda
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vez a mi ama. Cuando ésta se quedó sola se dirigió a la habitación en que yo estaba. Mi primera intención fue retirarme del escondite y huir; pero reflexionándolo brevemente, creí que debía esperarla. Cuando ella entró y me vio, su sorpresa fue extraordinaria.

—¡Cómo, Gabriel, tú aquí! —exclamó.

—Sí, señora —respondí serenamente—. He empezado a desempeñar las funciones que usía me ha encargado.

—¡Cómo! —dijo con ira—; ¿has tenido el atrevimiento de…?, ¿has oído?

—Señora —respondí—, usía tenía razón: poseo un oído finísimo. ¿No me mandaba usía que observara y atendiera…?

—Sí —dijo más colérica—. Pero no a esto… ¿entiendes bien? Veo que eres demasiado listo, y el exceso de celo puede costarte caro.

—Señora —repuse con mucha ingenuidad—, quería empezar a instruirme cuanto antes.

—Bien —repuso procurando tranquilizarse—. Retírate. Pero te advierto que si sé recompensar a los que me sirven bien, tengo medios para castigar a los desleales y traidores. No te digo más. Si eres imprudente, te acordarás de mí toda tu vida. Vete.

- XIX -

Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor, y su primera idea fue salir del Escorial lo más pronto que le fuera posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito fuese a pasear a los claustros del monasterio, y allí discurriendo sobre su situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho revolviendo en ella mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector.

Los que hayan leído en el primer libro de mi vida el capítulo en que di cuenta de mi inútil presencia en el combate de Trafalgar, recordarán que en tan alta ocasión, y cuando la grandeza y majestad de lo que pasaba ante mis ojos parecían sutilizar las facultades de mi alma, puede concebir de un modo clarísimo la idea de la patria. Pues bien: en la ocasión que ahora refiero, y cuando la desastrosa catástrofe de tan ridículas ilusiones había conmovido hasta lo más profundo mi naturaleza toda, el espíritu del pobre Gabriel hizo después de tanto abatimiento una nueva adquisición, una nueva conquista de inmenso valor, la idea del honor.

¡Qué luz! Recordé lo que me había dicho Amaranta, y comparando sus conceptos con los míos, sus ideas con lo que yo pensaba, mezcla de ingenuo engreimiento y de honrada fatuidad, no pude menos de enorgullecerme de mí mismo. Y al pensar esto no pude menos de decir: —Yo soy hombre de honor, yo soy hombre que siento en mí una repugnancia invencible de toda acción fea y villana que me deshonre a mis propios ojos; y además la idea de que pueda ser objeto del menosprecio de los demás me enardece la sangre y me pone furioso. Cierto que quiero llegar a ser persona de provecho; pero de modo que mis acciones me enaltezcan ante los demás y al mismo tiempo ante mí, porque de nada vale que mil tontos me aplaudan, si yo mismo me desprecio. Grande y consolador debe de ser, si vivo mucho tiempo, estar siempre contento de lo que haga, y poder decir por las noches mientras me tapo bien con mis sabanitas para matar el frío:
«No he hecho nada que ofenda a Dios ni a los hombres. Estoy satisfecho de ti, Gabriel.»

Debo advertir que en mis monólogos siempre hablaba conmigo como si yo fuera otro.

Lo particular es que mientras pensaba estas cosas, la figura de mi Inés no se apartaba un momento de mi imaginación y su recuerdo daba vueltas en torno a mi espíritu, como esas mariposas o pajaritas que se nos aparecen a veces en días tristes trayendo según el vulgo cree, alguna buena noticia.

Tal era la situación de mi espíritu, cuando acertó a pasar cerca de mí el caballero D. Juan de Mañara, vestido de uniforme. Detúvose y me llamó con empeño, demostrando que mi presencia era para él nada menos que un buen hallazgo. No era aquélla la primera vez que solicitaba de mí un pequeño favor.

—Gabriel —me dijo en tono bastante confidencial sacando de su bolsillo una moneda de oro—, esto es para ti, si me haces el favor que voy a pedirte.

—Señor —contesté—, con tal que sea cosa que no perjudique a mi honor…

—Pero, pedazo de zarramplín, ¿acaso tú tienes honor?

—Pues sí que lo tengo, señor oficial —contesté muy enfadado—; y deseo encontrar ocasión de darle a usted mil pruebas de ello.

—Ahora te la proporciono, porque nada más honroso que servir a un caballero y a una señora.

—Dígame usted lo que tengo que hacer —dije deseando ardientemente que la posesión del doblón que brillaba ante mis ojos fuera compatible con la dignidad de un hombre como yo.

—Nada más que lo siguiente —respondió el hermoso galán sacando una carta del bolsillo—: llevar este billete a la señorita Lesbia.

—No tengo inconveniente —dije, reflexionando que en mi calidad de criado no podía deshonrarme llevando una carta amorosa—. Déme usted la esquelita.

—Pero ten en cuenta —añadió entregándomela—, que si no desempeñas bien la comisión, o este papel va a otras manos, tendrás memoria de mí mientras vivas, si es que te queda vida después que todos tus huesos pasen por mis manos.

Al decir esto el guardia demostraba, apretándome fuertemente el brazo, firme intención de hacer lo que decía. Yo le prometí cumplir su encargo como me lo mandaba, y tratando de esto llegamos al gran patio de palacio, donde me sorprendió ver bastante gente reunida descollando entre todos algunas aves de mal agüero, tales como ministriles y demás gente de la curia. Yo advertí que al verles mi acompañante se inmutó mucho, quedándose pálido, y hasta me parece que le oí pronunciar algún juramento contra los pajarracos negros que tan de improviso se habían presentado a nuestra vista. Pero yo no necesitaba reflexionar mucho para comprender que aquella siniestra turba nada tenía que ver conmigo, así es que dejando al militar en la puerta del cuerpo de guardia, una vez trasladadas carta y moneda a mi bolsillo, subí en cuatro zancajos la escalera chica, corriendo derecho a la cámara de la señora Lesbia.

No tardé en hacerme presentar a su señoría. Estaba de pie en medio de la sala, y con entonación dramática leía en un cuadernillo aquellos versos célebres:

… todo me mata,
todo va reuniéndose en mi daño!
—Y todo te confunde, desdichada.

Estaba estudiando su papel. Cuando me vio entrar cesó su lectura, y tuve el gusto de entregarle en persona el billete, pensando para mí: —¿Quién dirá que con esa cara tan linda eres una de las mejores piezas que han hecho enredos en el mundo?

Mientras leía, observé el ligero rubor y la sonrisa que hermoseaban su agraciado rostro. Después que hubo concluido, me dijo un poco alarmada:

—¿Pero tú no sirves a Amaranta?

—No señora —respondí—. Desde anoche he dejado su servicio, y ahora mismo me voy para Madrid.

—¡Ah!, entonces bien —dijo tranquilizándose.

Yo en tanto no cesaba de pensar en el placer que habría experimentado Amaranta si yo hubiera cometido la infamia de llevarle aquella carta. ¡Qué pronto se me había presentado la ocasión de portarme como un servidor honrado, aunque humilde! Lesbia, encontrando ocasión de zaherir a su amiga, me dijo:

—Amaranta es muy rigurosa y cruel con sus criados.

—¡Oh, no señora! —exclamé yo, gozoso de encontrar otra coyuntura de portarme caballerosamente, rechazando la ofensa hecha a quien me daba el pan—. La señora condesa me trata muy bien; pero yo no quiero servir más en palacio.

—¿De modo que has dejado a Amaranta?

—Completamente. Me marcharé a Madrid antes de medio día.

—¿Y no querrías entrar en mi servidumbre?

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