El canal se estrechaba poco a poco, y a Jack le parecía que tendría que anclar hasta que subiera la marea, aunque eso significara tener que echarla en aguas de cien brazas de profundidad.
¡Atención a la sonda! —advirtió.
Desde hacía algún tiempo, las costas estaban a un tiro de mosquete, y ahora estaban aún más cerca y la fuerza de la corriente aumentaba. Todos los marineros miraban preocupados ambas costas. Contra sus negras rocas chocaban las enormes olas, y un poco más lejos se veían grandes montañas de cuyos cráteres saltaban hacia arriba pedazos de lava, la mayoría de las veces negra, pero, en ocasiones, roja como pedazos de hierro incandescente. Aquellas islas eran estériles. Pero no todos estaban preocupados. El cirujano y el pastor, bien porque ignoraban que profundidad era escasa, que el viento era flojo y que había poco espacio para maniobrar y el peligro de un remolino de la marea, o bien porque no les importaba nada de eso, estaban en el pasamano de babor mirando hacia las islas por sus telescopios con tanta emoción que les temblaban las manos. Anteriormente habían tratado de mirar ambas costas para no perderse nada y se comunicaban lo que veían gritando de un lado al otro del alcázar, pero el oficial de guardia puso fin a eso cuando apareció Jack, porque la parte de barlovento era un lugar sagrado, el lugar que ocupaba el capitán. Tenían que contentarse con mirar solamente Fernandina, aunque, según ellos, hacían falta montones de naturalistas para poder observar todo lo que allí había. Pronto descubrieron que, aunque lo parecía, la isla no era estéril pues en la parte más baja de las laderas de las montañas había muchos arbustos sin hojas parecidos al euforbio, y en la parte más alta, nopales altísimos y cactos como columnas. Pero, a pesar de que veían en tierra cosas que despertaban su interés, veían más en el mar. A medida que el canal se estrechaba, parecía que había más animales en él. En ambas costas, y no sólo en las pequeñas playas de arena negra y guijarros sino también en las inaccesibles rocas escarpadas, había multitud de focas y otarias. Algunas de ellas estaban tumbadas boca arriba o boca abajo o de lado y durmiendo, otras hacían el amor, otras chillaban, otras jugaban entre las olas, otras nadaban junto a la fragata estirando el cuello y mirándola con curiosidad. Y en el espacio que quedaba entre las focas que estaban en las rocas escarpadas, había iguanas de crestas negras que medían aproximadamente una yarda. Los pingüinos y los cormoranes se encontraban cerca de la superficie del agua y se zambullían con rapidez en los bancos de peces plateados que parecían sardinas, mientras que en la estela de la
Surprise
una bandada de ballenas azules hembras nadaban con sus ballenatos echando chorros de agua. Por encima de la cubierta pasaban aves marinas, y eso era normal, pero no lo era que se posara un gran número de ellas en la jarcia, en la batayola y en el campanario. Eso molestaba a los marineros que tenían que limpiar sus abundantes excrementos, que corroían el metal de los cañones rápidamente. Muchos de los marineros golpearon a las aves con los lampazos cuando el doctor no les veía, pero eso no servía de nada, porque se obstinaban en permanecer en la fragata y se posaban en la borda de las lanchas o en los remos. La mayoría de las aves eran alcatraces, que eran poco inteligentes y cuyos ojos no tenían expresión, y unos tenían manchas, otros eran marrones y otros tenían la cara azul. Habían visto todas las variedades en el Atlántico, pero ahora, a pesar de que estaban más excitados y de que el color turquesa de la membrana de sus patas era más intenso y más bello debido a la proximidad de la época de la reproducción, no tenían tanto interés para ellos como las aves que estaban en tierra, entre las que había pinzones y rascones negros y muchas otras que les parecían de especies desconocidas. Aunque los alcatraces eran aves corrientes, a Stephen le llamó la atención una pareja enamorada que estaba posada en el caparazón de una tortuga que dormía. Tenían las patas brillantes y su deseo era tan intenso (y el día era tan caluroso y propicio para el apareamiento de los alcatraces) que pasaban rápidamente por todas las fases de la ceremonia del cortejo, y, sin duda, el macho habría logrado su objetivo si la tortuga no se hubiera sumergido inoportunamente, dejándole desconcertado.
El oficial de derrota se puso detrás de ellos y, señalando la isla Fernandina, dijo:
Según creo, ese lugar está desolado, caballeros. Pero en lo alto de las montañas no es así. Si esa nube subiera, verían allí algunos arbustos y árboles cubiertos de liquen.
Estamos seguros de ello —dijo Martin, mirándole sonriente—. Ésta es la primera vez que estamos lo bastante cerca de la costa para verla claramente. ¡Hemos visto perfectamente las iguanas!
A mí lo que más me ha gustado es aquel alto cacto —dijo Stephen.
Nosotros le llamamos cardo borriquero —dijo el oficial de derrota—. Si uno lo corta, sale una especie de jugo que se puede beber, pero causa retortijones.
La fragata siguió navegando y las costas negras y rocosas se movían despacio a ambos lados. En medio de las órdenes que se daban a gritos, los pasos de los marineros que corrían descalzos, el crujido de las vergas y el murmullo del viento en la parte de la jarcia, Stephen atendía a lo que le rodeaba. Una pequeña ave que veía por el telescopio alzó la cabeza en ese momento y le miró inquisitivamente y, después de arreglarse las negras plumas durante unos momentos, emprendió el vuelo en dirección a la isla, y allí desapareció entre la lava.
Estoy seguro de que esa era un ave no descrita hasta ahora —dijo—. Tiene su propia ceremonia de cortejo. A veces es tan breve como la de los alcatraces, como la que se produce entre dos personas que se gustan en cuanto se miran y después de hablar un poco se apartan de los demás. Pienso en lo que contó Herodoto sobre los griegos y las amazonas. Contó que después de una tregua para comer, miembros de los dos ejércitos se ocultaban juntos tras los arbustos. Y también pienso en otros ejemplos que he observado. Pero en algunos casos, la ceremonia de cortejo, con fingidos avances y retrocesos, con sus ofrendas y sus movimientos simbólicos, tarda extraordinariamente, a veces años, antes de que se alcance el objetivo; si es que se alcanza, ya que a veces no es posible debido al largo tiempo transcurrido. Hay muchas variaciones, que dependen del país y la época en que se celebran, y es un trabajo muy interesante tratar de encontrar los factores comunes a todas ellas.
Sí —dijo Martin—, y, sin duda, todas son importantes para la raza. Tal vez alguien se haya dedicado a estudiar ese tema; quiero decir, la ceremonia, no el propio acto, que es desagradable, salvaje y corto.
Estuvo pensativo unos momentos y luego, sonriendo, continuó:
Pero un barco de guerra no es un buen lugar para su investigación. Es decir… —se interrumpió y dejó de sonreír al recordar el viernes anterior, cuando, de acuerdo con las costumbres de la Armada, se subastaron las pertenencias de Horner junto al palo mayor y todos vieron algunas enaguas y chales, aunque a nadie le pareció correcto pujar en la subasta, ni siquiera a Wilkins, que era el condestable interino.
Doctor —dijo Howard, entregándole una bolsa con varias aves pequeñas muertas—, ¿no soy un buen chico? Ninguna es igual.
Debido a la opinión de la generalidad de los marineros, Howard había dejado de usar el mosquete, y aparte de coger algunos peces o pescar con arpón tortugas y delfines, de los que se hacían excelentes salchichas mezcladas con la carne de cerdo salada que llevaban en la fragata, ahora pasaba sus ratos libres matando las aves que se posaban en la jarcia. A los alcatraces, los búhos, los petreles, los pelícanos y los halcones los estrangulaba, y a las aves más pequeñas las mataba golpeándolas con un palo. Stephen las aceptaba porque era incapaz de matar ninguna él mismo, pero había rogado encarecidamente al infante de marina que no matara más que unas cuantas de una misma especie y que evitara que sus hombres hicieran daño a las demás.
Es usted muy amable, Howard —dijo Stephen—, y le agradezco especialmente que me haya traído este reyezuelo con el pecho amarillo, un ave que no…
¡Oh! —gritó Martin—. ¡Veo una tortuga gigante… dos tortugas gigantes! ¡Dios mío, qué tortugas!
¿Dónde? ¿Dónde?
Junto al nopal.
El nopal tenía un tronco tan grueso como el de un árbol. Una tortuga había sacado la cabeza del caparazón y mordía uno de sus tallos y tiraba de él con toda la fuerza que le permitían su cuello retráctil y su cuerpo. La otra tortuga también lo mordía y tiraba de él, pero en dirección contraria. Martin interpretó eso como una ayuda mutua errónea y Stephen como egoísmo, pero antes de que pudieran ponerse de acuerdo, el tallo o, mejor dicho, un conjunto de tallos se partió en dos y cada reptil se alejó de allí con el suyo.
¡Cuánto me gustaría bajar al menos a una de estas islas! —exclamó Martin—. ¡Hay tantas cosas que descubrir en cada rincón! Si los ejemplares de reptiles son extraordinarios, figúrese cómo serán los de coleópteros y mariposas, y los de plantas fanerógamas. Pero me disgusta que la fragata tenga que navegar constantemente.
En ese momento la cabra
Aspasia
fue corriendo hasta Stephen para buscar protección, pues desde que la fragata se había acercado a la costa de la isla Fernandina, muchos pinzones de plumas grises y duros picos la perseguían para posarse en su lomo y arrancarle pelos para hacer sus nidos. Había soportado las inclemencias del tiempo, truenos, rayos, dos combates entre escuadras y cuatro entre sólo dos barcos, y, además, abusos de guardiamarinas, grumetes y muchos perros, pero eso ya no podía soportarlo, y cada vez que oía sus graznidos corría hacia Stephen.
¡Vamos, vamos! —exclamó—. A una cabra tan grande como tú debería darle vergüenza hacer esto —dijo, espantando los pinzones con la mano y, volviéndose hacia Martin, añadió—: Alégrese, porque el capitán Aubrey ha prometido que, en cuanto termine la búsqueda de la
Norfolk
, pondrá en facha la fragata y podremos bajar a tierra.
¡Cuánto me alegro! Creo que no podría soportar… ¡Mire, mire, otra tortuga! Es como Goliat, está más cerca que las otras y baja por la pendiente.
Ambos enfocaron sus telescopios para ver bien a Goliat, que se detuvo en ese momento en un lugar tan bien iluminado que pudieron contar los cuadros de su caparazón y la compararon con la
Testudoaubreii
, una tortuga del océano Indico a la que Stephen, que la había descubierto y descrito, había dado nombre, y un nombre que daba a Jack la única posibilidad de ser inmortal. También la compararon con una tortuga más pequeña que habitaba en la isla Rodríguez. Hablaron de las tortugas de las islas y de su origen y después de las tortugas en general, y, entre otras cosas, observaron que casi nadie las había oído, pero que era más frecuente que dieran chillidos que no que hicieran un sonido sibilante, que tal vez eran sordas. También comentaron que eran ovíparas, que no atendían a sus crías y que los cocodrilos eran mejores como padres, pero añadieron que ellas eran capaces de sentir afecto citando algunos ejemplos de ello.
¿A qué viene esa carrera? —preguntó Stephen sin dejar de mirar por el telescopio, pues una bandada de tortugas llegó a su campo visual y empezó a subir la pendiente por un sendero.
Deben de haber visto una lancha —respondió Martin—. Alguien ha dicho que ha visto una lancha. ¿Cree que en esa isla habrá sapos? Hay pocos animales que me gusten más que los sapos, y si tienen tan grandes dimensiones como…
Si hay tortugas, ¿por qué no puede haber sapos? Pero ahora que lo pienso, no encontré ningún batracio en la isla Rodríguez, ni pude hacer comprender a un nativo inteligente qué era una rana, aunque imité muy bien sus movimientos y su canto.
Con su permiso, señor, con su permiso —dijo el encargado de la guardia de popa, pasando entre ellos sin ceremonias, mientras los silbatos sonaban para avisar a los marineros que tenían que virar y ellos corrían a sus puestos.
¿Qué pasa, Beckett? —inquirió Stephen.
Pero antes de que Beckett pudiera responder, la
Surprise
empezó a virar y al conocido grito «¡Timón a babor!» siguieron otros: «¡Soltar amuras y escotas!» y «¡Bajar la vela mayor!». La fragata viró despacio y sin dificultad a pesar de las lanchas que estaban junto a ella, y en ese momento Stephen vio a lo lejos una lancha.
Era la lancha de un ballenero y avanzaba con rapidez hacia la fragata en contra de la corriente. La
Surprise
amuró las velas a babor, y aunque la marea se movía menos y estaba casi a la altura máxima, en un cuarto de hora dejó de avanzar la distancia que había logrado recorrer en tres horas. Era la lancha de un ballenero y se veía mejor cada minuto que pasaba. A bordo de ella había seis hombres tan ansiosos que incluso cuando la lancha se encontraba a unas cien yardas de la fragata y la distancia entre ambas embarcaciones disminuía cada segundo, seguían remando con todas sus fuerzas y gritaban tan alto como podían: «¡Llega una lancha!».
Casi habían perdido la voz cuando subieron alegres y sonrientes por el costado, pero entre risas y con voz ronca, después de beber dos cubos de agua entre todos, su portavoz, el jefe del grupo, contó lo que les había ocurrido. Eran tripulantes del ballenero
Intrepid Fox
, de Londres, que estaba al mando del capitán Howard. El ballenero llevaba poco más de dos años navegando, pero ellos no habían tenido suerte hasta que llegaron a las Galápagos, donde encontraron tantas ballenas que pensaban regresar a Inglaterra con la bodega llena. Habían matado tres el primer día y las lanchas estaban persiguiendo otras tres cuando una capa de niebla cubrió el mar. Ellos tenían su arpón clavado en una joven ballena del tamaño de cuarenta toneles que les arrastró hasta el norte de la roca Redonda, muy lejos de sus compañeros, que no pudieron verles ni darles más cabos. Al final, la ballena se desprendió del arpón con el cabo y ellos tuvieron que pasar un día y una noche horribles remando contra el viento y la corriente sin beber una gota de agua ni comer un bocado. Cuando regresaron vieron que los tripulantes de una fragata norteamericana estaban saqueando el pobre
Intrepid Fox
. No sólo le estaban quitando el nuevo mastelero de velacho, sino que también pasaban a otro ballenero de Londres, el
Amelia
, los toneles de aceite y cetina que habían conseguido y con que habían llenado la bodega de proa y la mitad de la principal. Afortunadamente, era de noche y ellos estaban muy cerca de la costa, ocultos por ella, así que nadie pudo verles. El jefe del grupo había navegado por esa zona antes y, puesto que conocía la isla, pudieron refugiarse en una cala; cubrieron la lancha con trozos de madera flotante y subieron hasta un antiguo refugio de bucaneros. Allí había un poco de agua, aunque era muy salada y se evaporaba rápidamente, y también tortugas, iguanas y alcatraces que empezaban a poner huevos, así que, aunque pasaron sed, se las arreglaron. Vieron que el
Amelia
zarpaba y que los tripulantes de la fragata norteamericana la despidieron con gritos de alegría. Tenía izada la bandera norteamericana e hizo rumbo al suroeste. Al día siguiente los norteamericanos trajeron unas doscientas tortugas a la playa y las subieron a bordo de su fragata, prendieron fuego al
Intrepid Fox
, levaron anclas, atravesaron el canal y viraron hacia el oeste. Ellos trataron de extinguir el fuego, pero no pudieron porque media docena de toneles de aceite estaban ardiendo, el aceite corría por toda la cubierta y las llamas eran tan altas que no podían acercarse. Dijeron al capitán que podría ver el casco ennegrecido cuando llegara al final del canal, pues estaba en los arrecifes de la bahía Banks, al otro lado del fondeadero.