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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (7 page)

BOOK: La cuarta K
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—Gracias a Dios, esto ya se ha terminado.

—No fue tan malo —dijo la otra mujer—. Hemos ganado dinero con la tienda. Yabril y los miembros de su equipo viajaban en la cabina turista porque Theresa Kennedy, la hija del presidente de Estados Unidos, viajaba en primera clase acompañada por los seis hombres del destacamento de seguridad del servicio secreto. Yabril no quería que ninguno de ellos viera la entrega de las armas contenidas en la bolsa de regalo. También sabía que Theresa Kennedy no subiría al avión hasta poco antes del despegue, y que los guardias de seguridad tampoco estarían allí con anterioridad, porque nunca sabían en qué momento podría cambiar ella de idea, y Yabril pensó que eso era así porque aquellos hombres se habían vuelto perezosos y descuidados.

El avión, un Jumbo a reacción, apenas si estaba ocupado. En Italia no había mucha gente dispuesta a viajar un Domingo de Resurrección y Yabril se preguntó por qué la hija del presidente había decidido hacerlo así. Después de todo, ella era católica romana, aunque se hubiera dejado arrastrar hacia la nueva religión de la izquierda liberal, aquella división política que resultaba de lo más despreciable. Pero la escasez de pasajeros convenía a sus planes, ya que cien rehenes eran mucho más fáciles de controlar.

Una hora más tarde, con el avión en pleno vuelo, Yabril se hundió en su asiento mientras las mujeres empezaban a desgarrar el papel Gucci en el que estaban envueltos los paquetes. Los tres hombres del equipo utilizaron sus cuerpos como escudos, inclinándose sobre los asientos y hablando con las mujeres. No había pasajeros sentados cerca de ellos, y así formaron un pequeño círculo de intimidad. Las mujeres entregaron a Yabril las granadas envueltas en papel de regalo y él se adornó rápidamente el cuerpo con ellas. Los tres hombres aceptaron las pequeñas pistolas y se las ocultaron en los bolsillos de las chaquetas. Yabril tomó a su vez una pequeña pistola y las tres mujeres se armaron también.

Una vez que todo estuvo preparado, Yabril interceptó a una azafata que se dirigía hacia la cabina, avanzando por el pasillo. La mujer vio las granadas y el arma incluso antes de que Yabril le susurrara sus órdenes y la tomara de la mano. Le resultó familiar aquella mirada de conmoción, de aturdimiento y luego de temor. Le sostuvo la mano sudorosa y le sonrió. Dos de sus hombres tomaron posiciones para controlar la sección turística. Yabril aún sostenía a la azafata por una mano cuando entraron en primera clase. Los guardaespaldas del servicio secreto lo vieron al instante, reconocieron las granadas y observaron las armas. Yabril les dirigió una sonrisa.

—Permanezcan sentados, caballeros —dijo.

Lentamente, la hija del presidente giró la cabeza y miró a Yabril a los ojos. Su rostro se puso tenso, pero no asustado. Era una mujer valiente, pensó Yabril, y bonita. Realmente, era una pena. Esperó a que las tres mujeres de su equipo tomaran sus posiciones en la cabina de primera clase y luego hizo que la azafata abriera la puerta que daba a la cabina del piloto. Yabril tuvo la sensación de entrar en el cerebro de una enorme ballena, al tiempo que inutilizaba el resto del cuerpo.

Cuando Theresa Kennedy vio por primera vez a Yabril, su cuerpo se estremeció de repente con una náusea de reconocimiento inconsciente. Aquél era el demonio contra el que había sido advertida. Había una expresión de ferocidad en su rostro oscuro, y su mandíbula inferior, maciza y brutal, le daba la calidad de un rostro visto en una pesadilla. Las granadas que llevaba colgadas de la chaqueta y en la mano parecían como sapos verdes y rechonchos. Luego vio a las tres mujeres vestidas con pantalones oscuros y chaquetas blancas, con las aceradas armas en sus manos. Después de aquel primer temor animal, la segunda reacción de Theresa Kennedy fue la de una niña culpable. Mierda, había metido a su padre en problemas, y ya nunca podría librarse de su destacamento de seguridad del servicio secreto. Observó a Yabril dirigirse hacia la puerta de la cabina del piloto, asiendo a la azafata por la mano. Volvió la cabeza para observar al jefe de su destacamento de seguridad, pero él vigilaba muy atentamente a las mujeres armadas.

En ese momento, uno de los hombres de Yabril entró en la cabina de primera clase sosteniendo una granada en la mano. Una de las mujeres obligó a otra azafata a tomar el micrófono de intercomunicación. La voz sonó por los altavoces y sólo tembló muy ligeramente al hablar.

—Todos los pasajeros deben abrocharse los cinturones de sus asientos. El avión está siendo dirigido ahora por un grupo revolucionario. Permanezcan tranquilos, por favor, y esperen nuevas instrucciones. No se levanten. No toquen su equipaje de mano. No abandonen sus asientos por ninguna razón. Permanezcan tranquilos, por favor. Permanezcan tranquilos.

En la cabina de mando, el piloto vio entrar a la azafata y le dijo con voz excitada:

—Eh, la radio acaba de anunciar que alguien ha disparado contra el papa.

Entonces vio a Yabril, que entró tras la azafata y su boca se abrió en un «Oh» silencioso de sorpresa, con las palabras congeladas allí, como en una película de dibujos animados, pensó Yabril al tiempo que levantaba la mano en la que sostenía la granada. Pero el piloto había dicho: «disparado contra el papa». ¿Significaba eso que Romeo había fallado? ¿Acaso había fracasado ya la misión? En cualquier caso, Yabril no tenía alternativa. Ordenó al piloto que cambiara su rumbo para dirigirse al estado árabe de Sherhaben.

En el mar de humanidad que llenaba la plaza de San Pedro, Romeo y los miembros de su equipo casi flotaron hacia una esquina, con las espaldas protegidas por una pared de piedra y formaron su propia isla asesina. Annee, con su hábito de monja, estaba justo delante de Romeo, con el arma preparada debajo del hábito. Su obligación era protegerlo, darle tiempo para efectuar el disparo. Los otros miembros del equipo, con sus disfraces religiosos, formaron un círculo, dejando un perímetro para proporcionarle espacio suficiente. Tendrían que esperar tres horas hasta que apareciera el papa.

Romeo se apoyó contra la pared de piedra y cerró los ojos bajo el sol del domingo. Su mente repasó con rapidez los movimientos ensayados de la operación. En cuanto apareciera el papa, tocaría el hombro del compañero situado a su izquierda. Éste emitiría la señal de radio que haría explotar las estatuillas santas adosadas en la pared opuesta de la plaza. En el momento en que se produjeran las explosiones, él sacaría su rifle y haría fuego. La coordinación tenía que ser precisa para que su disparo no fuera más que una reverberación de las otras explosiones. Luego dejaría caer el rifle, y sus monjas y monjes formarían un círculo a su alrededor para huir junto con el resto de los asistentes. Las estatuillas también eran bombas de humo y la plaza de San Pedro se vería envuelta en densas nubes. Se produciría una confusión enorme y habría escenas de pánico. De ese modo, él podría escapar. Los espectadores que se encontraran cerca de él, entre la multitud, podrían ser peligrosos, si se daban cuenta; pero los movimientos de la gente en desbandada no tardarían en separarlo de ellos, y aquellos que fueran lo bastante estúpidos como para perseguirle, serían abatidos a balazos.

Romeo sentía el sudor frío sobre su pecho. La enorme multitud, que levantaba las manos con ramilletes de flores, formaba un mar de colores blanco y púrpura, rosado y rojo. Le maravilló su alegría, su creencia en la resurrección, su éxtasis de esperanza ante la muerte. Se limpió las palmas de las manos contra el abrigo y sintió el peso de su rifle colgado del portafusil. Se dio cuenta de que las piernas empezaban a dolerle y de que se le entumecían. Trató de apartar la mente de su cuerpo para aliviar las largas horas que aún tendría que esperar antes de que el papa apareciera en el balcón.

Numerosas escenas de su niñez volvieron a formarse en su mente. Instruido para la confirmación por un sacerdote romántico, sabía que un anciano cardenal de sombrero rojo certificaba siempre la muerte de un papa golpeándole en la frente con un mazo de plata. ¿Aún seguía haciéndose eso? En esta ocasión sería un mazo muy sangriento. Pero ¿de qué tamaño sería el mazo? ¿Del tamaño de un juguete? ¿Lo bastante grande y pesado como para introducir un clavo? Desde luego, se trataría de una preciosa reliquia de la época del Renacimiento, embutido de joyas, una verdadera obra de arte. No importaba, porque de la cabeza del papa quedaría muy poco para golpear, ya que el rifle que llevaba bajo el abrigo contenía balas explosivas. Y Romeo estaba seguro de no fallar. Creía en la habilidad de su zurda; ser «siniestro» significaba tener éxito, en el deporte, en el amor y, según todas las supersticiones, también en el asesinato.

Mientras esperaba, a Romeo le extrañó no tener la sensación de estar cometiendo un sacrilegio; después de todo, había sido educado como un católico estricto en una ciudad cuyas calles y edificios le recordaban a uno los principios del cristianismo. Incluso ahora podía ver los techos abovedados de los edificios religiosos, como discos de mármol destacándose en el cielo, y escuchar las campanas de las iglesias, profundamente consoladoras y, sin embargo, intimidantes. En esta gran plaza santificada se veían las estatuas de los mártires, se olía el aire impregnado por las incontables flores primaverales ofrecidas por los verdaderos creyentes en Cristo. La abrumadora fragancia de las flores de la multitud parecía cernerse sobre él, haciéndole recordar a sus padres y los fuertes perfumes que se ponían para enmascarar el hedor de su carne mediterránea, mimada y envuelta por el lujo.

Entonces, la enorme multitud, engalanada con sus ropas dominicales, empezó a gritar:
«Pappa, Pappa, Pappa»
. De pie a la luz alimonada de la primavera incipiente, con los ángeles de piedra sobre sus cabezas, la multitud gritaba incesantemente al unísono, pidiendo la bendición de su papa. Finalmente, aparecieron dos cardenales de ropajes rojos y extendieron los brazos en señal de bendición. El papa Inocencio estaba en el balcón.

Era un hombre muy viejo, vestido con una capa de un blanco deslumbrante; sobre ella llevaba una cruz de oro, con el palio bordado de cruces. Sobre la cabeza portaba un casquete blanco y en los pies los tradicionales zapatos abiertos y bajos, de color rojo, con cruces doradas bordadas sobre el empeine. En una de las manos, levantada para saludar a la multitud, llevaba el anillo de pescador de san Pedro.

La multitud lanzó las flores al aire, las voces rugieron, como un gran motor de éxtasis, el balcón resplandeció bajo el sol, como si fuera a caer como las flores que descendían.

En ese momento, Romeo percibió el terror que todos aquellos símbolos le habían inspirado en su juventud, el cardenal de sombrero rojo de su confirmación, con la cara llena de viruelas como el diablo, y luego experimentó un júbilo que pareció llenar todo su ser de un bendito y definitivo orgullo. Romeo tocó el hombro de su compañero, indicándole que enviara la señal de radio.

El papa levantó los brazos, envueltos en mangas blancas, para contestar a los gritos de
«Pappa, Pappa»
, para bendecirlos a todos, alabar el Domingo de Resurrección, la resurrección de Cristo, para saludar a los ángeles de piedra que se elevaban sobre los muros. Romeo sacó el rifle de debajo del abrigo, y dos de los monjes de su equipo se arrodillaron delante de él para dejarle más espacio para apuntar. Annee se situó de tal forma que él pudiera apoyar el rifle sobre su hombro. El compañero de su izquierda envió la señal de radio que hizo explotar las estatuillas del otro lado de la plaza.

Las explosiones conmocionaron los cimientos de la plaza, una nube de humo rosado flotó en el aire y la fragancia de las flores se hizo corrupta con el hedor de la carne quemada. En ese momento, Romeo, con el rifle ya apuntado, apretó el gatillo. Las explosiones del otro lado de la plaza convirtieron los rugidos de bienvenida de la multitud en gritos de incontables gaviotas.

En el balcón, el cuerpo del papa pareció elevarse por un instante del suelo, el casquete blanco salió lanzado por los aires, se retorció en violentos remolinos de aire comprimido y luego cayó hacia la multitud, convertido en un harapo sanguinolento. La plaza se llenó de un terrible gemido de horror, de terror y de rabia animal cuando el cuerpo del papa se dobló, cayendo sobre la barandilla del balcón. La cruz de oro quedó colgando libremente, y el palio se manchó de rojo.

Nubes de polvo de piedra se extendieron sobre la plaza. Cayeron fragmentos de mármol de los ángeles y los santos hechos pedazos. Por un momento se produjo un terrible silencio, con la multitud congelada ante la vista del papa asesinado. Todos pudieron ver que le habían volado la cabeza. Luego se inició el pánico. La gente empezó a huir de la plaza, arrollando a la guardia suiza, que trataba de cerrar todas las salidas. Los vistosos uniformes renacentistas fueron enterrados por la masa de fieles atenazados por el terror.

Romeo dejó caer el rifle al suelo. Rodeado por su cuadro de monjes y monjas armados, dejó que le llevaran casi en volandas fuera de la plaza, hacia las calles de Roma. Parecía haber perdido la visión, y miraba ciegamente de un lado a otro. Annee le agarró por el brazo y lo introdujo en la camioneta. Romeo se llevó las manos a las orejas para intentar apagar los gritos; su cuerpo temblaba, conmocionado, para experimentar después una sensación de exaltación y luego de maravilla, como si el asesinato hubiera sido un sueño.

En el avión Jumbo con destino a Nueva York, Yabril y su equipo se habían hecho cargo del control de la situación, y todos los pasajeros de primera clase fueron obligados a salir de allí, excepto Theresa Kennedy.

La joven se sentía ahora más interesada que asustada. Le fascinaba que los secuestradores hubieran podido intimidar con tanta facilidad a su destacamento del servicio secreto, limitándose a mostrar las granadas que colgaban de sus propios cuerpos, de tal modo que cualquier bala hubiera podido hacer pedazos el avión. Observó que los tres hombres y las tres mujeres terroristas eran delgados y con los rostros apretados por la tensión propia de los grandes atletas, con diversas expresiones de emoción en sus rasgos. Uno de los secuestradores dio un violento empujón a uno de los agentes del servicio secreto, haciéndolo salir de la cabina de primera clase, y siguió empujándolo a lo largo del pasillo de la sección turista. Una de las secuestradoras mantuvo la distancia, con el arma preparada. Cuando otro de los agentes del servicio secreto se mostró reacio a dejar a Theresa Kennedy, la mujer levantó el arma y apretó el cañón contra su cabeza; sus ojos mostraron con claridad que se disponía a disparar. Tenía los ojos entrecerrados, arrugas en la cara, y mostraba los dientes desde la extremada compresión de los músculos alrededor de la boca, que abrían ligeramente los labios para aliviar la presión. En ese momento, Theresa Kennedy apartó a su guardia a un lado y colocó su propio cuerpo delante de la secuestradora, quien le sonrió con alivio y le indicó que se sentara.

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