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Authors: James Ellroy

La dalia negra (24 page)

BOOK: La dalia negra
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Yo asentí; Madeleine lanzó un gemido, Ramona Sprague torció el gesto y atravesó una patata con el tenedor como si éste fuera una lanza.

—Mi viejo y soñador amigo Georgie Tilden lo disecó —dijo Emmett—. Georgie el soñador tenía un montón de talentos diferentes. Estuvimos en un regimiento escocés durante la guerra y yo le salvé la vida cuando un grupo de tus excelentes paisanos alemanes se puso pesado y cargó sobre nosotros con las bayonetas caladas. Georgie estaba enamorado del cine; nada le gustaba más que una buena película. Después del armisticio volvimos a nuestra Aberdeen, vimos lo asquerosa que era y Georgie me convenció para que le acompañara a California..., él quería trabajar en el negocio de las películas mudas. Nunca sirvió para nada si yo no estaba para llevarle cogido de la nariz, así que le eché una larga mirada a mi Aberdeen, me di cuenta de que era un destino de tercera clase y dije: «De acuerdo, Georgie, vaya por California. Puede que nos hagamos ricos. Y si no lo conseguimos, al menos habremos fracasado allí donde siempre brilla el sol».

Pensé en mi viejo, que vino a los Estados Unidos en 1908 con grandes sueños... pero se casó con la primera emigrante alemana que conoció. Así, acabó como un trabajador cualquiera por un salario de esclavo con la Pacific Gas and Electric, y se conformó con ello.

—¿Qué pasó después?

Emmett Sprague golpeó la mesa con su tenedor.

—Hay que tocar madera: elegimos el momento justo de venir. Hollywood era sólo un campo para que las vacas pastaran pero el cine mudo estaba dirigiéndose hacia su gran momento. George consiguió colocarse como iluminador y yo encontré trabajo en la construcción de casas condenadamente buenas... condenada mente buenas y baratas. Vivía al aire libre e invertía cada maldita moneda de diez centavos que ganaba en mi negocio; luego le pedí préstamos a cada banco y cada usurero dispuesto a dejarme dinero y compré propiedades condenadamente buenas... condenadamente buenas y baratas. Entonces, Georgie me presentó a Mack Sennett; le ayudé a construir los platós de su estudio en Edendale y cuando acabamos le pedí un préstamo para comprar más propiedades. El viejo Mack sabía reconocer a un tipo destinado al éxito en cuanto lo veía, ya que él mismo era de ésos. Me concedió el préstamo con la condición de que le ayudara con ese proyecto inmobiliario en el cual estaba embarcado —Hollywoodlandia—, por debajo de ese horrible letrero de cuarenta metros que erigió en Monte Lee para anunciarlo. El viejo Mack sabía cómo exprimirle todo el jugo a un dólar, cierto que sí. Hacía que los extras trabajaran de forma clandestina para él como obreros, y viceversa. Los llevaba a Hollywoodlandia después de haber estado diez o doce horas en una película de los Keystone Kops y entonces trabajábamos seis horas más a la luz de los faroles. Incluso llegué a figurar como ayudante del director en un par de películas, tan agradecido se sentía el viejo Mack hacia mí por cómo sabía yo exprimir a sus esclavos.

Madeleine y Ramona removían el contenido de sus platos con expresión abatida, como si hubieran tenido que escuchar esa historia antes, público cautivo; Martha seguía con su dibujo, los ojos clavados en mí, su cautivo.

—¿Qué le pasó a su amigo? —pregunté.

—Que Dios le bendiga pero por cada historia de triunfo hay una de fracaso que le corresponde. Georgie no supo tratar con la gente adecuada. No tenía el impulso necesario para aprovechar el talento que Dios le había dado y se quedó tirado en la cuneta. Sufrió un accidente de coche en el treinta y seis que le dejó desfigurado y ahora es lo que podrías llamar un tipo que nunca llegó a nada. Le doy trabajo de vez en cuando en algunas de las propiedades que tengo alquiladas y también recoge basura por cuenta de la ciudad...

Oí una especie de seco chirrido y miré hacia el otro lado de la mesa. Ramona había fallado su blanco, una patata, con el consiguiente resbalón del tenedor sobre el plato.

—Madre, ¿ te encuentras bien? —preguntó Emmett—. ¿Te gusta la comida?

Ramona clavó la mirada en su regazo.

—Sí, padre —respondió.

Daba la impresión de que Martha le estuviera sosteniendo el codo.

Madeleine empezó a jugar de nuevo con mi pie.

—Madre —dijo Emmett—, tú y nuestra genio certificada no habéis cumplido muy bien con vuestra tarea de entretener al invitado. ¿Os importaría participar en la conversación?

Madeleine hundió los dedos de su pie en mi tobillo..., justo cuando yo pensaba hacer un intento de aliviar la atmósfera con una broma. Ramona Sprague cogió una pequeña cantidad de comida con su tenedor, y la masticó con delicadeza.

—Señor Bleichert, ¿sabía usted que el bulevar Ramona recibió su nombre de mí? —preguntó.

El rostro de la mujer, que parecía una porcelana a medio cocer, se congeló alrededor de sus palabras; las había pronunciado con una extraña dignidad.

—No, señora Sprague, no lo sabía. Pensé que su nombre venía del desfile.

—Me llamaron así por el desfile —dijo ella—. Cuando Emmett se casó conmigo para obtener el dinero de mi padre, le prometió a mi familia que utilizaría su influencia sobre la Junta de Planificación Ciudadana para que le pusieran mi nombre a una calle, ya que todo su dinero estaba invertido en propiedades inmobiliarias y no podía permitirse el comprarme un anillo de boda. Papá dio por sentado que sería alguna bonita calle residencial pero Emmett sólo pudo conseguir un callejón sin salida en un distrito de mala fama, en Lincoln Heights. ¿Está usted familiarizado con ese vecindario, señor Bleichert?

Había un matiz de furia en su voz, tan reseca y átona como una alfombrilla de bienvenida.

—Crecí allí —dije.

—Entonces sabe que las prostitutas mexicanas se muestran en las ventanas para atraer a la clientela. Bien, después de que Emmett lograra cambiar la calle Rosa-linda para que fuera el bulevar Ramona me llevó a dar una vueltecita por allí. Las prostitutas lo saludaron por su nombre. Algunas incluso tenían apodos anatómicos que darle. Eso me dolió mucho y me hizo entristecer, pero esperé el tiempo suficiente y acabé cobrándome lo que se me debía. Cuando las niñas eran pequeñas yo dirigía mis propios desfiles y mascaradas, delante de nuestra puerta, sobre la hierba. Utilizaba a los niños de los vecinos como extras y representaba episodios sacados del pasado del señor Sprague, episodios que él preferiría olvidar. Que él preferiría...

La cabecera de la mesa fue golpeada con fuerza; los vasos y copas cayeron, los platos tintinearon. Yo clavé la mirada en mi regazo para dar tiempo a que los combatientes familiares recuperaran algo de su dignidad y pude observar que Madeleine estaba apretando la rodilla de su padre con tal fuerza que tenía los dedos de un blanco azulado. Con su otra mano cogió la mía... con una fuerza diez veces superior a la que yo le habría creído capaz de ejercer. A esto siguió un horrible silencio.

—Padre —dijo Ramona Cathcart Sprague por fin—, actuaré para ganarme la cena cuando el alcalde Bowron o el concejal Tucker vengan, pero no lo haré para los fulanos de Madeleine. Un policía, nada menos. ¡Dios mío, Emmett, qué concepto tan bajo tienes de mí!

Oí ruidos de sillas que arañaban el suelo y rodillas que golpeaban la mesa; después el sonido de pasos que se alejaban del comedor; me di cuenta de que mi mano apretaba los dedos de Madeleine formando un puño, igual que cuando llevaba los guantes de boxeo.

—Lo siento, Bucky. Lo siento —murmuraba la chica de la coraza.

Entonces una voz alegre y animada dijo:

—¿Señor Bleichert?

Yo alcé los ojos porque la voz me había parecido feliz y cuerda.

Martha McConville Sprague era quien había hablado y sostenía ante mí una hoja de papel. La cogí con mi mano libre; Martha sonrió y se fue. Madeleine seguía con sus disculpas mientras yo examinaba el dibujo. Éramos nosotros dos, desnudos. Madeleine tenía las piernas abiertas. Yo estaba metido entre ellas, y la roía con unos gigantescos dientes de Bucky Bleichert.

Cogimos el Packard para ir a los hoteluchos de La Brea Sur. Me dediqué a la conducción y Madeleine fue lo bastante lista como para no decir nada hasta que pasamos por delante del estacionamiento de un sitio llamado Hotel Flecha Roja. Entonces dijo:

—Aquí. Es limpio.

Detuve el coche junto a una hilera de automóviles anteriores a la guerra; Madeleine fue a la oficina y volvió con la llave de la habitación número once. Abrió la puerta; yo accioné el interruptor de la pared.

El cuarto estaba pintado en una mortecina tonalidad marrón y apestaba a sus ocupantes anteriores. Oí cómo discutían una venta de droga en la número doce; Madeleine empezaba a parecerse a la caricatura dibujada por su hermana. Alargué la mano hacia el interruptor de la luz para borrarlo todo.

—No, por favor —pidió ella—. Quiero verte.

El trato sobre los narcóticos empezó a convertirse en una pelea a gritos. Vi una radio encima de la cómoda y la conecté; un anuncio de Aerodinámicos Gorton se tragó las irritadas voces. Madeleine se quitó el suéter y, aún de pie, se bajó las medias de nailon; se había quedado en ropa interior antes de que yo empezara a manotear torpemente con mi traje. Le di un tirón a la cremallera y conseguí dejarla medio atascada antes de quitarme los pantalones; cuando me quitaba la correa de la pistolera del hombro rompí una costura de la camisa. Para entonces, Madeleine estaba en la cama, desnuda... y el dibujo de su hermana pequeña se difuminó en la nada.

Un segundo después yo me hallaba desnudo y dos segundos más transcurrieron para que me reuniera con la chica de la coraza. Murmuró algo parecido a: «No odies a mi familia, no son tan malos», y yo le hice callar con un beso salvaje. Ella me lo devolvió; nuestros labios y lenguas jugaron entre ellos hasta que nos vimos obligados a separarnos para respirar. Bajé mis manos hacia sus senos, cubriéndolos, moldeándolos de nuevo; Madeleine, entre jadeos, decía frases medio ininteligibles, como que deseaba compensar lo hecho con los demás Spragues.

Cuanto más la besaba y la tocaba y la probaba, y cuanto más le gustaba, más hablaba en susurros de ellos..., así que la agarré del cabello.

—Ellos no, yo —dije con voy sibilante—. Hazlo por mí, hazlo conmigo.

Madeleine obedeció, y se zambulló entre mis piernas como si pretendiera invertir el dibujo de Martha.

Capturado de ese modo tuve la sensación de que iba a explotar. Aparté a Madeleine para evitarlo.

—Yo, no ellos —murmuré mientras acariciaba su cabello, e intentaba concentrarme en una estúpida musiquilla publicitaria de la radio.

Madeleine me sujetaba con más fuerza de lo que había hecho ninguna chica fácil de los combates; cuando me hube enfriado un poco y estuve preparado, hice que se acostara de espaldas y penetré en ella.

Ya no se trataba de un policía del montón y una chica rica que juega a la fulana. Ahora estábamos juntos, nos arqueábamos, nos movíamos y cambiábamos de postura, sin parar pero con todo el tiempo del mundo. Nos movimos al unísono hasta que los anuncios acabaron y la música bailable y la radio se llenó de estática que subía y bajaba, y en ese cuarto de citas no hubo ningún sonido salvo el producido por nosotros. Entonces terminamos... de forma perfecta, juntos.

Después nos quedamos abrazados, bolsas de sudor atándonos desde la cabeza hasta los pies. Pensé que entraba de servicio menos de cuatro horas después y lancé un gemido; Madeleine rompió nuestro abrazo e imitó mi marca de fábrica, con el relucir de su dentadura.

—Bien —dije con una sonrisa—, has mantenido tu nombre fuera de los periódicos.

—¿Hasta que anunciemos las nupcias Bleichert-Sprague?

Me reí con fuerza.

—A tu madre le encantaría eso.

—Mamá es una hipócrita. Toma las píldoras que le da el doctor, así que no es una adicta. Yo me divierto donde puedo, así que soy una puta. Ella tiene permiso legal, yo no.

—Sí, sí lo tienes. Eres mi... —No pude pronunciar la palabra «puta».

Madeleine me hizo cosquillas en el tórax.

—Dilo. No te comportes como un poli fino. Dilo.

Le sujeté la mano antes de que las cosquillas me dejaran indefenso.

—Eres mi amor, mi cariño, mi adorada, eres la mujer por la cual he suprimido pruebas...

Madeleine me mordió el hombro.

—Soy tu puta —murmuró.

Me reí.

—De acuerdo, eres mi infractora del CP A-234.

—¿Qué es eso?

—La designación que el código penal de California da a la prostitución.

Madeleine enarcó las cejas.

—¿Código penal?

Alcé las manos.

—Ahí me has cogido.

La chica de la coraza se frotó contra mí.

—Me gustas, Bucky.

—Tú también a mí.

—No fue así como empezó la cosa. Di la verdad..., al principio, sólo querías joder conmigo.

—Es cierto.

—Entonces, ¿cuándo empecé a gustarte?

—En cuanto te has quitado la ropa.

—¡Bastardo! ¿Quieres saber cuándo empezaste a gustarme tú?

—Di la verdad.

—Cuando le conté a papá que había conocido a un policía muy simpático, un tal Bucky Bleichert, a él se le aflojó la mandíbula. Quedó impresionado, y Emmett McConville Sprague es un hombre muy difícil de impresionar.

Pensé en la crueldad de aquel hombre hacia su esposa e hice un comentario neutral:

—Es un hombre impresionante.

—Qué diplomático —dijo Madeleine—. Es un escocés hijo de puta duro como el hierro de la cabeza a los pies, pero es un hombre. ¿Sabes cómo ganó su dinero, de verdad?

—¿Cómo?

—Se dedicó a prestar ayuda a los gángsters, y cosas peores. Papá compró los decorados podridos y las fachadas de Mack Sennett y construyó casas con ellos. Tiene sitios donde cualquiera puede esconderse y lugares para la gente con problemas por todo Los Ángeles, a nombre de sociedades falsas. Es amigo de Mickey Cohen. Su gente se encarga de cobrar los alquileres.

Me encogí de hombros.

—Mick es uña y carne con Bowron y con media Junta de Supervisión. ¿Ves mi pistola y mis esposas?

—Sí.

—Cohen las pagó. Puso el dinero necesario para crear un fondo de ayuda a los agentes jóvenes para que se compraran el equipo. Así se hacen buenas relaciones públicas. El recaudador de las tasas municipales nunca comprueba sus libros porque Mick paga la gasolina y el aceite de los coches de toda su gente. Por lo tanto, no puedo decir realmente que me dejes asombrado.

—¿Quieres enterarte de un secreto? —preguntó Madeleine.

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