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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (15 page)

BOOK: La dama azul
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Carlos copió compulsivamente la historia en su cuaderno y añadió en los márgenes algunas apresuradas anotaciones. Aquél era el único pasaje del informe susceptible de ser atribuido a una monja bilocada (de hecho, se mencionaba una, desconocida para Carlos: la madre Luisa de Carrión); pero dejaba abiertas un sinfín de dudas. Sin ir más lejos, ¿cómo podía estar seguro de que el
Memorial
se refería a las presuntas apariciones de la madre Ágreda? ¿No habrían sido las monjitas del convento de Soria demasiado vehementes? Y en caso contrario, ¿dónde había aprendido la buena religiosa «bilocada» a comunicarse con los indios en sus propias lenguas? ¿Era éste otro prodigio —conocido como xenoglosia o don de lenguas, entre los católicos— a sumar al de la bilocación? Pero es que además, ¿no era aquella descripción más parecida a cualquier relato de aparición de la Virgen que a una extravagancia como la bilocación? ¿No apuntalaba esa creencia la afirmación de que aquella mujer predicó a
cada uno
de los indios, como desde siempre han descrito los testigos de las supuestas apariciones de Nuestra Señora?

El asunto iba ganando en interés por momentos. Lástima que la feroz bibliotecaria echase a Carlos apenas tres minutos antes de que el antediluviano reloj del recinto diera las nueve en punto.

—Puede usted seguir mañana, si lo desea —rezongó—. Le apartaré el libro.

No. No será necesario.

Capítulo
19

Lejos de Madrid, un sueño directamente relacionado con aquel
Memorial
, destellaba en la mente de una mujer. Desde fuera sólo se percibía su cuerpo menudo convulsionándose sobre la cama. Desde dentro, todo era distinto. Ella no entendía nada; «sufría» aquellos sueños de manera espontánea, como si formaran parte de una misma historia y «alguien» se los fuera dosificando cada noche, o después de cada ataque epiléptico.

El tercero le preocupó. Sobre todo cuando recordó lo que decían los antiguos de los sueños: que eran los vehículos que usaban las divinidades para comunicarse con los hombres y que servían para manifestar cosas ocultas. Pero ¿qué cosas eran ésas? ¿Y a quién podía interesar un sueño como éste?

Isleta, tarde del 22 de julio de 1629

El tono apremiante de fray Esteban retumbó en los muros del templo. Al principio, ninguno de sus frailes comprendió las repentinas prisas del
Halcón
por determinar si debía atender la extraña petición de aquel indio semiciego, pero pronto quedó claro que la razón de su premura residía en la alusión del «capitán tuerto» a la misteriosa mujer que les había instado a cruzar el desierto. Fray Esteban parecía abrumado, como si hubieran caído sobre su conciencia los mismos fantasmas que obligaran al arzobispo de México a encomendarle la investigación de cualquier «actividad sobrenatural» en la zona.

—¿Le pasa algo, padre?

Fray Bartolomé Romero, solícito como de costumbre, tanteó al
Halcón
.

—No es nada… —contestó fray Esteban, distraído, mientras se quitaba la casulla y la plegaba cuidadosamente—. Simplemente, estaba pensando que si los jumanos salieron hace dos semanas de su poblado, en la región de las Gran Quivira, entonces…

—¿Entonces, qué?

—Entonces, la Dama Azul les ordenó ponerse en camino casi una semana antes de que yo decidiera visitar esta misión. ¿Lo entiende ahora, hermano Bartolomé?

—¿Y de qué se extraña? —interrogó otra voz al
Halcón
—. ¿Acaso es el tiempo, o el conocimiento del futuro, algo que esté vetado a Dios o a la Virgen?

Aquellas palabras dejaron estupefactos a los dos franciscanos. Y es que si, como todo parecía indicar, una misteriosa dama había estado en territorio jumano hacía dos semanas, no debía de ser una mujer corriente. No sólo se había internado en un terreno hostil por naturaleza a la condición femenina, sino que poseía la rara habilidad de adelantarse a los acontecimientos.

—Piensen vuestras paternidades lo que quieran, pero a mí no me extrañaría nada que la dama fuera alguna manifestación de Nuestra Señora, que hasta podría haberles señalado el mejor camino para llegar a nosotros, y haberles protegido durante su travesía.

Nadie replicó a fray Juan, que ni siquiera se detuvo junto a sus hermanos para defender sus argumentos. Sencillamente, dirigió sus pasos hacia la salida de la iglesia para comunicar al «capitán tuerto» que su petición había sido escuchada.

—Extraño tipo, ¿verdad? —susurró fray Bartolomé al oído del padre Esteban, mientras se alejaba su anfitrión.

—El desierto hace estas cosas con las gentes…

Cuando fray Juan de Salas hubo explicado al jefe jumano la decisión de los frailes, el indio cayó de rodillas, y entre sollozos, agradeció al misionero su diligencia. Después, sin despedirse del religioso, corrió al encuentro de sus hombres, que habían acampado a apenas unos cientos de metros de la misión, detrás de la primera línea de casas de adobe.

También ellos acogieron la noticia con alborozo. No obstante, ni siquiera fray Juan se dio cuenta de que la razón de su contento iba más allá de su éxito diplomático: la consideración de los frailes confirmaba los augurios que les hiciera la Dama Azul en las jornadas precedentes, y les reafirmaba en su creencia de haber encontrado a una «mujer de poder». A fin de cuentas, tal como ella vaticinara, había más padres en la misión de San Antonio de Padua en aquel momento y cabía la posibilidad de que pudieran regresar al Reino de la Gran Quivira acompañados por algunos de ellos…

Siguiendo órdenes precisas, poco después de las 13.30 (hora solar), los franciscanos se dieron cita en un improvisado refectorio, primorosamente organizado por los tiwas en la trastienda de la misión.

El rancho iba a ser el de costumbre: judías cocidas con sal, una generosa mazorca de maíz hervida y algunas nueces de postre. Todo acompañado de agua y media docena de hogazas de pan de centeno recién horneadas.

Dos minutos más tarde, tras la bendición de los alimentos, el
Halcón
tomó la palabra.

—Como todos sabrán, esta mañana un grupo de indios jumanos, o «rayados», ha llegado a las puertas de esta misión. Nos han pedido ayuda para que llevemos el Evangelio a su pueblo.

Fray Esteban tosió levemente.

—Nos corresponde determinar qué debemos hacer —continuó—. O bien permanecemos unidos hasta nuestro regreso a Santa Fe, o comenzamos a asignar misioneros a otras regiones como la Jumana. —Y añadió—: Por supuesto, la decisión depende del interés que tengan ustedes por comenzar a predicar sin más dilaciones. Estoy abierto a cualquier comentario.

Los frailes se miraron unos a otros y comenzaron a murmurar entre sí. La propuesta de disolver la unidad de su pequeña expedición les había pillado desprevenidos. Y aunque sabían que antes o después algo así tendría lugar, no pensaban que la asignación fuera a llegar tan pronto.

—¿Y bien? —insistió el
Halcón
.

Fray Francisco de Letrado, un orondo sacerdote de Talavera de la Reina, fue el primero en pedir la palabra. Se levantó con cierta solemnidad, y entonó un discurso apocalíptico. Según él, todos aquellos «cuentos de indios» no podían ser sino obra del demonio, que buscaba dispersar a los predicadores enviándolos a regiones remotas con escasas garantías de éxito y con muy pocas posibilidades de poder regresar vivos de su empeño. «Divide y vencerás», bramaba. Por el contrario, fray Bartolomé Romero o fray Juan Ramírez fueron más benignos con las intenciones de los jumanos y apostaron por una rápida evangelización de las tierras de aquellos «indios rayados». Ellos creían que las alusiones del «capitán tuerto» a una luz en el cielo daban verosimilitud a su relato, ya que lo hacían similar a algunas apariciones célebres de Nuestra Señora que también estuvieron acompañadas de peculiares brillos celestiales. Además, había que aprovechar los vientos favorables de la Sagrada Providencia, a lo que algunos asintieron.

Finalmente, otros, como los frailes Roque de Figueredo, Agustín de Cuéllar o Francisco de la Madre de Dios, no se dignaron abrir la boca para terciar en aquel asunto.

—Está bien, hermanos —el
Halcón
tomó de nuevo la palabra—, puesto que existe tanta diversidad de criterios bueno será que interroguemos a alguno de los indios que haya visto a esta señora…

Un gesto de aprobación general recorrió, entre murmullos, toda la mesa.

—… Fray Juan de Salas nos hará de traductor, ¿verdad, padre?

—Naturalmente —asintió el aludido y, solícito, se levantó y fue en busca del «capitán tuerto» y de alguno de los guerreros que hubieran sido testigos de la aparición. Su «investigación» fue breve; le bastó acercarse al campamento jumano y exponer su demanda para que se ofrecieran varios voluntarios.

Tras observarlos detenidamente, fray Juan seleccionó uno al que llamaban Sakmo, que quiere decir «el del prado verde». Era un hombre de aspecto recio y piernas anchas como un roble. Le eligió por sus ojos cristalinos («unos ojos así, no pueden mentir», pensó), y tras tomarlo del brazo, lo arrastró fuera del campamento.

Cuando unos minutos más tarde los tres estuvieron de regreso, Sakmo se hincó de rodillas y besó el borde del hábito al monje que tenía más cerca.


Pater
… —susurró.

Aquello maravilló a todos. ¿Quién le había enseñado modales a aquel salvaje?, pensaron. Tras la reverencia, el indio se levantó del suelo y permaneció de pie frente a la mesa.

—¿Es éste el testigo que buscamos? —tronó una voz al fondo del refectorio.

El mismo jumano, un mozo de unos veinticinco años, de oscura melena, piel aceitunada, pómulos sobresalientes, casi tallados a cincel, y sonrisa limpia, bajó la cabeza como si asintiera a la duda formulada por aquella voz autoritaria.

Fray Esteban se levantó de la cabecera de la mesa, observó atentamente al «capitán tuerto» y al testigo, y desde su posición comenzó el interrogatorio en voz alta, para que todos pudieran oírle.

—¿Cuál es tu nombre?

—«El hombre del prado verde» —tradujo el padre Salas.

—¿De dónde vienes?

—De la Gran Quivira, una región de amplios valles y profundas gargantas, situada a casi tres semanas a pie de aquí.

—¿Sabes por qué te hemos llamado?

—Creo que sí —murmuró en un tono de voz más suave.

—Nos han dicho que viste con tus propios ojos a la mujer que os ordenó acercaros hasta nosotros. Y nos han dicho también que ella misma os instruyó para que nos pidieseis el bautismo, ¿es eso cierto? Sakmo miró al «capitán tuerto» como si esperara que éste le diera su consentimiento para hablar. El viejo se lo concedió con un movimiento de cabeza.

—Sí, es cierto. La he visto varias veces en la embocadura de un cañón que llamamos de la Serpiente, donde nos ha hablado siempre con voz amable y cálida.

—¿Siempre? ¿Desde cuándo?

—Desde hace muchas lunas. Yo sólo era un niño cuando empecé a escuchar relatos de guerreros que la habían visto. Pude encontrarme con ella por primera vez cuando cumplí los dieciocho años.

—¿En qué lengua os habló?

—En
tanoan
, señor. Pero si tuviera que decirle cómo, no sabría explicárselo. En ningún momento movió la boca. La tuvo siempre cerrada, pero otros cazadores y yo la hemos escuchado y entendido perfectamente.

—¿Cómo se os aparece?

—Siempre de la "misma forma: al caer la noche, unos extraños relámpagos caen sobre ese cañón. Entonces, escuchamos una agitación en el aire parecida al ruido de las serpientes de cascabel o al de los remolinos del río cuando el agua gira en espiral, y vemos cómo un camino de luz cae del cielo… Después, llega el silencio.

—¿Un camino de luz?

—Es como si un sendero se abriera paso en la oscuridad. Por ahí desciende esa mujer, que no es una chamana del pueblo, ni una Madre del Maíz… No sé quién es.

—¿Y cómo es ella?

—Es joven y hermosa. No se le ve el cabello ni las orejas, pero sí unos ojos grandes y negros. Tiene la piel blanca como la leche, como si nunca le hubiera dado el sol.

—¿Lleva algo consigo?

—Sí, señor. En su mano derecha sostiene a veces una cruz, pero no como las de madera que ustedes llevan colgadas, sino más hermosa, pulida, y toda de color negro. En otras ocasiones también lleva un amuleto colgado del cuello. No es de turquesa, ni tampoco de hueso o madera. Es del color de los rayos de la luna.

Fray Esteban iba tomando nota tratando de ordenar las características esenciales que configuraran el retrato de aquella misteriosa mujer. Tras apuntar las últimas palabras del indio, prosiguió implacable con sus cuestiones.

—Dígame, ¿cómo vio por primera vez a esta mujer en el cañón de la Serpiente?

El indio clavó sus ojos en el franciscano.

—Estábamos cinco muchachos destinados a vigilar un ritual sagrado en una de nuestras kivas, apostados de noche cerca de un arroyo, velando porque nadie molestara al chamán. De repente, la noche se hizo día y, delante de nosotros, apareció esta mujer. Nos contó que venía de muy lejos y que nos traía buenas noticias. Luego llegó Gran Walpi, nuestro jefe de clan, y nos habló a todos de cómo un hombre-dios había muerto por la salvación de los espíritus de todas las tribus del mundo, y nos anunció que algún día, no muy lejano en el tiempo, otros hombres del mismo color de piel que ella llegarían hasta aquí para traernos esa misma noticia. Nos dijo también que ella era sólo una avanzadilla y que estaba allí gracias a las poderosas artes de ese hombre-dios…

—¿Nunca dijo su nombre?

—No.

—¿Ni tampoco el del hombre-dios?

—No.

—¿Ni del lugar del que venía?

—Tampoco.

—¿Cuál fue el veredicto del jefe del clan?

—Lo ignoro. Gran Walpi abandonó el poblado dos lunas después.

—Algo más. ¿Os dijo aquella mujer algo acerca de que ese hombre-dios fuera hijo suyo?

—No. —Varios frailes se removieron en sus asientos y comenzaron a hablar entre sí en voz baja.

—¿Os llamó la atención alguna otra cosa de ella? —prosiguió el
Halcón
.

—Sí. Alrededor de la cintura llevaba, por debajo de las ropas, una cuerda igual a la que llevan ustedes…

Aquello terminó de enfervorecer a los frailes. ¡Una cuerda franciscana! «¿Qué clase de prodigio era aquel?»

El
Halcón
exigió silencio.

—¿Llegó usted a tocar a esta Dama?

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