La dama del lago (21 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
13.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Te lo prometo.

—Entonces, adiós.

—Espera. —Geralt dio la vuelta al caballo, se acercó mucho a Pegaso, a escondidas sacó del seno una carta—. Haz que esta carta le llegue...

—¿A Fringilla Vigo?

—No. A Dijkstra.

—¿Pero qué dices, Geralt? ¿Y cómo he de hacer esto, si puede saberse?

—Encuentra el modo. Sé que eres capaz. Y ahora adiós. Date el piro, viejo tonto.

—Date el piro, amigo. Os estaré mirando.

Le siguieron con la mirada cuando se iba, vieron cómo avanzaba al paso en dirección a Beauclair.

El cielo oscurecía.

—Reynart. —El brujo se giró en la silla—. Ven con nosotros.

—No, Geralt —respondió al cabo Reynart de Bois-Fresnes—. Yo soy un caballero andante. Pero no estoy loco.

*****

En la gran sala de las columnas del castillo de Montecalvo reinaba una excitación extraordinaria. A las sutiles penumbras de los candelabros que de costumbre dominaban allí las sustituía aquel día la claridad lechosa de una gran pantalla mágica. La imagen en la pantalla temblaba, se agitaba, desaparecía, potenciando la excitación y la tensión. Y el nerviosismo.

—Ja —dijo Filippa Eilhart, con una sonrisa lobuna—. Una pena que no pueda estar allí. Me haría bien un poco de acción. Y algo de adrenalina.

Sheala de Tancarville la miró con aire severo, no dijo nada. Francesca Findabair e Ida Emean estabilizaron la imagen a base de hechizos, la aumentaron de tal modo que ocupó toda una pared. Se veían claramente las negras cimas de unas montañas al fondo de un cielo granate, las estrellas que se reflejaban en la superficie de un lago, la oscura y granítica mole de un castillo.

—Sigo sin estar segura —intervino Sheala— de si no ha sido un error el haber confiado el mando del grupo de ataque a Sabrina y a la joven Metz. A Keira le quebraron las costillas en Thanedd, puede que quiera vengarse. Y Sabrina... En fin, demasiado le gustan la acción y la adrenalina. ¿No es verdad, Filippa?

—Ya hemos hablado acerca de ello —le cortó Filippa, y tenía la voz agria como zumo de cerezas—. Establecimos lo que había que establecer. Nadie resultaría muerto si no fuera absolutamente necesario. El grupo de Sabrina y Keira entraría en Rhys-Rhun calladitas como ratones, de puntillas, sin decir ni pío. Tomarían vivo a Vilgefortz, sin un arañazo, sin un cardenal. Lo establecimos. Aunque yo siga pensando que habría que dar ejemplo. Para que aquellos pocos que allí, en el castillo, sobrevivan a esta noche, se despierten hasta el fin de sus días gritando cuando sueñen con esta noche.

—La venganza —dijo severa la hechicera de Kovir— es el placer de las mentes míseras, débiles y mezquinas.

—Puede ser —accedió Filippa con una sonrisa en apariencia indiferente—. Mas no deja de ser un placer.

—Basta ya. —Margarita Laux-Antille alzó una copa de vino espumoso—. Propongo beber a la salud de doña Fringilla Vigo, gracias a cuyos esfuerzos se ha conseguido descubrir el escondrijo de Vilgefortz. Cierto, doña Fringilla, un trabajo de primera.

Fringilla hizo una reverencia, respondiendo al brindis. En los ojos negros de Filippa distinguió algo como una burla, en la mirada azulada de Triss Merigold había odio. No logró descifrar las sonrisas de Francesca y de Sheala.

—Comienzan —dijo Assire var Anahid, señalando la visión mágica. Se sentaron más cómodamente. Para ver mejor, Filippa redujo la luz con un hechizo. Vieron cómo se separaban de la roca unas negras formas, rápidas y borrosas como murciélagos. Cómo con un vuelo rasante caían sobre los adarves y las albardillas del castillo de Rhys-Rhun.

—Hace lo menos un siglo —murmuró Filippa— que no tengo una escoba entre las piernas. Pronto me olvidaré de cómo se vuela.

Sheala, con los ojos clavados en la visión, la hizo callarse con un susurro impaciente. En las ventanas del oscuro complejo del castillo brilló un corto fuego. Una, dos, tres veces. Sabían lo que era. Las puertas y portazgos cerrados se deshacían en astillas ante el golpe de bolas de rayos.

—Están dentro —intervino en voz baja Assire var Anahid, la única que no observaba la imagen en la pared, sino que miraba la bola de cristal que yacía sobre la mesa—. El grupo de asalto está en el centro. Pero algo no está bien. No es como debiera ser...

Fringilla sintió cómo la sangre se le retiraba del corazón. Ella ya sabía qué es lo que no era como debiera ser.

—La señora Glevissig —murmuró de nuevo Assire— está abriendo un comunicador directo.

De pronto el espacio entre las columnas de la sala brilló, en el óvalo que se materializó vieron el rostro de Sabrina Glevissig vestida de hombre, con los cabellos sujetos en la frente con una tira de algodón, con el rostro ennegrecido por unas franjas de pintura de camuflaje. A espaldas de la hechicera se veían unas sucias paredes de piedra, sobre ellas unos jirones de harapos que alguna vez fueran tapices. Sabrina estiró hacia ellas una mano enguantada de la que colgaban largas tiras de telarañas.

—¡Sólo de esto —dijo gesticulando violentamente— hay aquí a tupa! ¡Sólo de esto!

Maldita sea, qué estupidez... Qué vergüenza...

—¡Más sistemáticamente, Sabrina!

—¿Qué más sistemáticamente? —gritó la maga de Kaedwen—. ¿Qué se puede decir aquí más sistemáticamente? ¿No lo veis? ¡Éste es el castillo de Rhys-Rhun! ¡Está vacío! ¡Vacío y sucio! ¡Es una puta ruina vacía! ¡No hay nada aquí! ¡Nada!

De detrás de los hombros de Sabrina apareció Keira Metz, con un maquillaje en el rostro que la hacía parecer un diablo surgido del infierno.

—En este castillo —dijo con serenidad— no hay nadie ni lo ha habido. Desde hace unos cincuenta años. Desde hace unos cincuenta años no ha habido aquí ni un alma, si no contamos arañas, ratas y murciélagos. Hemos asaltado un lugar absolutamente equivocado.

—¿Habéis comprobado que no sea una ilusión?

—¿Nos tienes por crías, Filippa?

—Escuchad las dos. —Filippa Eilhart se peinó nerviosamente los cabellos con los dedos—. A los esbirros y a las adeptas les diréis que se trataba de un ejercicio. Pagadlos y volved. Volved de inmediato. Y con buena cara, ¿habéis oído? ¡Poned buena cara!

El comunicador oval se apagó. Sólo quedó una imagen en la pared oscura. El castillo de Rhys-Rhun sobre el fondo de un cielo negro y vibrante de estrellas. Y un lago en el que se reflejaban las estrellas. Fringilla Vigo miró a la tabla de la mesa. Percibió cómo la sangre que le palpitaba le iba a enrojecer en un instante las mejillas.

—Yo... de verdad —dijo al fin, sin poder soportar el silencio que reinaba en la sala de columnas del castillo de Montecalvo—. Yo... de verdad no entiendo...

—Pues yo sí —dijo Triss Merigold.

—Ese castillo... —dijo Filippa, que estaba absorta en sus pensamientos sin prestar atención alguna a sus colegas—. Ese castillo... Rhys-Rhun... Habrá que destruirlo. Convertirlo concienzudamente en ruinas. Y cuando se comiencen a crear leyendas y cuentos acerca de todo este asunto, habrá que someterlos a una estricta censura. ¿Entienden las señoras a qué me refiero?

—Muy bien —afirmó con la cabeza la hasta entonces muda Francesca Findabair. Ida Emean, igualmente silenciosa, se permitió un bufido bastante ambiguo.

—Yo... —Fringilla Vigo seguía como embotada—. Yo de verdad no entiendo... Cómo pudo pasar esto...

—Oh —dijo al cabo de un largo silencio Sheala de Tancarville—. No es nada, señora Vigo. Nadie es perfecto.

Filippa resopló por lo bajo. Assire var Anahid suspiró y alzó los ojos al techo.

—Al fin y al cabo —añadió Sheala, abriendo los labios en una sonrisa—, a cada una de nosotras ya le ha pasado alguna vez. A cada una de las que aquí estamos sentadas ya nos ha engañado, utilizado y dejado en ridículo alguna vez un hombre.

Capítulo 5

«Ich liebe dich, mich reizt deine schone Gestalt; Und bist du nicht willig, so brauch' ich Gewalth «Mein Vater, mein Vater, jetzt fasst er mich an, Erlkónig hat mir Leids getanh

Johann Wolfgang Goethe

*****

Todo ya ha sido alguna vez, todo ya ha pasado alguna vez. Y todo ya ha sido descrito alguna vez.

Vysogota de Corvo

*****

El mediodía cayó tórrido y sofocante sobre el bosque, la superficie del lago, oscura como el jade poco antes, lanzaba un intenso resplandor dorado. Ciri tuvo que cubrirse los ojos con la mano: el brillo del sol, reflejado en las aguas, la cegaba y le hacía daño en las pupilas y en las sienes.

Atravesó los matorrales que crecían en la orilla y obligó a Kelpa a adentrarse en el lago, hasta que el agua le llegó a la yegua por encima de las rodillas. El agua era tan cristalina que, incluso desde la altura de la silla, Ciri podía ver en la sombra del caballo el colorido mosaico del fondo, las algas, las conchas de las náyades y las ondulantes algas plumosas. Vio un pequeño cangrejo que se movía muy digno entre los guijarros. La yegua relinchó. Ciri tiró de las riendas y la sacó del agua. Pero no la llevó por la orilla, que era arenosa y con muchas piedras, lo que impedía una rápida cabalgada. Condujo a la yegua justo por el borde del agua, para que pudiera pisar en la dura grava del fondo. Y casi de inmediato se puso al trote, algo que a Kelpa se le daba tan bien como a una genuina trotadora que estuviera acostumbrada, más que a ser montada, a tirar de briscas y landos. Pero Ciri no tardó en comprobar que, de todos modos, aquel trote resultaba demasiado lento. A base de taconazos y de gritos, obligó a la yegua a galopar. Y echaron á correr, haciendo a su paso que el agua salpicara en todas direcciones, brillando al sol como gotas de plata fundida.

No aflojó el paso ni al divisar la torre. En la respiración de Kelpa no se sentían jadeos, y su galope seguía siendo ligero y natural.

Irrumpió en el patio a toda velocidad, armando un gran estruendo con los cascos, frenó a la yegua bruscamente, de modo que, por unos instantes, las herraduras resbalaron en las baldosas con un prolongado chirrido. Se detuvo justo delante de las elfas que la esperaban al pie de la torre. En sus mismísimas narices. Se sintió satisfecha, pues dos de ellas, habitualmente frías e impávidas, retrocedieron ahora sin querer.

—No os asustéis —dijo con sorna—. ¡No pensaba arrollaros! Aunque ya me gustaría.

Las elfas recobraron el control de inmediato: una sensación de calma volvió a extenderse por sus rostros, una indolente dejadez regresó a sus ojos. Ciri desmontó de un salto, o más bien de un vuelo. Su mirada era desafiante.

—Bravo —dijo un elfo de cabellos claros y rostro triangular, surgiendo de la sombra que había bajo el arco—. Bonito espectáculo, Loc'hlaith.

La otra vez la había saludado del mismo modo. Cuando ella entró en la Torre de la Golondrina y se encontró en medio de una primavera floreciente. Pero hacía mucho de ello, y esas cosas a Ciri ya no le producían ninguna impresión.

—Yo no soy la Dama del Lago —protestó—. ¡Yo aquí estoy presa! ¡Y vosotros sois mis carceleros! Vamos a llamar a las cosas por su nombre... Si eres tan amable... —Le pasó las riendas a una de las elfas—. Hay que lavar al caballo. Y darle de beber, cuando se enfríe. ¡Hay que ocuparse de él, vaya!

El elfo rubio sonrió levemente.

—Tienes mucha razón —comentó, viendo cómo las elfas se llevaban a la yegua a la cuadra sin rechistar—. Tú eres aquí una prisionera maltratada y ellas unas crueles carceleras. No hay más que verlo.

—¡Tienen lo que se merecen! —Se puso en jarras, levantó la cara en un gesto altanero y le miró fijamente a los ojos, de un color azul muy claro, como aguamarinas, y muy dulces—. ¡Las trato como ellas me tratan a mí! Y una prisión es una prisión.

—Me has dejado perplejo, Loc'hlaith.

—Y tú a mí me tratas como a una idiota. Y ni siquiera te has presentado.

—Disculpa. Soy Crevan Espane aep Caomhan Macha. Soy un Aen Saevherne, si es que sabes lo que quiere decir.

—Sí que lo sé. —No le dio tiempo a disimular su admiración—. Los sabios. Los magos de los elfos.

—También se nos puede llamar así. Para mayor comodidad utilizo el alias de Avallacli, y puedes dirigirte a mí por este nombre.

—¿Y quién te ha dicho —Ciri frunció el ceño— que tengo intención de dirigirme a ti? Sabio o no, tú eres el carcelero, y yo...

—La prisionera —completó en tono sarcástico—. Ya me lo has dicho. Y, por si fuera poco, una prisionera maltratada. Sin duda, se te obliga a pasear por los alrededores; te han castigado a cargar con la espada, así como a llevar esas ropas elegantes y caras, mucho más bonitas y limpias que las que tú traías. Pero, pese a las espantosas condiciones que tienes que soportar, tú no te rindes. Con tus brusquedades te desquitas de las ofensas sufridas. También te dedicas a romper con gran coraje y ardor unos espejos que son verdaderas obras de arte. —La muchacha se ruborizó. Estaba enojada consigo misma—. Muy bien —prosiguió el elfo—. Puedes romper todo lo que te venga en gana, al fin y al cabo no son más que objetos. ¿Qué más da que tengan setecientos años de existencia? ¿Te apetece venir conmigo a dar un paseo por la orilla del lago?

Se había levantado el viento, y eso aliviaba un tanto el bochorno. Además, los altos árboles y la torre daban sombra. El agua de la bahía tenía un color verde turbio; los abundantes nenúfares que adornaban su superficie, con sus flores amarillas, hacían que pareciera una pradera. Las gallinetas, graznando y meneando sus picos rojos, giraban con rapidez entre las hojas.

—Aquel espejo... —balbuceó Ciri, clavando los tacones en la grava mojada—. Te pido disculpas. Me puse hecha una furia. Eso fue todo.

—Ah.

—Ellas me desprecian. Esas elfas. Cuando me dirijo a ellas, hacen como que no me entienden. Y cuando son ellas las que me hablan, procuran que no las entienda. Todo con tal de humillarme.

—Hablas perfectamente nuestra lengua. Sin embargo —le explicó con calma—, no deja de ser una lengua extranjera para ti. Aparte de eso, tú usas la hen llinge, y ellas la ellylon. No es que haya grandes diferencias, pero hay diferencias.

—A ti sí te entiendo. Cada palabra.

—Cuando hablo contigo, uso la hen llinge. La lengua de los elfos de tu mundo.

—¿Y tú? —Se dio la vuelta—. ¿De qué mundo eres? No soy una cría. De noche basta con mirar hacia lo alto. No se ve ni una sola constelación de las que conozco. Este mundo no es el mío. Éste no es mi sitio. He llegado hasta aquí por azar... Y quiero salir de aquí. Marcharme. —Se agachó, cogió una piedra e hizo ademán de arrojarla al lago a lo loco, hacia las gallinetas que surcaban las aguas. Pero la mirada del elfo la hizo renunciar—. No me da tiempo a recorrer una legua —siguió diciendo, sin disimular su disgusto—, cuando ya estoy en la orilla del lago. Y veo esta torre. Da igual en qué dirección vaya: en cuanto me doy la vuelta, ahí están siempre el lago y la torre. Siempre. No hay manera de alejarse de aquí. Por eso es una prisión. Es peor que un calabozo, peor que una mazmorra, peor que un cuarto con barrotes en las ventanas. ¿Sabes por qué? Porque es más humillante. En ellylon o en lo que sea, me da mucha rabia cada vez que se burlan de mí y me muestran su desprecio. Sí, sí, no pongas esa cara. Tú también me has despreciado, tú también te has reído de mí. ¿Y te extraña que esté enfadada?

Other books

An Angel's Ascent by Christina Worrell
My Life as a Quant by Emanuel Derman
Shades of Atlantis by Carol Oates
Real Vampires Live Large by Gerry Bartlett
The Curse of the Pharaohs by Elizabeth Peters
Sliding Scales by Alan Dean Foster
Breaking Stalin's Nose by Eugene Yelchin
The Guardian by Robbie Cheuvront and Erik Reed