La dama del lago (77 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
8.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante un instante se miraron el uno al otro en silencio, al cabo de lo cual la muchacha espoleó a la yegua y se acercó. Kelpa bajó la testa, intentó alcanzar al brujo con sus dientes, pero Ciri la detuvo con un seco tirón de las riendas.

—Así que hoy —habló la brujilla, sin desmontar—. Hoy, Geralt.

—Hoy —confirmó él al tiempo que se apoyaba en la pared.

—Me alegro —dijo ella insegura—. Pienso... No, estoy segura de que vais a ser felices y me alegro de que...

—Desmonta, Ciri. Vamos a hablar.

La muchacha agitó la cabeza, echándose los cabellos para atrás, detrás de la oreja. Geralt vio durante un momento la larga y fea cicatriz en su mejilla, recuerdo de aquellos días terribles. Ciri había dejado que sus cabellos le crecieran hasta los hombros y los peinaba de tal modo que escondían la herida, pero se olvidaba a menudo de ello.

—Me voy, Geralt —dijo—. En cuanto termine la ceremonia.

—Desmonta, Ciri.

La brujilla saltó de la silla, se sentó al lado. Geralt la abrazó. Ciri apoyó la cabeza contra su hombro.

—Me voy —repitió ella. Él guardó silencio. Las palabras le venían a los labios, pero no había entre aquellas palabras ninguna que pudiera considerar adecuada. Necesaria. Siguió callado.

—Sé lo que piensas —dijo ella despacio—. Piensas que estoy huyendo. Tienes razón.

Él guardaba silencio. Lo sabía.

—Por fin, después de tantos años, os tenéis el uno al otro. Yen y tú. Os merecéis la felicidad, el reposo. Una casa. Pero a mí todo esto me da miedo. Por eso... huyo.

Él guardó silencio. Pensó en sus propias huidas.

—Me voy en cuanto acabe la fiesta —repitió Ciri—. Quiero ver de nuevo las estrellas sobre el camino, quiero silbar por la noche las baladas de Jaskier. Y deseo la lucha, el baile con la espada, deseo el riesgo, deseo el placer que produce la victoria. Y deseo la soledad. ¿Me comprendes?

—Por supuesto que te entiendo, Ciri. Eres mi hija, eres una bruja. Haces lo que tienes que hacer. Pero algo tengo que decirte. Una sola cosa. No escaparás aunque te vayas.

—Lo sé. —Se apretó más fuerte contra él—. Todo el tiempo albergo todavía la esperanza de que algún día... Si espero, si tengo paciencia, también para mí amanecerá un día tan hermoso... Un día tan hermoso... Aunque...

—¿Qué, Ciri?

—Nunca fui guapa. Y con esta cicatriz...

—Ciri —le interrumpió—. Eres la muchacha más hermosa del mundo. Después de Yen, ha de entenderse.

—Oh, Geralt...

—Si no me crees, pregunta a Jaskier.

—Oh, Geralt.

—¿Adonde...?

—Al sur —le interrumpió de inmediato, volviendo el rostro—. El país todavía está humeante después de la guerra, hace falta reconstruir, la gente lucha por resistir. Necesitan cuidado y defensa. Serviré para algo. Y aún queda el desierto de Korath... Y Nilfgaard. Tengo allí mis cuentas. Tenemos allí nuestras cuentas que saldar, Gveir y yo...

Se quedó callada, su rostro se petrificó, sus ojos verdes se entrecerraron, los labios se fruncieron en una fea mueca. Lo recuerdo, pensó Geralt, lo recuerdo. Sí, allí, en las escaleras resbaladizas por la sangre del castillo de Rhys-Run, donde lucharon hombro con hombro, él y ella, el Lobo y la Gata, dos máquinas de dar muerte, inhumanas en su rapidez y crueldad porque los habían arrastrado hasta el final, enloquecidos, apoyados contra la pared. Sí, entonces los nilfgaardianos retrocedieron, llenos de miedo, ante el brillo y el silbido de sus hojas, y ellos fueron bajando despacio, hacia abajo por las escaleras del castillo de Rhys-Run, húmedas de sangre. Bajaron apoyados el uno en el otro, unidos, y delante de ellos caminaba la muerte, la muerte en forma de dos blancas hojas de espada. El frío y tranquilo Lobo y la loca Gata. El brillo de las hojas, el grito, la sangre, la muerte... Sí, entonces... Entonces...

Ciri volvió a echarse los cabellos hacia atrás y entre sus mechones cenicientos brilló la nívea blancura de la ancha banda de su sien.

Entonces se le volvieron blancos los cabellos a la muchacha.

—Tengo allí mis cuentas que saldar —siseó Ciri—. Por Mistle. Por mi Mistle. La vengué, pero no basta con una sola muerte para pagar por Mistle.

Bonhart, pensó él. Ella lo mató, llena de odio. Oh, Ciri, Ciri. Estás al borde del abismo, hijita mía. Por tu Mistle no bastan mil muertes. Guárdate del odio, Ciri, el odio te devora como un cáncer.

—Cuida de ti —susurró él.

—Prefiero cuidar de otros —sonrió maligna—. Es mejor a la larga.

Ya no la veré nunca más, pensó Geralt. Si se va, ya no la veré nunca más.

—Me verás —dijo y sonrió, y fue aquella una sonrisa de hechicera, no de bruja—. Me verás, Geralt.

Se alzó de pronto, alta y delgada como un muchacho, ágil como una bailarina. Se subió de un salto a la silla.

—¡Yaaa, Kelpa!

De bajo los cascos de la yegua saltaron chispas que lanzaban las herraduras.

Jaskier salió de detrás de la pared, con el laúd al hombro, sujetando en las manos dos enormes jarras de cerveza.

—Aquí tienes, bebe —dijo, sentándose al lado—. Te hará bien.

—¿De verdad? Yennefer me prometió que si llega a notar que...

—Pues masticas un poco de perejil. Bebe, calzonazos.

Durante un largo rato estuvieron sentados en silencio, tomando lentos tragos de las jarras. Por fin, Jaskier suspiró.

—Ciri se va, ¿no es cierto?

—Sí.

—Lo sabía. Escucha, Geralt...

—No digas nada, Jaskier.

—Vale.

Callaron de nuevo. Un agradable aroma a carne asada sazonada

con mucho enebro les llegaba desde la cocina.

—Algo termina —dijo Geralt con esfuerzo—. Algo termina, Jaskier.

—No —negó el poeta con seriedad—. Algo comienza.

IX

La tarde fluyó bajo el signo de un llanto general. Comenzó a causa del elixir de belleza. El elixir, y más concretamente la crema, llamada feenglanc, y en la Antigua Lengua glamarye, usada con propiedad era capaz de acrecentar la belleza de forma asombrosa. Las señoras hospedadas en el castillo apremiaron a Triss Merigold y ésta preparó una gran cantidad de glamarye, después de lo cual las señoras se aprestaron al uso de los cosméticos. De las puertas cerradas de una habitación salían los sollozos de Cirilla, Mona, Eithne y Lola, a las que se había prohibido usar el glamarye; el honor de usarlo recaería solamente en la dríada mayor, Morenn. La que más gritaba era Lola.

Un piso más abajo gritaba Lily, la hija de Dainty Biberveldt, porque resultaba que el glamarye, como la mayor parte de los hechizos, no hacía efecto sobre los medianos. En el jardín, entre las endrinas, lloriqueaba la médium de género femenino, que no había sabido que el glamarye produce una sobriedad repentina y los fenómenos que la acompañan; entre otros, una profunda melancolía.

En el ala occidental del castillo gritaba Anica, la hija del alcalde Caldemeyn, que no había sabido que el glamarye hay que ponérselo bajo los ojos, comió su parte y le entró cagalera. Ciri aceptó su porción de glamarye y frotó con ella a Kelpa.

Lloraron también las sacerdotisas Iola y Eurneid, puesto que Yennefer decididamente rechazó ponerse el vestido de boda blanco que habían cosido. No ayudó la intervención de Nenneke. Yennefer maldijo, lanzó aparatos y hechizos, repitiendo que de blanco tenía el aspecto de una puta virgen. Nenneke, nerviosa, comenzó también a gritar, acusando a la hechicera de comportarse peor que tres putas vírgenes a la vez. En respuesta, Yennefer hizo aparecer un rayo globular y destrozó el tejado de la torre de la esquina, lo que al fin y al cabo tuvo su lado bueno: el estruendo fue tan terrible que a la hija de Caldemeyn le dio un shock y se le pasó la cagalera.

De nuevo se vio a Triss Merigold y al brujo Eskel de Kaer Morhen, tiernamente abrazados, perderse a hurtadillas en el cenador del parque. Esta vez no hubo dudas de que eran ellos en persona, puesto que el doppler Tellico bebía cerveza en compañía de Jaskier, Dainty Biberveldt y el dragón Villentretenmerth.

Pese a los denodados esfuerzos realizados, no se encontró al gnomo que decía llamarse Schuttenbach.

X

—Yen...

Tenía un aspecto encantador. Los rizos negros, ondulantes, sujetos con una pequeña diadema de oro, caían como una brillante cascada sobre los hombros y el alto cuello de un largo vestido de blanco brocado con mangas abombadas negras y encajes mantenidos en su sitio por una incontable cantidad de tiras de lilas y colgaduras.

—Las flores, no olvidéis las flores —dijo Triss Merigold, vestida toda de profundo azul celeste al tiempo que le daba a la novia un ramo de rosas blancas—. Oh, Yen, me alegro tanto...

—Triss, querida —sollozó inesperadamente Yennefer, después de lo cual ambas hechiceras se abrazaron con cuidado y besaron el aire junto a las orejas y los pendientes de brillantes.

—Basta de tanta terneza —dijo Nenneke, mientras se alisaba la falda de su traje de sacerdotisa blanco como la nieve—. Vamos a la capilla. Iola, Eurneid, sujetadle el traje porque se va a rozar con las escaleras.

Yennefer se acercó a Geralt, con una mano dentro de un guante de encaje le arregló el cuello de un jubón negro galonado de plata. El brujo le tendió la mano.

—Geralt —le susurró junto a la oreja—, todavía no puedo creérmelo...

—Yen —le contestó él—, te quiero.

—Lo sé.

XI

—¿Dónde, maldita sea, está Herwig?

—No tengo ni idea —dijo Jaskier, limpiándose la hebilla con la manga de su jubón a la moda de color brezo—. ¿Y dónde está Ciri?

—No lo sé. —Yennefer frunció el ceño y arrugó la nariz—. Anda que no apestas a perejil, Jaskier. ¿Te has hecho vegetariano?

Los invitados se iban reuniendo, llenaban poco a poco la enorme capilla. Agloval, vestido de negro ceremonial, llevaba del brazo a Sh'eenaz, que iba de blanco seledina. Junto a ella daban grandes pasos una bandada de medianos vestidos de bronce, beis y ocres, Yarpen Zigrin y el dragón Villentretenmerth, ambos de centelleante color dorado, Zywiecki y Dorregaray en tonos violetas, los legados reales de colores heráldicos, los elfos y las dríadas de verde y los amigos de Jaskier de todos los colores del arco iris.

—¿Ha visto alguien a Loki? —preguntó Myszowor.

—¿Loki? —Eskel, acercándose, les miró desde detrás de las plumas de pavo que decoraban su boina—. Loki se fue con Herwig a pescar. Los vi en la barca, en el lago. Ciri fue allí a decirles que estaba empezando.

—¿Hace mucho?

—Hace mucho.

—El diablo se los lleve, malditos pescadores —blasfemó Crach an Craite—. Cuando se ponen con los peces, se olvidan del mundo entero. Ragnar, corre a por ellos.

—Espera —dijo Braenn, sacudiendo un diente de león que se había posado sobre su enorme escote—. Aquí hace falta alguien que corra deprisa. ¡Mona, Lola! ¡Raenn'ess aen laeke, va!

—Ya os dije —bufó Nenneke— que no se podía contar con Herwig. Un idiota irresponsable, como todos los ateos. ¿A quién se le ocurrió concederle precisamente a él el papel de maestro de ceremonias?

—Es un rey —dijo Geralt inseguro—. Abdicado, pero rey...

—¡Vivan los novios! —gritó inesperadamente uno de los profetas, pero la domadora de cocodrilos le hizo callar de un pescozón. En el grupo de los medianos hubo un pequeño tumulto, alguien maldijo y a otro le dieron un codazo. Gardenia Biberveldt aulló porque el doppler Tellico le había pisado la falda. La médium de género femenino comenzó a sollozar sin motivo alguno.

—Un poco más —siseó Yennefer desde detrás de sus labios, que portaban una amable sonrisa, mientras agitaba el ramo—. Un poco más y me da algo. Que empiece por fin esto. Y que se termine por fin.

—¡No te remuevas, Yen —gruñó Triss—, porque se te rompe la cola!

—¿Dónde está el gnomo Schuttenbach? —gritó uno de los poetas.

—¡Ni pajolera idea! —le contestaron a coro las tres putas.

—¡Pues que lo busque alguien, joder! —gritó Jaskier—. ¡Prometió que iba a cortar flores! ¿Y ahora qué? ¡Ni Schuttenbach, ni flores! ¿Y qué pinta tenemos nosotros?

A la salida de la capilla hubo un revuelo y entraron corriendo las dos dríadas que habían mandado al lago, lanzando grititos agudos, y detrás de ellas apareció Loki, chorreando agua y fango, sangrando por una herida en la frente.

—¡Loki! —gritó Crach an Craite—. ¿Qué ha pasado?

—¡Maaamaaa! —lloró Lola.

—¿Que'ss aen? —Braenn alcanzó a sus hijas, completamente nerviosa, pasó de la misma excitación a hablar el dialecto de las dríadas de Brokilón—. ¿Que'ss aen? ¿Que suecc'ss feal, caer me?

—Nos ha destrozado la barca... —jadeó Loki—. Junto a la misma orilla... ¡Un monstruo horrible! ¡Le di con el remo pero se lo comió, se comió el remo!

—¿Quién? ¿Qué?

—¡Geralt! —gritó Braenn—. Geralt, ¡Mona dice que es una cirenea!

—¡Un girador! —bramó el brujo—. ¡Eskel, corre a por mi espada!

—¡Mi varita! —gritó Dorregaray—. ¡Radcliffe! ¿Dónde está mi varita?

—¡Ciri! —exclamó Loki al tiempo que se limpiaba la sangre de la frente—. ¡Ciri está peleando con él! ¡Con ese monstruo!

—¡Voto a bríos! ¡Ciri no tiene ni una posibilidad contra un girador! ¡Eskel! ¡El caballo!

—¡Esperad! —Yennefer se quitó la diadema y la estrelló contra el suelo—. ¡Os teleportaremos! ¡Será más rápido! ¡Dorregaray, Triss, Radcliffe! Dadme la mano...

Todos se quedaron callados y luego gritaron. En la puerta de la capilla estaba de pie el rey Herwig, mojado pero entero. Junto a él había un muchacho jovencito con la cabeza pelada, con una armadura brillante de extraño modelo. Y detrás de ellos entró Ciri, chorreando agua, manchada de barro, desgreñada, con Gveir en la mano. En la parte delantera de su mejilla, desde la sien hasta la barbilla, le corría un corte hondo y horrible que sangraba con fuerza a través de un pedazo de manga que se había apoyado en ella.

—¡Ciri!

—Lo he matado —dijo de forma casi ininteligible la brujilla—. Le he destrozado la cabeza.

Desfalleció. Geralt, Eskel y Jaskier la sujetaron, la alzaron. Ciri no soltó la espada.

—Otra vez... —balbuceó el poeta—. Otra vez le han dado en la cara... Qué puta mala suerte tiene esta muchacha...

Yennefer gimió con fuerza, se acercó a Ciri, desplazó a Jarre, quien con su única mano sólo entorpecía. Sin importarle que la sangre mezclada con fango y agua podía manchar y destruir su vestido, la hechicera apoyó un dedo en el rostro de la brujilla y gritó un hechizo.

Other books

The Love Children by Marylin French
The Reborn King (Book Six) by Brian D. Anderson
Revelations by Paul Anthony Jones
1000 Yards - 01 by Mark Dawson
Icing on the Cake by Sheryl Berk
Mandie Collection, The: 4 by Lois Gladys Leppard
Katsugami by Debbie Olive