La Danza Del Cementerio (6 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

BOOK: La Danza Del Cementerio
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—¿Para qué? Si no está en sus cabales.

—Aun así, querido Vincent, tengo la corazonada de que la señora Fearing nos sorprenderá con su elocuencia.

9

N
ora Kelly cerró sin hacer ruido la puerta de su laboratorio de antropología, en el sótano, y se apoyó en ella con los ojos cerrados. Le dolía constantemente la cabeza, y tenía la garganta seca y rasposa.

Había sido mucho peor de lo previsto: aguantar a un colega tras otro, con sus pésames bienintencionados, sus miradas trágicas, sus ofrecimientos de ayuda y su consejo de tomarse unos días de baja… ¿Unos días de baja? ¿Para qué, para volver al piso donde habían asesinado a su marido, y no tener más compañía que la de sus pensamientos? Al final había ido directamente al museo desde el hospital. A pesar de sus palabras a D'Agosta, se le hacía demasiado cuesta arriba volver al piso, al menos de momento.

Abrió los ojos. El laboratorio estaba tal como lo había dejado dos días antes, pero al mismo tiempo parecía muy distinto. Desde el asesinato, todo parecía distinto. Era como si el mundo entero hubiera sufrido un cambio radical.

Se resistió con rabia a aquel razonamiento estéril. Miró su reloj: las dos. Ahora solo podía salvarla la inmersión en el trabajo. Una inmersión total, completa.

Cerró la puerta del laboratorio con pestillo, y encendió su Mac. Después de iniciarlo, entró en su base de datos de fragmentos de cerámica. Abrió un archivador con llave, y al tirar de una bandeja dejó a la vista docenas de bolsas de plástico con trozos de cerámica numerados.

Abrió la primera. Una vez distribuidos los fragmentos por el fieltro de la mesa, empezó a clasificarlos por tipo, fecha y localización. Era un trabajo aburrido y mecánico, pero en aquel momento necesitaba justamente eso, un trabajo mecánico.

Después de media hora, hizo una pausa. El silencio del laboratorio era sepulcral, a excepción del rumor del aire acondicionado, como un susurro incesante en la oscuridad. La pesadilla del hospital la había vuelto aprensiva. Era un sueño tan real… La mayoría de los sueños se borraban con el tiempo; todo lo contrario de aquel, que si algo se volvía era más nítido.

Sacudió la cabeza, irritada por la tendencia de sus pensamientos a dar vueltas y vueltas siempre a los mismos horrores. Tecleando con más fuerza de la necesaria, acabó de introducir la serie de datos, guardó el archivo y empezó a embolsar los fragmentos, despejando la mesa para la siguiente bolsa.

Llamaron suavemente a la puerta.

«¡Otro pésame no, por favor!» Miró a la ventanita de cristal de la puerta, pero en el pasillo había tan poca luz que no se veía nada. Al cabo de un momento se levantó, fue a la puerta, cogió el pomo… y no lo giró.

—¿Quién es?

—Primus Hornby.

Abrió el pestillo, consternada. Tenía delante a un hombre de poca estatura, cuerpo de barril, brazos cortos y gruesos (uno de ellos con un periódico debajo), y una mano gordezuela con la que se acariciaba nerviosamente la calva.

—Me alegro de encontrarte. ¿Puedo?

Nora se apartó a regañadientes para dejar paso al astroso personaje. El conservador de antropología entró y se giró.

—Lo siento muchísimo, Nora.

Seguía frotándose la calva con la misma mano. Nora no contestó. Era incapaz. No sabía qué decir, ni cómo decirlo.

—Me alegro de que te hayas vuelto a incorporar. Para mí el trabajo es la solución de todos los males.

—Gracias por haber pensado en mí.

Tal vez ya se fuera… Pero no, parecía estar allí con alguna intención.

—Yo enviudé hace unos años, haciendo trabajo de campo en Haití. Mi mujer murió en un accidente de coche en California, durante mi ausencia. Sé lo que debes de sentir. —Gracias, Primus.

Dio unos pasos más por el laboratorio. —Ah, fragmentos de cerámica… ¡Qué bonitos! Un ejemplo del impulso humano de embellecer hasta lo más prosaico. —Sí, es verdad.

¿Cuándo se iría? De pronto Nora se sintió culpable por su reacción. A su manera, Primus intentaba ser amable; pero ella el duelo no lo llevaba así, con tanta palabrería, conmiseración y pésames.

—Perdona, Nora. —Primus vaciló—. Pero es que tengo que preguntártelo. ¿Piensas enterrar a tu marido, o incinerarlo?

La pregunta era tan rara, que al principio Nora no supo qué decir. De momento la eludía, a sabiendas de que tarde o temprano debería afrontarla.

—No lo sé —dijo, más seca de lo que quería. —Ah… —Hornby reflejó una aflicción incomprensible. Nora se preguntó por dónde seguiría—. Ya te he dicho que mi trabajo de campo lo hice en Haití… —Sí.

Pareció alterarse.

—En Dessalines, donde vivía, a veces embalsaman los cadáveres con Formalazen, en vez de con la típica mezcla de formol, etanol y metanol.

La conversación empezaba a tomar derroteros irreales.

—Formalazen —repitió Nora.

—Sí. Es mucho más tóxico, y difícil de manipular, pero ellos lo prefieren porque… bueno, por una serie de razones. A veces lo hacen todavía más tóxico disolviendo matarratas. En casos excepcionales (ciertos tipos de muerte), también le piden a la funeraria que cosa la boca.

—Volvió a titubear—. En esos casos, entierran a los muertos boca abajo, con la boca en la tierra y un cuchillo largo en una mano. A veces disparan una bala al corazón del cadáver, o le clavan un trozo de hierro, para… pues para volver a matarlo.

Nora se quedó mirando al extraño individuo. Siempre había sabido que era un excéntrico, demasiado afectado por lo insólito de sus estudios, pero aquello estaba tan monstruosamente fuera de lugar que no se lo acababa de creer.

—Qué interesante —consiguió decir.

—No te imaginas lo cuidadosos que pueden llegar a ser en Dessalines al enterrar a los muertos. Siguen reglas muy estrictas, que les cuestan mucho dinero. Un entierro como Dios manda puede costar dos o tres años de sueldo.

—Ya.

—Te repito que lo siento muchísimo.

El conservador desplegó el periódico que tenía debajo del brazo, y lo puso en la mesa. Era el
West Sider
de aquella mañana.

Nora se quedó mirando el titular:

¿REPORTERO DEL TIMES ASESINADO POR UN ZOMBIE?

Hornby dio unos golpecitos a las letras, con un dedo corto y grueso.

—Es lo que estudiaba yo: vudú, obeah, zombis… Bien escrito, claro, con i, no como aquí.

Es que en el
West Sider
no dan ni una.

Resopló por la nariz.

¿Qué…?

Nora se había quedado muda, contemplando el titular.

—O sea, que si decides enterrar a tu marido, espero que tengas en cuenta lo que te he dicho.

Si quieres preguntarme algo, Nora, ya sabes dónde estoy.

Y el conservador se fue con una última sonrisa triste, dejando el periódico en la mesa.

10

E
1 Rolls Royce cruzó como una seda el destartalado pueblo de Kerhonkson. Deslizándose sobre las grietas del asfalto, pasó junto a un hotel cerrado de judíos y emprendió el sinuoso descenso por un valle oscuro, entre árboles mojados. Al otro lado de una curva muy cerrada apareció una vieja casa victoriana, pegada a un complejo de edificios bajos de ladrillo, dentro de una cerca de tela metálica. En la penumbra del atardecer, un letrero informaba de que habían llegado a la residencia de Willoughby Manor.

—Caramba —dijo D'Agosta—. Parece una cárcel.

—Es uno de los aparcaderos de enfermos y viejos más deplorables de todo el estado de Nueva York —dijo Pendergast—. Acumula tantas infracciones, que el expediente del departamento de Sanidad Pública mide un palmo de grosor.

La verja estaba abierta, y la garita vacía. Se metieron en un gran aparcamiento para visitantes, despoblado, lleno de grietas y de malas hierbas. Proctor llegó hasta la entrada principal. D'Agosta bajó del coche, sintiendo tener que despegarse de unos asientos tan mullidos. Después bajó Pendergast. Entraron en la residencia por una doble puerta cutre de plexiglás, penetrando en un vestíbulo que olía a moqueta enmohecida y puré de patatas agriado. En medio del vestíbulo había un letrero escrito a mano, sobre un pedestal de madera:

¡OBLIGATORIO identificarse para las visitas!

El garabato de una flecha apuntaba hacia un rincón, donde una mujer leía el
Cosmopolitan
al otro lado de una mesa. Debía de pesar ciento cincuenta kilos.

D'Agosta sacó su placa.

—Teniente D'Agosta y agente especial…

—El horario de visita es de diez a dos —dijo ella, sin bajar la revista.

—Perdone, pero es que somos de la policía.

D'Agosta no estaba dispuesto a aguantar chorradas, y menos en aquella investigación.

Al final la mujer bajó la revista y les miró fijamente.

D'Agosta dejó que viera bien su placa, antes de guardársela en el bolsillo de la chaqueta.

—Venimos a ver a la señora Gladys Fearing.

—Vale, vale. —La recepcionista pulsó el botón de un interfono y berreó—: ¡La poli, para ver a Fearing! —Al levantar la vista, su cara ya no expresaba dejadez, sino un entusiasmo inesperado—. ¿Qué ha pasado? ¿Algún crimen?

Pendergast se inclinó, con actitud confidencial.

—Pues la verdad es que sí.

La recepcionista abrió mucho los ojos.

—Un asesinato.

Se tapó la boca para no gritar.

—¿Dónde? ¿Aquí?

—En Nueva York.

—¿El hijo de la señora Fearing?

—¿Se refiere a Colin Fearing?

D'Agosta miró a Pendergast. ¿Qué narices tramaba?

Pendergast se irguió, arreglando su corbata.

—¿Conoce mucho a Colin?

—No, no mucho.

—Pero venía de vez en cuando, ¿no? La última semana, pongamos por caso…

—Me parece que no. —La mujer sacó un libro de registro y lo hojeó—. No.

—Pues la semana de antes.

Pendergast se inclinó para ver el libro.

Ella siguió hojeándolo, bajo los ojos plateados del inspector, que observaban las páginas.

—¡Qué va! La última vez que vino fue… en febrero. Hace ocho meses.

—¡Vaya!

—Mire.

Giró el libro para enseñárselo. Pendergast examinó la firma (un garabato), y empezó a hojear el libro hacia el principio. Se irguió.

—No parece que viniera mucho.

—Aquí nadie viene mucho.

—¿Y su hija?

—Ni siquiera sabía que tuviera una hija. Nunca ha venido a verla.

Pendergast posó amablemente una mano en uno de los hombros inmensos de la recepcionista.

—Contestando a su pregunta, sí, Colin Fearing está muerto.

La mujer se quedó quieta, con los ojos muy abiertos.

—¿Asesinado?

—Aún no sabemos la causa de la muerte. ¿Entonces no se lo ha dicho nadie a su madre?

—No, nadie. No creo que aquí lo sepan. Pero… —Titubeó—. No vienen a decírselo, ¿verdad?

—No exactamente.

—No se lo aconsejo. ¿Qué sentido tiene estropearle los últimos meses de vida? Como su hijo no venía casi nunca, y se quedaba poco tiempo… no le echará de menos.

—¿Cómo era?

La recepcionista hizo una mueca.

—A mí no me gustaría tener un hijo así.

—¿No? Explíquese, por favor.

—Maleducado. Desagradable. Me llamaba Berta Cañón.

—¡Qué vergüenza! ¿Y cuál es su nombre, amiga mía?

—Joann. —Vaciló—. ¿Verdad que no le dirán a la señora Fearing que se ha muerto?

—Es usted muy compasiva, Joann. Bueno, ¿podemos pasar a ver a la señora Fearing?

—¿Dónde se habrá metido la auxiliar? —Cambió de idea justo antes de volver a pulsar el botón—. Vengan, les acompaño. Pero les aviso de una cosa: la señora Fearing está bastante mal de la chaveta.

—Mal de la chaveta —repitió Pendergast—. Comprendo.

La recepcionista se levantó arduamente de la silla, con una actitud de lo más servicial. La siguieron por un largo pasillo de linóleo, mal iluminado, y lleno de olores molestos: evacuación humana, comida hervida, vómito… Cada puerta a la que se acercaban tenía su propia suite sonora: palabras masculladas, quejas, parloteo, ronquidos…

Se paró delante de una puerta abierta, en la que dio unos golpes.

—¿Señora Fearing?

—Vete —dijo una voz débil.

—¡Han venido a verla unos señores, señora Fearing!

Joann adoptó un tono artificial de alegría.

—No quiero ver a nadie —respondió la voz.

—Gracias, Joann —dijo Pendergast, lo más untuosamente que podía—. A partir de ahora ya nos encargamos nosotros. Es usted una santa.

Entraron. Era una habitación pequeña, sin apenas mobiliario ni pertenencias. La presidía una cama de hospital, en el centro de un suelo de linóleo. Pendergast colocó hábilmente una silla junto a ella.

—Váyanse —repitió con pocas fuerzas y menos convicción la mujer.

Estaba acostada, con un halo de cabello muy blanco, encrespado y sin peinar, unos ojos de un azul descolorido por la edad, y una piel de pergamino, fina y transparente. D'Agosta discernió la curva brillante del cuero cabelludo bajo los pelos desgreñados. En una mesa de hospital, con ruedas, se apilaban desde hacía horas platos sucios de comida.

—Hola, Gladys —dijo Pendergast, cogiéndole la mano—. ¿Cómo se encuentra?

—Fatal.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal?

—No.

Se la apretó.

—¿Se acuerda de su primer osito de peluche?

Un sí lento y extrañado con la cabeza.

—¿Cómo se llamaba?

Un silencio largo, seguido por la respuesta:

—Molly.

—¡Qué nombre más bonito! ¿Y qué fue de Molly?

Otra larga pausa.

—No lo sé.

—¿Quién se la regaló?

—Papá. Por Navidad.

D'Agosta vio una chispa de vida en los ojos apagados de la anciana. No era la primera vez que le desconcertaban los extraños interrogatorios de Pendergast.

—Debió de encantarle el regalo —dijo el agente—. Hábleme de Molly.

—Estaba hecha con calcetines cosidos y rellenos de trapos. Tenía una pajarita pintada. La quería muchísimo. Dormíamos juntas cada noche. Con ella estaba a salvo. Nadie podía hacerme nada.

El rostro de la anciana se abrió en una radiante sonrisa, a la vez que una lágrima cuajaba en uno de sus ojos y rodaba por su mejilla.

Pendergast se apresuró a ofrecerle un kleenex de un paquete sacado del bolsillo. Ella lo cogió, se secó los ojos y se sonó la nariz.

—Molly —repitió con voz ausente—. Qué no daría por volver a abrazar aquel osito relleno, tan ridículo… —Sus ojos parecieron fijarse por primera vez en Pendergast—. ¿Quién es usted?

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