La decadencia del ingenio (4 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—Mi hermana, mi hermana… Mi hermana mi hermana mi hermana muejejejejé, mi hermana…

Estaba con la mirada fija en un punto yo creía que perdido, como hacía a menudo, así que no le di mayor importancia y esperé a que se le pasara. Al menos no parecía que fuera a ponerse a gritar.

Pero no se le pasaba. Ni se quedaba dormido. Así que me giré, para ver si es que realmente estaba mirando algo. Y sí: a las dos viejas cotillas que le habían criticado a él, a mí y a Noelia no hacía mucho.

Evidentemente, no hacía falta ser un genio para entender que Lucas había reconocido en alguna de esas dos ancianas a su hermana o al menos a alguien muy parecido. Le pregunté, pero no me contestó: estaba absorto, con cara de enfadado, musitando en voz muy baja. No era la primera vez que se comportaba así y yo ya sabía que lo mejor era dejarle a solas con sus pensamientos, no presionarle, entender que una mente como la suya necesitaba momentos de reflexión.

Pero tenía que hacer algo. Ya conocía a Lucas y sabía que una mente contemplativa como la suya era poco dada a la acción, y que la acción era a veces más que necesaria, aunque sólo fuera como mal menor. Así, desabroché el cinturón del carrito, le dije a mi padre que volvía en seguida y me puse a gatear en dirección a las viejas. Por suerte la mayor parte del tramo era sobre césped, ya que el camino de tierra estaba lleno de piedrecitas, cosa poco agradable para mis manos y rodillas.

Llegué a la altura del banco y, mirando hacia arriba, me aclaré la garganta y comencé a hablar.

—Disculpen, ¿alguna de ustedes tiene hermanos?

—¿Y este niño qué hace aquí?

—¿Dónde están sus padres?

—Es el niño de la sudamericana.

—Ya veo cómo le cuida.

—Qué pena de verdad. Así salen todos los niños luego: drogadictos, extranjeros y asesinos.

—Es por los juegos de ordenador.

—Y por el móvil, que saca electricidad que afecta al cerebro.

—Claro, tener eso tan pequeño y tan cerca de la oreja no puede ser bueno.

—Me refiero a un hermano al que haga tiempo que no han visto. Un hermano que desapareciera sin dejar rastro.

—Ay, sin dejar rastro, como aquel novio que tuve después de la guerra.

—Pero Teresa, no le hables, ¿no te he dicho que puede ser un drogadicto?

—Ay, pues tienes razón. O un extranjero.

—O un ladrón.

—Pero éste es pequeño para robar, ¿no?

—La juventud roba y cada vez empiezan antes.

—Un hermano llamado Lucas.

—Tienes razón, nunca se sabe. Igual la sudamericana le ha enseñado.

—¿Y dónde está? Que venga a recogerlo.

—Es que lo de cuidar es un decir. Míralo, ahí tirado, como si fuera un gitano. Estos extranjeros.

—Pero el niño es de aquí.

—Como si no lo fuera. Le cuida una extranjera. Tiene más de sudaca que de catalán.

—Ay, sí.

Estaba claro que de esas dos brujas no iba a sacar nada excepto quizá una jaqueca. Volví gateando hasta mi carrito. Me senté y miré resignado a Lucas, que ya se había dormido. Lo siento, amigo, pensé, si alguna de esas dos es tu hermana, ya sé por qué no la has saludado: tiene el cerebro tan destrozado que no te hubiera reconocido. Es la vejez, de la que solo unos pocos afortunados, tú entre ellos, se libran.

Acerca de mis problemas de dentadura. De cómo me acerqué a los libros. La televisión y sus hombres pequeños.

Por aquel entonces me vi obligado a interrumpir mis paseos por el parque y me vi privado de las espléndidas y más que vigorizantes conversaciones con Lucas. Y es que mis dientes, que ya llevaban tiempo provocándome molestias, comenzaron a desgarrar las encías con el salvaje e innecesario propósito de asomarse a mi boca.

Dadas las circunstancias, no podía hacer otra cosa que encerrarme en mi cuarto, con una taza de té bien caliente y sentado en mi cuna: los sorbos de ese líquido dorado eran lo único que interrumpían mis gritos y llantos de dolor, además de algún abrazo ocasional de Noelia y los tímidos arrumacos de mi padre, quien, eso sí, no veía con buenos ojos mi afición al té, por mucho que le explicara que era lo único que me reconfortaba en esa situación.

Al pasarme los días encerrado, comencé a aficionarme a la lectura. Como la enfermedad me había atado a la cuna, mi padre comenzó a traerme cuentos con dibujos y colorines, que imagino sería lo que él leía en sus ratos libres. Yo preferí acercarme a las estanterías y coger otros libros de allí, libros que suponía mi padre habría disfrutado en su infancia. Comencé a leerlos con tanta curiosidad que al final acabé comprando más por internet, ya que la biblioteca de mi padre era bastante limitada.

Así y gracias a mi dolor de muelas, aprendí que los libros son el receptáculo más adecuado para conservar todo lo que de ridículo tienen hombre y mujer, con la ventaja de que casi nadie se acerca a ellos. La vanidad, las ideas tontas, las ocurrencias ridículas, todo a buen resguardo en esas cajas fuertes de papel, a mano, eso sí, de los estudiosos de lo absurdo y de curiosos ocasionales.

Así, leí por ejemplo los desvaríos de Platón, que no sabía ni siquiera lo que era una silla y se escudaba detrás de una silla ideal para disimular su ignorancia. Venía a decirnos que nadie sabía qué era una silla porque la idea de silla era inaprehensible, cuando lo cierto era que todo el mundo sabía lo que era una silla menos ese subnormal griego.

Gracias a los libros también supe de la inexistencia de Descartes, ya que, siguiendo su tonta máxima, como el pobre hombre no hiló un solo pensamiento en su vida, este señor no podía existir. Leí también al pobre Kant, que sólo podía explicar que las cosas buenas se hacen porque sí, fíjate, qué capacidad de introspección, y a Heidegger, que aseguraba que el ser era en un sitio y en un tiempo, como si se pudiera ser de otro modo.

Lo de las novelas era aún peor.
La montaña mágica:
mil doscientas páginas sobre un oligofrénico que se dejaba encerrar en un sanatorio para tuberculosos;
Don Quijote de la Mancha:
las aburridas andanzas de un viejo idiota y un gordo obtuso;
La metamorfosis:
un tipo se transformaba en bicho y el autor no tenía la misericordia y la inteligencia suficientes como para darle un pisotón en la segunda página.

Una de las pocas cosas interesantes que leí:
Lolita,
una medianamente inteligente ­—sin exagerar— novela acerca del interés de un tipo por los niños, cosa que demostraba su buen gusto, aunque algunas de las cuestiones allí tratadas me resultaban un tanto incomprensibles y, hoy en día, más experto y picado por los años, me parecen simplemente ridículas.

Es decir, gracias a los libros soy mejor persona: no digo tonterías sin sentido como los poetas y he aprendido a pensar gracias a los errores de los filósofos.

Conclusión: asocio los libros con el dolor de muelas.

Alguno podría señalar que yo ahora mismo estoy escribiendo un libro y contribuyendo, por tanto, a la ridícula literatura. No falta razón en esta crítica, especialmente teniendo en cuenta que a consecuencia de mi cada vez mayor debilidad mental, me siento cada vez más a gusto con los libros. Incluso Platón no me parece tan estúpido.

Pero en realidad ocurre que yo soy un innovador. Creo que el libro puede ser portador tanto de lo malo como de lo bueno; al fin y al cabo, sólo es un medio de comunicación más. Y creo, aunque sé que la apuesta es difícil, que soy capaz de escribir el primer libro cuyo contenido eduque no por ironía y contraste, sino por ser veraz e inteligente cuanto se expone.

Una vez aprendí todo lo que tenía que aprender de los doscientos o trescientos libros que leí para pasar el rato, me acerqué a la televisión. Y es que uno de los pocos efectos positivos de la literatura es que cuando uno se pone a leer uno de esos tomos absurdos, le entran ganas de cerrarlo y encender un rato la tele. No es que sea mucho mejor que los libros, pero al menos recoge sin ínfulas todas las tonterías de los adultos, que, lo reconozco, en ocasiones pueden ser fascinantes o incluso hipnóticas. Y es que en la televisión aparecían adultos protestando por la infidelidad de una esposa o la violencia de un marido, algún otro se quejaba de que cierta persona se acostaba con la de más allá, cosa que esta última negaba, o uno aseguraba que aquel se drogaba y que ése tuvo un hijo con ésa aunque ésa era lesbiana, o que no sé quién le había sacado dinero a un amigo y ese amigo ha dicho en una revista que el que le ha robado es un tercero.

Uno podía pasarse horas siguiendo esas cadenas urdidas por los adultos. Sin que uno se diera cuenta, llegaba la hora de cenar y luego la de acostarse y plaf otro día más.

De cómo me comencé a sostener por mi propio pie y de los temores acerca de una conspiración de los adultos

Todo comenzó casi sin querer. Estaba tirado en el suelo, mordisqueando una llave azul de plástico y viendo la televisión cuando vi que mi padre dejó el diario sobre la mesa del comedor. Quería informarme acerca de la actualidad política, en concreto, saber si había prevista alguna otra inauguración de pipicanes, así que gateé hasta la mesa, me agarré a una silla y cuando me di cuenta estaba sobre mis dos pies, apoyado en la silla con la mano derecha y agarrando el diario con la mano izquierda.

Tras un momento de asombro e incertidumbre, caí de culo contra el suelo y el periódico me cayó sobre la cabeza. Me puse a llorar. Mi padre me cogió en brazos e intentó calmarme, creyendo que lloraba por el golpe, aunque sin disimular su alegría por el hecho de que el tiempo comenzaba a actuar de forma cruel sobre mi cuerpo.

Aunque reconozco que el golpe en el trasero no fue ni mucho menos agradable, la verdadera causa de mis lágrimas era el motivo por el que mi padre estaba contento: ya me sostenía sobre mis dos piernas, no tardaría por tanto en caminar, en aumentar mi tamaño, en perder la redondez y la blandura de mi cuerpo, y en olvidar las facultades que me hacían ser lo que era, es decir, alguien especial, por encima de casi todos aquellos a los que conocía, niños incluidos.

Lo peor era no sólo que no tenía aún en marcha mi plan para dejar huella en el mundo y mejorarlo antes de convertirme en un sujeto amorfo como mi padre, sino que ni siquiera sabía en qué consistiría dicho plan. La política me tentaba, pero no estaba decidido y ni siquiera había podido hablar con Lucas acerca de si era buena idea o no. En cuanto a las demás posibilidades, no tenía apenas nociones suficientes como para saber si mostraría talento suficiente. Por ejemplo, había leído algo acerca de la música e incluso había escuchado algunas piezas tanto modernas como clásicas en la radio del coche de mi padre. Me atraía especialmente el lenguaje casi infantil de las óperas, en las que una maternal y oronda señora lanzaba gorgoritos ininteligibles. La pintura y la escultura también habían llamado mi atención, sobre todo en lo que se refería al estudio del cuerpo humano y su decrepitud, un tema que, como es natural, me preocupaba especialmente.

Aquella tarde, al sostenerme de pie sin ayuda, me había dado cuenta definitivamente de que o me ponía manos a la obra de una vez o iba a desperdiciar mis mejores meses dudando.

Cuando ya me tranquilicé y dejé de llorar, mi padre me animó a repetir aquella gesta. Me cogía de las manos y me alzaba, queriendo que imitara a los adultos cuando caminan. Ante su insistencia y al ver que mis quejas y mis llantos sólo le aplacaban por un rato, no tuve más remedio que seguirle el juego y dar un par de pasos bien cogido de sus manos. Así me dejó en paz por un rato.

Obviamente, aquel comportamiento me hizo sospechar: quizá sí era cierto que había una conspiración de los adultos para acelerar el crecimiento de los bebés y entorpecer nuestra creatividad y facultades.

—Noelia, —le dijo a la canguro cuando llegó, a primera hora de la mañana siguiente y antes de ir al trabajo—, el niño se puso de pie solo. Ayer mismo.

Y se rieron y me felicitaron y él le dijo que me ayudara a ponerme de pie si alguna vez parecía querer caminar o alzarme a por algo.

—Sin presionarle, ¿eh?, que el pediatra dice que no es bueno.

La alusión al pediatra me hizo darme cuenta de lo terrible de esa situación. No era una buena señal que aquel tipo estuviera metido en aquella aparente conjura.

—Padre, Noelia, esto es humillante.

—Huy, que el nene se ha despertado de mal humor —dijo la canguro.

—Os pido que por favor respetéis mis deseos: no quiero caminar, no lo necesito, con el carrito y a gatas puedo desplazarme adonde haga falta, y si quiero alcanzar cualquier cosa, no tengo más que pedíroslo.

—Ea, ea, no te enfurruñes, que luego vamos al parque a que te dé el solecito.

Reconozco que Noelia sabía cómo calmarme. La perspectiva de una nueva, estimulante y además necesaria charla con Lucas aplacó mi ira, aunque no mi decisión de no usar las piernas más que para gatear. Quizá el crecimiento fuera inevitable. Pero no había motivo para acelerarlo o alegrarse. Siempre prudente, siempre tarde, para evitar sorpresas desagradables y llantos innecesarios.

No tenía por qué adaptarme al mundo. Que el mundo se adaptara a mí.

Aunque el mundo rara vez lo hacía. Por ejemplo, aquella mañana fui al parque, pero Lucas se pasó las tres horas que estuve allí durmiendo. Y los días siguientes me fue imposible hablar con él. Estaba borracho, o no decía una sola palabra o simplemente dormía.

Encima no pude evitar que durante aquellos días Noelia y mi padre insistieran en obligarme a dar pasitos agarrado a sus manos. Normalmente me limitaba a dar dos o tres, para calmarles y hacerles creer que ya había cedido a sus deseos y que era tan dócil como, no sé, la niña pelirroja, por ejemplo.

Justamente, una tarde coincidí con aquella niña. Sentía una mezcla de miedo y desprecio hacia ella: la veía allí, riendo, jugando, gateando y dejándose llevar por los mayores. Ya casi caminaba sin ayuda.

—¿No te das cuenta de lo que te están haciendo? —Le dije, irritado por su carácter servil—. Te están convirtiendo en una de ellos antes de tiempo. Podrías al menos retrasarlo y disfrutar de tus aptitudes, si es que las tienes.

De nuevo recibí risas idiotas como única respuesta.

Di con Lucas e intenté hablar con él sobre esto, además de sobre mi futuro.

Pero tenía otro mal día: estaba ausente, pensando en otra cosa. Su hermana, seguro.

Insistí. Le hablé acerca de la niña y de mis ambiciones políticas, musicales y artísticas. No podía permitirme el lujo de dejar pasar otra semana sin tomar ninguna decisión. No tenía todo el tiempo del mundo y necesitaba que Lucas me ayudara a aclarar mis ideas. Tenía que sacarle algo, aunque sólo fueran un par de pistas, algún esbozo de consejo.

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