La economía en una leccion (13 page)

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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: La economía en una leccion
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El sistema de empresa privada en régimen de libertad económica puede compararse a un gran mecanismo de millares de máquinas controladas cada una de ellas por su propio regulador automático; pero conectadas de tal forma que al funcionar ejercen entre sí una influencia recíproca. Casi todos hemos observado alguna vez el «regulador» automático de una máquina a vapor. Generalmente consta de dos bolas o pesas que reaccionan por la fuerza centrífuga. Al aumentar la velocidad, las bolas se alejan de la varilla a la que están sujetas, estrechando o cerrando automáticamente una válvula de estrangulación que regula la entrada de vapor, con lo que disminuye la aceleración del motor. Si, contrariamente, marcha con excesiva lentitud, las bolas caen, la válvula se ensancha y aumenta la aceleración. De esta forma, cualquier desviación de la deseada velocidad pone por sí misma en movimiento fuerzas que tienden a corregir la anomalía.

Es precisamente de esta forma como se regulan las respectivas ofertas de miles de artículos diferentes, bajo el sistema económico de empresa privada en régimen de libre competencia de mercado. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinada mercancía, su propia demanda competitiva eleva el precio del producto. El aumento de beneficios que se produce para aquellos que lo fabrican estimula un incremento en la producción. Otros empresarios abandonan incluso la fabricación de otros artículos para dedicarse a la elaboración de aquel que ofrece mayores garantías. Ahora bien, esto aumenta la oferta del producto, al mismo tiempo que reduce la de algunos otros. El precio de aquél disminuye, por consiguiente, en relación con los precios de otras mercancías, desapareciendo el estímulo existente para el incremento relativo de su fabricación.

De igual forma, si disminuye la demanda de algún artículo, su precio y el beneficio que se obtenía en su elaboración descenderán, y en consecuencia, su producción declinará.

Esta última contingencia es la que escandaliza a quienes no comprenden el «mecanismo de los precios» por ellos denunciado. Le acusan de crear escasez. ¿Por qué, preguntan indignados, los empresarios han de interrumpir la fabricación de zapatos en el momento en que su producción deja de rendir beneficios? ¿Por qué han de guiarse exclusivamente por sus propios intereses? ¿Por qué han de guiarse por el mercado? ¿Por qué no producen zapatos «a plena capacidad» utilizando los modernos procedimientos técnicos? El mecanismo de los precios y la empresa privada, concluyen los filósofos de la «producción para el consumo», engendran una especie de «economía de la escasez».

Los anteriores interrogantes y conclusiones derivan de la falacia de prestar atención tan sólo a una industria aislada, de ver el árbol y no reparar en el bosque. Hasta llegar a un límite determinado, es necesario fabricar abrigos, camisas, pantalones, viviendas, arados, puentes, leche y pan. Sería absurdo amontonar zapatos innecesarios, simplemente porque podemos producirlos, mientras centenares de otras necesidades más urgentes quedan por satisfacer.

Ahora bien, en una economía equilibrada, una industria determinada sólo puede ampliarse a expensas de otras industrias.

No se olvide que en cualquier momento los distintos factores de la producción existen siempre en cantidades limitadas. Una industria sólo puede ampliarse desviando hacia ella trabajo, terreno y capital que, de otra suerte, se emplearían en industrias distintas. Cuando determinada industria restringe o deja de aumentar su producción, no significa necesariamente que se haya originado una disminución neta en la producción global. La reducción en este sector puede meramente haber liberado trabajo y capital para permitir la expansión de otras industrias. Por consiguiente, es erróneo concluir que una contracción en la producción de una industria signifique necesariamente una contracción en la producción total.

En resumen, todo se produce a condición de que nos privemos de alguna otra cosa. Los propios costos de producción podrían definirse, en efecto, como aquello de que nos desprendemos (el ocio y los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones distintas) para crear el objeto fabricado.

De cuanto queda expuesto se deduce que tan esencial es para la salud de una economía dinámica dejar morir las industrias agonizantes, como permitir la expansión de las industrias florecientes. Aquéllas retienen trabajo y capital que deberían ser trasladados a industrias más prósperas. Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse. Estas ecuaciones, de otro modo desconcertantes, se resuelven casi automáticamente por el mecanismo de los precios, beneficios y costos de producción. Es más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios.

Porque así como cada consumidor, mediante este sistema, articula su propia demanda y emite un voto espontáneo o una docena de votos cada día, los burócratas, en lugar de fabricar los objetos deseados por los consumidores, resolverían el problema pretendiendo decidir qué objetos serían más convenientes para aquéllos.

No obstante, aunque los burócratas no entienden el mecanismo casi automático del mercado, se muestran siempre preocupados por él. Constantemente están tratando de mejorarlo o corregirlo, de ordinario en interés de algún grupo influyente o descontentadizo. En los capítulos siguientes iremos examinando algunos de los resultados de su intervención.

15. LA «ESTABILIZACIÓN» DE LOS PRECIOS
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Los intentos de mantener permanentemente los precios de determinados artículos por encima de los niveles naturales del mercado han fracasado con tanta frecuencia, tan desastrosamente y de manera tan notoria, que los insinceros grupos influyentes y los burócratas sobre los que aquéllos presionan raras veces manifiestan abiertamente ese propósito. Sus objetivos declarados, particularmente cuando comienzan a reclamar la injerencia estatal, suelen ser más modestos y, en apariencia, más convincentes.

No aspiran, según dicen, a elevar de un modo permanente el precio del producto X por encima de su nivel natural. Ello, conceden, sería injusto para los consumidores. Pero dicho artículo se está vendiendo ahora, como es notorio, muy por debajo de su nivel natural. Los fabricantes no pueden continuar así por más tiempo. A menos que se actúe con rapidez, veránse obligados a cesar en el negocio. Entonces se producirá una escasez real y los consumidores tendrán que pagar precios exorbitantes por aquel artículo. Las evidentes ventajas de que el consumidor disfruta ahora acabarán por resultarle caras, pues el actual precio bajo «temporal» no puede durar. Ahora bien, no podemos permitirnos esperar que las determinadas fuerzas naturales del mercado o la «ciega» ley de la oferta y la demanda vengan a corregir tal situación, pues para entonces los fabricantes se habrán arruinado y sobrevendrá una gran escasez. El Gobierno debe actuar. Lo que ha de hacerse es corregir las violentas y absurdas fluctuaciones del precio. No se trata de elevarlo, sino de estabilizarlo.

Son varios los métodos comúnmente propuestos a tal fin. Entre los más frecuentes figuran las subvenciones estatales, que permiten al agricultor mantener las cosechas apartadas del mercado.

Tales créditos son solicitados del Congreso a base de razonamientos que parecen convincentes a la mayoría de los oyentes. Se arguye que las cosechas afluyen todas de golpe al mercado, en la época de recolección, que es precisamente el período en que los precios son más bajos y que los especuladores aprovechan para comprar los productos, almacenarlos y obtener mayores precios cuando vuelva la escasez. Por ello se alega que los agricultores resultan perjudicados y que ellos y no los especuladores deberían beneficiarse de los mejores precios.

Este argumento no es válido ni en la teoría ni en la práctica. Los tan vilipendiados especuladores no son enemigos del agricultor, sino por el contrario, esenciales para su bienestar. El riesgo que deriva de la fluctuación de los precios agrícolas ha de ser asumido por alguien y quienes en realidad le han hecho frente modernamente sobre todo, han sido principalmente los especuladores profesionales. En general, cuanto más diestramente actúan en su propio interés, más ayudan al agricultor. Porque los especuladores sirven a sus intereses precisamente en proporción a su capacidad para prever los futuros precios y cuanto mayor sea su seguridad al avizorar el futuro, menos violentas y extremadas son las fluctuaciones.

Por ello, incluso si los agricultores tienen que lanzar toda su cosecha de trigo al mercado en un solo mes, el precio en ese mes no será necesariamente más bajo que en cualquier otro (con un margen de diferencia, debido al costo del almacenaje). Porque los especuladores, con la esperanza de un mayor beneficio, realizarán en esa época la mayoría de sus compras, y seguirán comprando hasta que el precio se eleve tanto que no vislumbren la posibilidad de futuros beneficios y venderían en cuanto creyeran que había perspectivas de pérdida. De esta manera se provoca la estabilización del precio de los productos agrícolas durante todo el año.

Precisamente porque existe una clase profesional de especuladores quienes corren esos riesgos, no tienen que afrontarlos agricultores y harineros, quienes pueden protegerse por medio del mercado. En condiciones normales, por lo tanto, cuando los especuladores cumplen bien su tarea, las ganancias de agricultores y harineros dependerán principalmente de su destreza y laboriosidad y no de las fluctuaciones del mercado.

La experiencia demuestra que, por término medio el precio del trigo y otros productos no perecederos permanece invariable a lo largo de todo el año, si se exceptúan los gastos de almacenaje y seguro. En efecto, cuidadosas investigaciones llevadas a cabo han revelado que el promedio de alza mensual, tras la época de recolección, no ha sido suficiente para compensar tales gastos de almacenaje, por lo que los especuladores han subvencionado realmente a los agricultores. Claro que ésta no era su intención; fue tan sólo el resultado de una persistente tendencia optimista por parte de los especuladores. (Esta tendencia parece afectar a cuantos operan por su cuenta, bajo un régimen económico de intensa competencia: como clase están constantemente, contra su intención, subvencionando a los consumidores. Esto es particularmente cierto dondequiera que existan perspectivas de grandes ganancias especulativas. Como los jugadores de lotería, en su conjunto, pierden dinero porque cada uno tiene, sin base racional, la esperanza de conseguir uno de los escasos premios mayores, y así se ha calculado que el total del trabajo y capital invertidos en la prospección de oro o petróleo excede del valor total del oro o petróleo extraídos).

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El caso es distinto, sin embargo, cuando el Estado interviene y adquiere las cosechas o facilita al agricultor el crédito necesario para mantenerle apartado del mercado. Esto se hace a veces a fin de disponer, como se denomina pretenciosamente, de un «granero siempre normal». Ahora bien, la historia de los precios y de los excedentes anuales de las cosechas indica, como hemos visto, que tal función ya la realizan bastante bien los mercados organizados bajo el signo de la iniciativa privada en régimen de libre concurrencia. Cuando el Estado interviene, el «granero siempre normal» se convierte, en realidad, en un «granero siempre político». Se estimula al agricultor, con el dinero del contribuyente, a retener excesivamente sus cosechas. En su deseo de asegurarse el voto de los campesinos, los dirigentes que inician esta política o los funcionarios que la llevan a cabo colocan siempre el deno minado precio «justo» de los productos agrícolas por encima del que fijaría el libre juego de la oferta y la demanda. Así se provoca el retraimiento de los compradores. El granero «siempre normal» tiende, por lo tanto, a convertirse en un granero «siempre anormal». Cantidades excesivas permanecen fuera del mercado, con la consecuencia de asegurar temporalmente un precio más alto del que hubiese regido en circunstancias normales, pero solamente a costa de provocar más tarde un precio mucho más bajo. Porque la escasez artificial creada este año mediante el escamoteo de parte de la cosecha implica un excedente artificial para el siguiente año.

Nos apartaría demasiado de nuestro objetivo la descripción detallada de lo que realmente ocurrió cuando fue aplicado este programa, por ejemplo, al algodón norteamericano. Almacenamos en tal ocasión toda la cosecha de un año; destruimos el mercado exterior de nuestro algodón y estimulamos enormemente el cultivo de esta planta en otros países. Aunque estos resultados habían sido previstos por quienes se oponían a la política de restricción y créditos, una vez producidos, los burócratas responsables se limitaron a replicar que de todos modos hubiera ocurrido lo mismo.

La política de subsidios va generalmente acompañada o inevitablemente lleva implícita una política restrictiva de la producción, es decir, una política de escasez. En casi todo esfuerzo por «estabilizar» el precio de un artículo se tiene en cuenta, ante todo, el interés de los productores. El objetivo real perseguido es un alza inmediata de precios. Para que esto sea posible se impone ordinariamente, con carácter obligatorio, una restricción proporcional de productividad a todo individuo o empresa sujetos a control. Ello provoca varios efectos inmediatos, a cual más nocivo. Suponiendo que el control pudiera imponerse a escala internacional, se registraría una reducción de la total producción mundial. Los consumidores de todo el mundo disfrutarían de una cantidad menor del producto en cuestión de la que dispondrían si las medidas restrictivas no se hubiesen aplicado. El mundo se empobrece exactamente en esa proporción. Como los consumidores se ven obligados a pagar precios más altos por aquella mercancías, justamente falta tal diferencia para adquirir otros productos.

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Los partidarios de medidas restrictivas suelen replicar que la menor producción se registraría de igual manera en una economía de mercado. Pero hay una diferencia fundamental, según hemos visto en el capítulo precedente. En una economía de mercado en régimen de libre competencia quedan eliminados por la caída de los precios los empresarios que trabajan con mayores costos, los ineficientes. En el caso de un producto agrícola, los desplazados son los agricultores menos competentes, los que cuentan con peor equipo o los que trabajan peor la tierra. Los agricultores más capacitados, que trabajan campos más feraces, no tienen que restringir su producción. Por el contrario, si la caída del precio responde a unos costos medios de producción inferiores y se refleja en una mayor oferta la desaparición de los agricultores marginales que trabajan terrenos pobres permite aumentar su producción a los agricultores que disponen de tierras feraces. Por ello, a la larga, es posible que no se registre reducción alguna en la producción de esta mercancía. Ahora bien, el artículo es entonces producido y vendido a un precio permanentemente más bajo.

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