Pueden darse, sin embargo, en compensación, otros factores positivos. Los adelantos técnicos y su perfeccionamiento durante la contienda, por ejemplo, pueden incrementar en mayor o menor grado la productividad individual o nacional. La destrucción bélica desviará ciertamente la demanda posbélica de unos cauces a otros. Y un cierto número de personas continuará engañándose indefinidamente al imaginar que goza de verdadero bienestar económico a través de aumentos de salarios y precios originados por un exceso de papel moneda. Pero la idea de que pueda alcanzarse una auténtica prosperidad mediante una «demanda supletoria» de bienes destruidos o no creados durante la guerra constituye evidentemente un sofisma.
No existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge por doquier, como la panacea de nuestras congojas económicas. ¿Se halla parcialmente estancada la industria privada? Todo puede normalizarse mediante la inversión estatal. ¿Existe paro? Sin duda alguna ha sido provocado por el «insuficiente poder adquisitivo de los particulares». El remedio es fácil. Basta que el Gobierno gaste lo necesario para superar la «deficiencia».
Existe abundante literatura basada en tal sofisma que, como a menudo ocurre con doctrinas semejantes se ha convertido en parte de una intrincada red de falacias que se sustentan mutuamente. No podemos detenernos ahora en el examen de toda la red; más adelante analizaremos algunas de sus ramificaciones. Pero sí que vamos a adentrarnos en el estudio del sofisma matriz, del que la progenie de errores deriva, el hilo maestro de la red.
Todo lo que obtenemos, aparte de los dones gratuitos con que nos obsequia la naturaleza, ha de ser pagado de una u otra manera. Sin embargo, el mundo está lleno de seudoeconomistas cargados de proyectos para conseguir algo por nada. Aseguran que el Gobierno puede gastar y gastar sin acudir a la imposición fiscal; que puede acumular deudas que jamás saldará puesto que «nos las debemos a nosotros mismos». Más adelante volveremos; sobre tan sorprendente doctrina. Por el momento, mucho me temo que hayamos de ponernos dogmáticos para afirmar que tan plácidos sueños condujeron siempre a la bancarrota nacional o a una desenfrenada inflación. Ahora nos limitaremos a señalar que cuantos gastos realizan los gobiernos son satisfechos mediante la correspondiente exacción fiscal; que aplazar el vencimiento sólo sirve para agravar el problema, y en fin, que la propia inflación no es más que una manera particularmente viciosa de tributar.
Al dejar para ulterior examen la maraña de sofismas íntimamente relacionados con la deuda pública y la inflación crónicas, habremos de dejar bien sentado a través de este capítulo que de una manera inmediata o remota cada dólar que el Gobierno gasta procede inexcusablemente de un dólar obtenido a través del impuesto. Cuando consideramos la cuestión de esta manera, los supuestos milagros de las inversiones estatales aparecen a una luz muy distinta. Una cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir las funciones esenciales del Gobierno. Cierto número de obras públicas —calles, carreteras, puentes y túneles, arsenales y astilleros, edificios para los cuerpos legislativos, la policía y los bomberos— son necesarias para atender los servicios públicos indispensables. Tales obras públicas, útiles por sí mismas y por tanto necesarias, no conciernen a nuestro estudio. Aquí me refiero a las obras públicas consideradas como medio de «combatir el pato» o de proporcionar a la comunidad una riqueza de la que en otro caso se habría carecido.
Se ha construido un puente. Si se ha hecho así para atender una insistente demanda pública; si se resuelve un problema de tráfico o de transporte de otro modo insoluble; si, en una palabra, incluso es más necesario que las cosas en que los contribuyentes hubiesen gastado su dinero de no habérselo detraído mediante la exacción fiscal, nada cabe objetar. Ahora bien, un puente que se construye primordialmente «para proporcionar trabajo» es de una clase muy distinta. Cuando el facilitar empleo se convierte en finalidad, la necesidad pasa a ser una cuestión secundaria. Los «proyectos» han de insertarse, y en lugar de pensar sólo dónde deben construirse los puentes, los burócratas empiezan por preguntarse dónde pueden ser construidos. ¿Descúbrense plausibles razones para que el nuevo puente una Este con Oeste? Inmediatamente se convierte en una necesidad absoluta y los que se permitan formular la menor reserva son tachados de obstruccionistas y reaccionarios.
Una doble argumentación se formula en pro del puente: la primera se esgrime principalmente antes de su construcción; la segunda, cuando ya está terminado. Inicialmente se afirma que tal obra proporcionará trabajo. Facilitará, pongamos por caso, 500 jornales diarios durante un año, dándose a entender que tales jornales no hubiesen de otro modo existido.
Esto es lo que se advierte a primera vista. Pero si nos hallamos algo avezados en el ejercicio de considerar las consecuencias remotas sobre las inmediatas y no prescindimos de quienes son indirectamente afectados por el proyecto gubernamental para proteger a quienes se benefician de una manera directa, el cuadro ofrece perspectivas bien distintas. Es cierto que un grupo determinado de obreros encontrará colocación. Pero la obra ha sido satisfecha con dinero detraído mediante los impuestos. Por cada dólar gastado en el puente habrá un dólar menos en el bolsillo de los contribuyentes. Si el puente cuesta un millón de dólares, los contribuyentes habrán de abonar un millón de dólares, y se encontrarán sin una cantidad que de otro modo hubiesen empleado en las cosas que más necesitaban.
En su consecuencia, por cada jornal público creado con motivo de la construcción del puente, un jornal privado ha sido destruido en otra parte. Podemos ver a los hombres ocupados en la construcción del puente podemos observarles en el trabajo. El argumento del empleo usado por los inversores oficiales resulta así tangible y sin duda convencerá a la mayoría. Ahora bien, existen otras cosas que no vemos porque desgraciadamente se ha impedido que lleguen a existir. Son las realizaciones malogradas como consecuencia del millón de dólares arrebatado a los contribuyentes. En el mejor de los casos, el proyecto de puente habrá provocado una desviación de actividades. Más constructores de puentes y menos trabajadores en la industria del automóvil, radiotécnicos, obreros textiles o granjeros.
Pero estamos ya en el segundo argumento. El puente se halla terminado. Supongamos que se trata de un airoso puente y no de una obra antiestética. Ha surgido merced al poder mágico de los inversores estatales. ¿Qué habría sido de él si obstruccionistas y reaccionarios se hubiesen salido con la suya? No habría existido tal puente y el país hubiese sido más pobre, exactamente en tal medida.
Una vez más los jerarcas disponen de la dialéctica más eficaz para convencer a quien; s no ven más allá del alcance de sus ojos. Contemplan el puente. Pero si hubiesen aprendido a ponderar las consecuencias indirectas tanto como las directas, serían capaces de ver con los ojos de la imaginación las posibilidades malogradas. En efecto, contemplarían las casas que no se construyeron, los automóviles y radios que no se fabricaron, los vestidos y abrigo; que no se confeccionaron e incluso quizá los productos del campo que ni se vendieron ni llegaron a ser sembrados. Para ver tales cosas increadas se requiere un tipo de imaginación que pocas personas poseen. Acaso podamos pensar una vez en tales objetos inexistentes, pero no cabe tenerlos siempre presentes, como ocurre con el puente que a diario cruzamos. Lo ocurrido ha sido, sencillamente, que se ha creado una cosa a expensas de otras.
El mismo razonamiento es aplicable, por supuesto, a cualquier otro tipo de obras públicas. Por ejemplo, a la construcción con fondos estatales de viviendas para personas económicamente más débiles. Lo que realmente sucede es que mediante la e exacción fiscal se obtiene de familias de ingresos más cuantiosos (y quizá también un poco de otras con no tan altos ingresos) recursos, obligándose a los grupos aludidos a subvencionar a familias modestas que en definitiva dispondrán de viviendas mejores por unos alquileres iguales o más bajos que los que venían satisfaciendo.
No pretendo analizar en este momento los argumentos alegados en pro y en contra de la construcción de viviendas por el Estado. He de limitarme a señalar el error que contienen dos de los argumentos que con mayor frecuencia se esgrimen en favor de tal género de construcciones. Uno es el de que tales edificaciones «proporcionan trabajo», y el segundo, que se crea una riqueza que en otro supuesto sería inexistente. Ambas argumentaciones son falaces por cuanto olvidan lo que los impuestos malogran. Las exacciones destinadas a la construcción de viviendas destruyen tantos jornales en otros sectores como crean en el de la vivienda. Igualmente son causa de que no se edifiquen viviendas por particulares, no se fabriquen lavadoras y frigoríficos y escaseen numerosas mercancías y servicios.
Es inconsistente el razonamiento que, por ejemplo, arguye, a modo de réplica, que dicha construcción oficial de viviendas no será financiada por la aportación de capitales ingentes, sino sencillamente mediante aportaciones anuales. Esto sólo significa que el costo se reparte entre varios años en lugar de concentrarse en uno. Implica igualmente que lo que se obtiene de los contribuyentes se reparte a lo largo de los años en lugar de concentrarse en un ejercicio. Tales sutilezas nada tienen que ver con la cuestión fundamental.
La gran ventaja psicológica de quienes abogan por la construcción de esta clase de viviendas radica en que se observa a los obreros trabajando en las mismas mientras se construyen y se contemplan las casas una vez terminadas. Las gentes viven en ellas y con orgullo las muestran a sus amistades. Nadie ve los jornales destruidos por los impuestos percibidos para la edificación de aquellas viviendas, como tampoco las mercancías y servicios que nunca llegaron a existir. Hace falta un gran esfuerzo mental renovado cada vez que se contemplan las casas y sus felices moradores para pensar en la riqueza increada. ¿:Es sorprendente que los partidarios de la construcción estatal de viviendas desprecien la argumentación contraria, cual si se tratara de un cúmulo de entelequias y de meras objeciones teóricas, en tanto señalan las viviendas construidas? Este modo de reaccionar es igual al de aquel personaje de
Santa Juana,
de Bernard Shaw, que cuando se le habla de la teoría de Pitágoras sobre la esfericidad de la tierra y su movimiento alrededor del sol, replica: «¡Qué majadería! ¿Pero es que no tiene ojos para ver?».
Análogo razonamiento hemos de aplicar, una vez más, a grandes proyectos como el
Tennessee Valley Authority.
En este caso, debido a sus ingentes dimensiones, el peligro de ilusión óptica es mayor que nunca. He aquí una gigantesca presa, un formidable arco de acero y hormigón, «superior a todo lo que el capital privado hubiera podido construir», ídolo de fotógrafos, paraíso de socialistas y el símbolo más utilizado de los milagros de la construcción, la propiedad y la administración públicas. Han surgido gigantescos generadores y centrales. Toda una región ha sido elevada a un más alto nivel económico y cubierta por factorías e industrias que de otra forman no hubieran existido. Y todo ello se presenta, en los panegíricos de sus entusiastas, como claro logro económico sin contrapartida.
No es el caso de analizar ahora los méritos del TVA o los de otros proyectos públicos semejantes. Pero esta vez hace falta un especial esfuerzo de imaginación, que poca gente parece capaz de realizar, para considerar el debe del libro mayor. Si los impuestos obtenidos de los ciudadanos y empresas son invertidos en un lugar geográfico concreto, ¿qué tiene de sorprendente ni de milagroso que dicho lugar disfrute una mayor riqueza en comparación con el resto del país? No es lícito olvidar en tal supuesto que otras regiones serán por ello relativamente más pobres. De todas suertes, lo que «el capital privado no podía construir» lo ha sido, de hecho, por el capital privado; por aquel capital extraído mediante la exacción fiscal, o si se obtuvo mediante empréstitos, habrá de ser finalmente amortizado con cargo a impuestos que también en su día soportará el contribuyente. De nuevo hay que hacer un esfuerzo de imaginación para ver las centrales eléctricas y viviendas privadas, las máquinas de escribir y los aparatos de radio que nunca llegaron a cobrar realidad porque el capital necesario fue tomado a los ciudadanos de todo el país y dedicado a la construcción de la fotogénica Presa Norris.
He escogido deliberadamente los ejemplos más favorables para la inversión estatal, es decir, los que con mayor frecuencia y fervor recomiendan los jerarcas y gozan de más cálida acogida por parte del público. He pasado por alto los centenares de descabellados proyectos que invariablemente se ejecutan persiguiendo como principal finalidad «proporcionar empleos» y «dar trabajo», aun cuando aparezca más o menos dudosa su práctica utilidad. Por lo demás, cuanto más ruinosa sea la obra, más elevado el coste de la mano de obra invertido, mejor cumplirá el propósito de proporcionar mayor empleo. En tales circunstancias, es poco probable que los proyectos madurados por los burócratas proporcionen la misma suma de riqueza y el mismo bienestar por dólar gastado que los que proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse constreñidos a entregar parte de sus ingresos al Estado, los invirtieran con arreglo a sus deseos.
Existe todavía otro factor que contribuye a hacer improbable que la riqueza creada por la inversión estatal compense plenamente la riqueza destruida por los impuestos percibidos y destinados al pago de aquellas inversiones. No se trata simplemente, como a menudo se supone, de tomar algo del bolsillo derecho de la nación para ponerlo en el izquierdo. Los inversionistas estatales nos dicen, por ejemplo, que si la renta nacional asciende a 200 000 000 000 de dólares (siempre son generosos al fijar esta cifra), unos impuestos de 50 000 000 000 de dólares al año significa transferir tan sólo el 25 por 100 de fines privados a fines públicos. Esto es hablar como si el país fuera una gigantesca empresa mercantil y como si tales operaciones implicaran meros apuntes contables. Los inversores estatales olvidan que están tomando el dinero de A para entregarlo a B. Mejor dicho, lo saben muy bien; pero en tanto extensamente aluden a los beneficios que el proceso reporta a B y se refieren a las cosas maravillosas de que disfrutará y que no hubiera soñado si tal dinero no le hubiera sido entregado, pasan por alto las consecuencias que A habrá de soportar. Ven sólo a B y olvidan a A.