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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (11 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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El tajo cayó sobre la sien izquierda de Derguín con tal fuerza que lo derribó. El muchacho se incorporó y trató de levantarse, pero tenía la vista nublada y la mano que intentaba buscar apoyo en el suelo sólo aferró aire. Mikhon Tiq acudió a ayudarle, mientras Kratos envainaba la espada, desanudaba las lazadas y se despojaba del yelmo. En el patio reinaba un extraño silencio. Kratos miró un instante a Derguín, al que Mikha ya había descubierto la cabeza. Después se dirigió a Linar, que había contemplado el duelo desde un rincón.

—Está bien. Podemos llevárnoslo. Lo entrenaré por el camino y a lo mejor consigo algo.

El mago asintió en silencio. Kratos se dio la vuelta para salir del patio. Mikhon Tiq, que se sentía tal vez más derrotado y humillado que el amigo cuyas virtudes había pregonado, se plantó ante Kratos con los brazos en jarra.

—¡No le has saludado al terminar el combate! ¡Debes mostrarle respeto!

El Ainari sonrió de medio lado.

—El día que termine en pie después de combatir conmigo, le saludaré. —Y después añadió en voz baja-: Tu amigo es mejor de lo que me esperaba. Pero no se lo dirás, ¿verdad?

Mikhon sonrió y se rascó la cabeza, tan azorado como si el elogio se hubiera dirigido a él.

—¿Eso crees? Ya te lo había dicho yo... —Y bajó la voz al darse cuenta-. Claro que no se lo diré.

Al día siguiente, por la tarde, Derguín acudió a los aposentos de su padre. La puerta estaba entornada, pero aún así la rozó con los nudillos. Nadie contestó. Al pegar la oreja a la madera le llegó el familiar ronquido de su padre, más suave y rítmico que el estrepitoso y sincopado de su hermano Kurastas. Pasó al interior. Cuiberguín disponía de un pequeño despacho, lleno de anaqueles donde los libros se alineaban disciplinados como soldados en formación. Por la ventana se colaba la luz cansada del atardecer. El viejo se había quedado dormido con la cabeza sobre los codos, y éstos extendidos sobre la mesa. A su lado descansaba el manuscrito en que llevaba media vida trabajando, un tratado sobre el Arte de la Espada. Derguín echó un vistazo a las últimas líneas. El trazo de su padre era grueso, como se correspondía a su vista cansada, pero las líneas rectas mantenían el pulso, y volutas y rizos se curvaban con elegancia. El idioma del texto era Ainari, no Ritión, pero Derguín lo leyó sin dificultad. Se trataba de una combinación de ataques y contraataques destinada al adiestramiento de Ibtahanes.

El propio Cuiberguín era un Ibtahán con seis marcas, como Derguín, y tenía autoridad para impartir clases hasta el tercer grado. A lo largo de su vida se las había arreglado para recopilar un gran número de manuales sobre el Tahedo y, al menos en la teoría, la espada no albergaba misterios para él. De hecho, cuando llegó a Zirna trabajó como maestro de esgrima. Después se casó con la hija de Olpos, un rico mercader en pieles, y desde entonces no tuvo más necesidad de ganarse el sustento. Pero mucho tiempo después, cuando ya tenía más de cincuenta años, descubrió en Derguín, su hijo tardío, virtudes para la espada. En cuanto tuvo la edad, lo mandó a Uhdanfiún para que se convirtiera en guerrero, pues era una buena opción para que un segundón como él conquistara posición y honra.

Así pues, era Cuiberguín quien más defraudado se había sentido por el fracaso de su hijo. Cuando Derguín volvió al hogar, expulsado con infamia, los años de los que hasta entonces se había defendido cayeron de golpe sobre Cuiberguín. Desde entonces se pasaba la mayor parte del día sin salir de su despacho, apenas intercambiaba algunos gruñidos con su nieta cuando ésta le llevaba la comida y se limitaba a escribir algunas páginas que casi siempre rompía para volver a empezarlas. En cuanto a Derguín, lo trataba con una cortesía tibia que a éste le dolía más que los latigazos con que habían castigado su indisciplina en Uhdanfiún.

—Padre...

Derguín le apretó el hombro. El viejo entreabrió un ojo, lo volvió a cerrar y bostezó mientras su mano tanteaba en la mesa buscando apoyo para levantarse.

—Sigue sentado, padre. Soy yo, Derguín.

Cuiberguín arrugó las cejas para concentrar la mirada. Por fin pareció reconocer a su hijo, y por primera vez en mucho tiempo le sonrió. El corazón de Derguín saltó en silencio. ¿Acaso la visita de Linar había despertado al viejo de su apatía?

—Bien, Derguín. Te han ofrecido una segunda oportunidad que no esperábamos. ¿Vas a aprovecharla?

—Lo intentaré, padre —respondió Derguín, conteniendo su alegría.

—No lo intentes. Hazlo. Si no te ves
capaz,
ni siquiera pruebes.

Derguín asintió.

—Hoy casi me he sentido capaz de ello cuando he luchado contra Kratos. Al principio me vapuleó, pero al final conseguí tocarle cuatro veces. ¡He tocado al mejor Tahedorán de Tramórea, padre!

—Eso me complace —respondió Cuiberguín, haciendo tantos esfuerzos como su hijo por contener una sonrisa-. Pero quiero advertirte algo, Derguín. No es sólo el certamen por
Zemal.
Vas a verte involucrado en asuntos de gran alcance. No te comprometas por completo con nadie, y di sólo la mitad de la mitad de lo que pienses.

—¿No confías en Linar?

—Es noble, pero también poderoso, y los hombres poderosos ven a los demás como peones de ajedrez. Tú escucha lo que él te diga y medítalo, y hazle caso si sus palabras te convencen. Pero recuerda que tienes tu propio destino y que debes seguirlo.

—¿Cómo reconoceré mi destino?

—Cuando llegue el momento, deja la mente en blanco. Has heredado mi corazón de guerrero. Que él te guíe.

Durante unos instantes no dijeron nada más. Después, Cuiberguín se levantó apoyándose en el escritorio y entró al cubículo que se abría junto al despacho. Al poco rato apareció con un objeto alargado, envuelto en un viejo paño y atado con tiras de piel. Aunque las articulaciones le crujían, se puso de rodillas y, con dedos meticulosos, deshizo el paquete. El corazón de Derguín empezó a latir con fuerza, pues ya había adivinado que se trataba de una espada.

Cuiberguín descubrió una vaina de madera. Después, sostuvo el arma, con la parte curvada hacia abajo, y se la tendió a Derguín. El muchacho recordó lo que debía hacer, se arrodilló, agachó la cabeza hasta el suelo en señal de respeto y extendió los brazos para recoger el arma. Después contempló la vaina, que estaba tallada con escenas de cacería en las que un guerrero montado en un carro disparaba el arco contra un león de dientes de sable. Mientras la sostenía con la mano izquierda, cerró la derecha en torno a la empuñadura y, muy despacio, empezó a desenfundar, recordando que cuando se examina una espada debe ser la funda la que abandone a la hoja, y no al contrario. Por fin, cuando todo el acero quedó al descubierto, dejó la vaina en el suelo, frente a él, y admiró la espada.

—Se llama
Brauna
y es regalo de un emperador, de Mihir Barok, cuando era mi amigo y mi señor, antes de que la soberbia lo cegase.

—Jamás me habías hablado de ello, padre... —repuso Derguín, sorprendido.

El pasado de Cuiberguín antes de llegar a Zirna era un secreto para su propia familia.

—Esta espada la forjó Amintas, y utilizó para ello una roca que cayó del cielo, al norte del país del Ámbar. Aún conserva el frío de su origen y la magia del chamán que arrojó sobre ella sus encantamientos. Con esta hoja Mihir Barok logró el trono de Áinar. Fue entonces cuando me la regaló. Después su corazón se llenó de orgullo, se enemistó conmigo y quiso recobrarla. Mas yo supe guardarla bien.

Maravillado, Derguín examinó aquella hoja que, si en verdad la había forjado Amintas, el mítico espadero, debía de tener casi tres siglos, y sin embargo brillaba como si acabara de salir de la herrería. Sus ojos recorrieron la
kisha,
la aguzadísima punta, y la
hasha,
la parte final del filo, y aunque sintió la tentación de tocarlas con los dedos, no se atrevió, pues sin duda se cortaría y profanaría con su sangre la pureza del acero. A todo lo largo de la espada corría un delicado trazado de olas simétricas, la exquisita línea del templado. Después, con ayuda de un pequeño gancho que le dio su padre, Derguín arrancó el pasador que mantenía la empuñadura en su sitio, levantó la espada en alto con la mano derecha y con el puño izquierdo se golpeó suavemente la muñeca hasta que la empuñadura se aflojó. Sólo entonces, con sumo cuidado, apartó las dos piezas y examinó la espiga del arma.

—Ahí puedes ver la firma de Amintas, grabada en runas del norte. Más abajo, en letras Ainari, está el nombre de los Barok. Pero al otro lado, bajo el agujero del pasador, hice inscribir el apellido de los Gorión, y ése es el que de verdad importa. Debes tratarla con respeto, Derguín, pues
Brauna
es más vieja que yo y que tú juntos.

—Parece recién bruñida...

—Hace poco la pulió un artesano de Malabashi que pasa por aquí todos los años, camino del sur. Yo sé guardar mis secretos.

Derguín montó la empuñadura y, siempre con el mismo cuidado, guardó la espada en su funda. Por fin, besó el pomo y dejó a
Brauna
en el suelo, entre su padre y él.

—Te la devuelvo, padre. No puedo aceptarla.

—Tómala, te he dicho. ¿Qué nombre has visto grabado en la espiga?

—El de los Gorión.

—Y tú eres un Gorión, ¿no?

—El menor de ellos.

—Pero eres el único que merece esta espada. ¡Empúñala como un guerrero!

Derguín tomó la espada y se puso en pie como si tuviera un resorte en las piernas. Esta vez ambas manos, la derecha que sostenía la empuñadura y la izquierda que sujetaba la vaina, se separaron a la vez. Todo sucedió en un instante, y
Brauna
trazó en el aire el arco resplandeciente de la Yagartéi. Si hubiese habido una cabeza en su camino, habría rodado por el suelo.

—No te embriagues. Es como un buen vino: poco a poco. Pero recurre a ella cuando tengas que hacerlo, pues es una buena amiga y no te será fácil mellarla. Ni el propio Togul Barok posee una mejor. Si sabe que la tienes, tal vez pretenda reclamártela.

Derguín se sintió extraño al imaginarse que el príncipe de Áinar pudiera disputar con él por una rencilla entre sus padres.

—No pienses en vengar en Togul Barok una antigua ofensa —le advirtió Cuiberguín, leyéndole el pensamiento-. Recuerda quién es él y quién eres tú.

Derguín golpeó y tajó el aire unas cuantas veces, y el silbido de la hoja lo complació. Después volvió a enfundar a
Brauna
y de nuevo la besó, pues la espada siempre ha de ser venerada.

—Sé que estos años has estado dolido conmigo.

—Padre, no hace falta que...

—Piensas que me sentía defraudado.

Derguín agachó la cabeza.

—En este tiempo sólo encontré tu silencio.

—No era decepción, Derguín, sino rencor, porque el destino había cometido contigo la misma injusticia que cometió conmigo. Traté de olvidar y pensé que era mejor dejar que te resignaras en vez de amargarte en vano. Mas el corazón que se colmó de amargura fue el mío.

»Ahora se nos concede una segunda oportunidad, hijo. Si consigues la Espada de Fuego, una pequeña parte de ella me pertenecerá.

Derguín apretó la mano de su padre.

—Te pertenecerá toda entera. Tú has sido mi verdadero maestro.

—Lo entiendes, ¿verdad? ¿Quién que haya blandido alguna vez una espada no ha soñado con poseer a
Zemal,
la reina de todas? Tú la vas a conseguir, porque la deseas más que nadie en el mundo, porque te empujan tu deseo y el mío.

Derguín agachó la cabeza y se tragó una lágrima. Después miró a su padre a los ojos y le dijo:

—Te prometo que volveré y en esta misma habitación te ofreceré la Espada de Fuego.

—¡Que Tarimán te oiga!

Así se despidieron. Si volvieron a verse en vida o no, es algo que queda aún muy lejos del presente relato.

7

RÍO EIDOS. AQUÍ EMPIEZA EL DISTRITO

DE EIDOSTAR

Debajo de las letras oficiales rezaba el siguiente mensaje, escrito a mano:

SI VIENES AQUÍ ES QUE TIENES MUCHOS C...

PERO LOS PERDERÁS SI ENTRAS POR ESTOS RINCONES

E
l gigante embozado había nacido en Koras, pero jamás había puesto los pies en el Eidostar. La fetidez y el hacinamiento de aquel suburbio, que le había brotado a la capital como una enorme pústula, se hacían aún más insanos bajo la luz verde de Shirta. Durante el día había caído una tormenta, y ahora las calles sin empedrar aparecían sembradas de charcos, cuyas aguas se mezclaban con los riachuelos negros que arrastraban las inmundicias arrojadas desde las ventanas. Chapoteando entre ellos, correteaban unas ratas oscuras y feroces, tan grandes que se atrevían a plantarles cara a los perros callejeros. Ratas y perros competían con los mendigos por los restos de comida que se escondían entre las montoneras de despojos. Si fuera de día también se habrían visto cerdos, pero por la noche sus dueños los recogían para que nadie los sacrificara antes de tiempo. Las calles culebreaban estrechas, cercadas por paredes de adobe malamente secado al sol, tan blando que para los ladrones era a menudo más fácil horadar un muro que derribar una puerta; eso, cuando las casas guardaban algo que mereciera la pena robar. Entre la basura y el barro se advertían formas oscuras, cuerpos acurrucados en posiciones desmadejadas, tal vez dormidos o borrachos, o acaso muertos. De cuando en cuando, de una ventana tapada con pergamino salía una luz amarillenta y voces y risas destempladas. Cuando pasaban por una plazoleta se abrió una puerta. De ella salieron dos individuos siniestros envueltos en capotes que arrastraban del brazo a un par de fulanas y cantaban a voz en cuello. Al ver al gigante embozado y a su escolta, se tragaron su canto, se dieron la vuelta y entraron de nuevo a la mugrienta taberna de la que habían salido.

Cinco hombres acompañaban al gigante: cuatro soldados uniformados con casacas negras bajo las armaduras de metal y cuero, y Kirión el Serpiente. Éste miraba a los lados y husmeaba con su enorme y ganchuda nariz como si aquellos hedores le trajeran gratos recuerdos. Kirión había nacido en el Eidostar. De las ratas de ese arrabal aprendió a hozar y escalar en la basura, y también adquirió la crueldad que le había ayudado a ascender en el ejército. La ocasión de convertirse en general pese a su origen le llegó ocho años atrás, cuando los veteranos de la frontera del noroeste se levantaron para reclamar seis meses de pagas atrasadas. Dos generales intentaron reprimir la insurrección, y a ambos los ahorcaron los rebeldes, hasta que al fin el emperador se decidió a enviar a Kirión. El Serpiente se frotó las manos y actuó a placer. No se privó de ningún refinamiento: hierros al rojo, flagelos, bronce fundido y vertido en la garganta o en el ano, descuartizamiento con sal en las heridas, empalamiento al sol, calderas a fuego lento, rebeldes que se veían obligados a devorar sus propios intestinos. Kirión sacrificó a más de tres mil hombres, pero aseguró la frontera y desde entonces se ganó la confianza del emperador, y más tarde la de su hijo.

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