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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (29 page)

BOOK: La Espada de Fuego
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—¡Un jovenzuelo insolente! —chilló una voz aguda.

—¿Cómo se atreve? —protestó otro.

—¡Esperad! Habéis aparecido de repente ante él y habéis tratado de sondearlo sin ninguna cortesía. Se ha asustado y ha reaccionado como ha podido. Aún no controla sus habilidades.

Mikhon Tiq se decidió a abrir los ojos. La voz familiar de Linar le había tranquilizado. Ahora se permitió examinar con rápidas miradas a cada uno de los Kalagorinôr, agachando los ojos siempre que se topaba con los suyos. El más grande de ellos, un hombretón vestido con una cota de malla tornasolada, debía de ser Koemyos; el calvo y menudo, Lwetor; el gordo del turbante y los gruesos collares de oro, Kepha, y el de la barba trenzada y la voz chillona que acariciaba una bola de cristal, Fariyas.

Había algo raro, inadecuado en todos ellos, y no eran sólo sus extraños y anticuados ropajes, que parecían haberse arrojado por encima, ni la forma en que los cabellos y barbas de quienes los tenían se retorcían como setos cortados a dentelladas por un jardinero ciego. Tampoco lo destemplado de sus voces, que mezclaban gritos y susurros, silencios inexplicables y borbotones de palabras, como tal vez era propio en quienes no estaban acostumbrados a hablar con nadie. No, lo peor eran los ojos. Miraban sin ver; saltaban de un lado a otro sin lógica, sin criterio, sin corresponderse con las palabras que sus labios pronunciaban. Así, Koemyos podía mirar a Fariyas mientras su voz se dirigía a Linar, o las pupilas de Kepha apagarse entristecidas mientras sus gruesos labios estallaban en carcajadas, o las de Lwetor cristalizarse durante un minuto como los ojos de un pez muerto para inflamarse de pronto sin razón aparente. Eran los ojos de quienes debían esperar a los Yúgaroi para disputarles el mundo en nombre de los hombres; pero en la larga espera habían olvidado que eran humanos y se habían convertido ellos mismos en una suerte de dioses dementes, ciegos, solipsistas.

Mikhon Tiq buscó la mirada de Linar, y en su único ojo, que hasta entonces había visto tan distante y frío como Rimom, encontró calor y humanidad, y se dijo que él y Yatom, por alguna razón, eran los únicos que se habían mantenido indemnes a la locura del poder y al paso del tiempo. Por un segundo pensó que no quería ser un Kalagorinor; pero a la vez que conocía aquella locura se dio cuenta de que estaba dispuesto a arriesgarse a ella a cambio del poder.

—Os pido perdón, nobles señores —dijo, recordando las instrucciones de Linar-. Estaba aturdido. Por supuesto que podéis examinarme.

Trató de sonar firme, aunque se sentía a punto de ser violado; trató de dejar la mente en blanco y olvidar aquella viscosa sensación de culebras deslizándose por sus venas y trepando por el interior de su cuello.

La intrusión llegó y pasó. Koemyos, en cuya mirada se agazapaba un poder inmenso, pero también la soberbia irracional de Anfiún, el dios de la guerra, habló complaciéndose en el sonido de su propia voz.

—Puesto que Yatom no pudo reunirnos antes de su muerte y se vio obligado a entregar su syfrõn a este joven, todos, y yo el primero, hemos de respetar su decisión. Yo, Koemyos, doy la bienvenida a Mikhon Tiq en Trápedsa.

A Mikhon Tiq le habría tranquilizado más que Koemyos le mirase al dirigirle estas palabras, pero los ojos del mago estaban perdidos en algún lugar remoto. Los otros tres lo aceptaron también; el único de ellos que parecía saber lo que decía era el calvo Lwetor.

Linar, que estaba a su izquierda, le apretó el hombro con calidez y, acaso por primera vez desde que lo conocía, sonrió satisfecho. Mikhon Tiq sintió una oleada de gratitud por el viejo mago y se prometió no defraudarle.

—Que siga encomendado al cuidado de Linar hasta que pueda proseguir su aprendizaje por él mismo —propuso Koemyos, y todos asintieron-. Una vez que haya despertado a la Hermosa Luz, podrá sentarse a la Mesa como un Kalagorinor más. Hasta entonces sólo podrá escucharnos y dará su opinión en caso de que se le solicite.

Mikhon Tiq inclinó la cabeza en señal de sumisión. No debo dejar que me impresionen, se recordó; tengo que ser uno de ellos. Pero era difícil olvidar cuánto poder se contenía en aquella estancia, pues una vibración continua recorría el aire y le erizaba el vello, y a veces la mesa, el asiento de basalto y el mismo aire parecían oscilar inestables, removiéndole las entrañas como si se hallara en la proa de un barco que se precipitaba en el seno de una inmensa ola.

—Ahora —prosiguió Koemyos-, ha llegado el momento de que Lwetor nos revele a nuestro otro invitado.

Mikhon miró a su derecha. A poco más de un cuadrante de distancia había una espesa sombra en la que hasta entonces no había reparado, y se dio cuenta de que más que negrura era una nada, como una mancha de aceite flotante que hacía resbalar la mirada. Se preguntó si iban a iniciar a otro Kalagorinor, aunque Linar no le había advertido de nada así, y se sintió a la vez acompañado y celoso.

Con un gesto algo dramático, Lwetor retiró la sombra y su invitado apareció ante ellos. Era un hombre joven, pero nadie se habría atrevido a llamarle muchacho. Su tez era morena y sobre un hombro le caía una larga trenza de azabache. Tenía el ojo izquierdo tapado por un parche púrpura; el derecho era grande, almendrado, y tenía una mirada oscura, inquietante como el mar en una noche sin lunas. De alguna manera, parecía una imagen invertida de Linar. Y Mikhon Tiq se dio cuenta, cuando ambas miradas tuertas se cruzaron, de que entre ellos había saltado una chispa de reconocimiento.

—Venerables ancianos, os agradezco que me hayáis permitido acudir a vuestra presencia. —Su voz de tenor era serena y pastosa. Hablaba sin temor, como si fuera el anfitrión y no el huésped-. Mi nombre es Ulma Tor, y soy de Pashkri. He dedicado mis pocos años al estudio de los Cálculos Elevados hasta alcanzar el rango de Segundo Profesor. Pero estoy autorizado para hablar en nombre del Primer Profesor, el más sabio de los Numeristas.

Mikhon Tiq observó furtivamente a los demás. Ahora que eran siete alrededor de la mesa, los magos parecían más centrados. Todos ellos miraban a Ulma Tor con curiosidad, incluso con cierta fascinación, excepto Linar, que tenía puestas las manos sobre el borde de la mesa y los brazos estirados como si quisiera poner más distancia entre el invitado y él. ¿De qué lo conocía?

—Como ha dicho antes maese Lwetor, llegan momentos de cambio. Aunque hasta ahora nuestros senderos hayan discurrido separados, ha llegado el momento de unirlos.

¿Como ha dicho antes?, se repitió Mikhon Tiq. Lwetor no había abierto la boca, que él supiera. A no ser que Ulma Tor hubiese escuchado desde las sombras una conversación previa; pero eso era imposible, como él bien sabía.

Ulma Tor empezó a acumular cifras, exhibiendo la rapidez de cálculo de la que tanto les gustaba alardear a los Numeristas. Durante minutos, sin que ninguno de los Kalagorinôr le interrumpiera, habló de población, de migraciones, de armamentos y guerreros, de esclavos y siervos, de cosechas y hambrunas y también de soberanos y sacerdotes. Todo ello le llevó a la conclusión a la que desde el principio había querido llegar: se estaba alcanzando un punto de ruptura que, fuera por azar o no, coincidiría con el año Mil.

—Será el momento de la gran conflagración. Una catástrofe como no se ha conocido desde los Años Oscuros.

Ulma Tor esperó a que sus palabras calaran en ellos. Koemyos y Kepha cabecearon su asentimiento; Fariyas estaba haciendo unos extraños gestos con la boca, como si se entretuviera en cambiarse los dientes de sitio; Lwetor, que de los cuatro parecía el más estable, sonrió satisfecho.

—Eso era lo mismo que había dicho yo. Una catástrofe, un cataclismo. Algo que podemos evitar.

—Así es, maese Lwetor. Está en nuestras manos unir nuestros poderes para crear una unión de reinos que abarque toda Tramórea, que garantice la paz y la prosperidad por mil años más.

—¿Algo como esa inútil Anfictionía ritiona? —preguntó Koemyos; Linar le había explicado a Mikhon que Koemyos nunca había olvidado su lejano origen Ainari y despreciaba a los Ritiones.

—No, sino un verdadero poder central, fuerte y eficaz. No hay sociedad que funcione si no está regida por una sola voluntad que tenga en su mano la decisión última.

Ulma Tor volvió a buscar la mirada de todos. Después, durante unos segundos, su único ojo se posó en Mikhon Tiq, y le sonrió como si no hubiera nadie más allí. El muchacho enrojeció y agachó la cabeza. Aquella mirada le había provocado un extraño cosquilleo, y a la vez una sensación de culpa, como si Ulma Tor hubiera acariciado a una serpiente que anidaba en su interior sin que él lo supiera.

Nos está rodeando con una red tejida de mentiras y nos va a llevar donde él quiere, pensó a toda velocidad. ¿Cómo no se dan cuenta? Miró a su alrededor. Los Kalagorinôr seguían prendidos de las palabras de Ulma Tor, salvo Linar, que tenía una mano crispada en el borde de la mesa, como si quisiera desmenuzar entre los dedos aquella irrompible plancha de corindón.

Por fin vino la propuesta.

—Éste es un momento propicio para conseguir esa unidad que todos deseamos. El certamen por
Zemal
comenzará en pocos días. Más que su poder, muy inferior al nuestro...

Al nuestro.
Ulma Tor, un supuesto filósofo, estaba parangonándose en poder a los seis Kalagorinôr que con sólo alzar las cejas habrían podido reducirle a cenizas. A no ser que no fuera un inofensivo Numerista, sino algo mucho más peligroso.

—... nos interesa por su prestigio. En las manos adecuadas, este símbolo multiplicará su fuerza y se convertirá en un estandarte de unión.

—¿Puede saberse cuáles son esas manos adecuadas? —preguntó Linar, hostil, y por contraste con la voz sedosa de Ulma Tor la suya sonó a esparto.

Los demás le miraron enojados.

—En el nacimiento de cada nueva era surge un ser extraordinario. Zenort fue quien liberó a la Humanidad de las tinieblas; Minos nos salvó de ser exterminados por el Rey Gris. Ahora, en nuestros tiempos, hay alguien que puede ser la llave de una nueva era.

Ulma Tor sonrió y miró en derredor. Quién, le preguntaron cuatro pares de cejas enarcadas. No las de Linar ni las de Mikhon Tiq, que ya sospechaban y temían la respuesta.

—Togul Barok.

Mikhon Tiq dio un respingo en su asiento y miró a Linar. El mago observaba a Ulma Tor como si hubiera deseado fulminarlo, pero no decía nada. Koemyos sonreía, satisfecho de que el elegido fuera un Ainari como él. Lwetor asentía una y otra vez con la barbilla, orgulloso de la lucidez de su invitado. Las opiniones de los magos se sucedieron atropelladas, y todas ellas derivaron hacia lo impensable, como en una horrible pesadilla. Los planes de Yatom y Linar se habían vuelto del revés: los Kalagorinôr estaban dispuestos a apoyar a la peor amenaza. ¿No se daban cuenta de que sus pupilas eran dobles,
como las de los dioses
?

No pudo soportar más y poniéndose en pie estalló.

—¡A Togul Barok no!

Koemyos entrecerró los ojos, murmuró algo entre dientes y levantó la mano derecha. De la piedra roja de su anillo brotó una bola de luz cegadora que buscó la cabeza de Mikhon Tiq a la velocidad del rayo. Pero la vara serpentígera de Linar pareció materializarse justo delante de los ojos del muchacho y absorbió el golpe con un seco restallido. Aún así, la madera mineralizada del caduceo se encendió al rojo vivo y una oleada de calor azotó el rostro de Mikhon Tiq, que apenas tuvo tiempo de pensar qué podría haberle sucedido de no ser por la intervención de Linar.

—¡Insolente! ¡Te he dicho que hables cuando yo te lo solicite! —estalló Koemyos, con los ojos tan abiertos y blancos que sus pupilas parecían cabezas de alfiler.

Linar se puso en pie y señaló a Koemyos con el caduceo, que aún rescaldaba.

—¡Juramos no atacarnos jamás sentados a Trápedsa!

—¡Él no es de los nuestros!

—Ahora sí lo es —silabeó Linar, con una ira gélida.

—¡Hermanos, por favor, no os peleéis cuando estamos hablando de paz y de unión! —intervino Lwetor-, Supongo que el joven Mikhon Tiq se ha dejado llevar por su pasión, y que en realidad quería hablar en nombre de Linar. ¿Es así?

Mikhon Tiq se había desplomado sobre el sitial y se agarraba a sus brazos de piedra como si temiera caer en un precipicio. Buscó la mirada de Linar y le pidió ayuda. Pero después sintió en el rabillo del ojo algo parecido a una caricia inmaterial, y giró el cuello a la derecha. Entre la agitación de los Kalagorinôr, que hacían aspavientos y se quitaban la palabra, Ulma Tor le sonreía con una turbia dulzura que le hizo estremecerse. Sus labios vocalizaron sin pronunciarlas unas palabras que se elevaron sinuosas como notas de flauta entre vapores de incienso. Yo te puedo enseñar cosas que estos viejos ni siquiera sospechan. Ven conmigo. Tienes unos ojos tan hermosos... Llámame maestro. Yo sé los anhelos secretos que guarda tu corazón. Llámame amigo.

La voz de Linar le sacó de aquel sofocante hechizo.

—Togul Barok es Ainari y príncipe de una dinastía que tan sólo busca incrementar su poder. No traerá paz ni unidad, sino guerra e imperio. Será el más poderoso que hayamos conocido nunca, pero se levantará sobre millones de cadáveres. ¡Y en nada ayudará cuando llegue el momento de la verdad!

—¡Eres agorero como un cuervo viejo, Linar! —le increpó Koemyos-. ¡Lo único que quieres es llevarme la contraria!

—¡Y tú eres un... asno pomposo! —estalló Linar, y al momento pareció avergonzarse de su estallido, porque bajó la voz-. Hermanos, Togul Barok tiene ojos dobles, y ésa es la señal...

—¡No interrumpas a los demás! —chilló Fariyas.

—¿Quién ha interrumpido a quién?

Mientras los Kalagorinôr manoteaban y se gritaban como viejos discutiendo en un agora Ritiona, Ulma Tor se acariciaba la barbilla y sonreía. Lwetor trató de calmar a sus compañeros.

—¡Hermanos, por favor! Linar, aparte de Koemyos, hay aquí otros que nunca hemos sido Ainari. ¿Crees que apoyaríamos a Togul Barok si fuera a establecer un imperio gobernado desde Koras? Tal vez ese príncipe sea joven y ardiente, pero nosotros lo guiaremos.

—¡Nunca hemos participado en el certamen por la Espada de Fuego!

—No debemos atarnos hoy por normas que se establecieron ayer. ¡Pido que se someta a votación!

—¡Pero dejad que termine de explicarme! —se esforzó Linar.

Se negaron a escucharle y levantaron las manos, votando a favor de la moción de Lwetor con una precipitación ridícula en ancianos seculares. Ulma Tor se disculpaba por haber introducido la discordia en la reunión, aunque su sonrisa hipócrita sólo podía engañar a quienes estuvieran ya ciegos. Koemyos quiso tomar la palabra, pero Lwetor le pidió silencio.

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