Read La Espada de Fuego Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (59 page)

BOOK: La Espada de Fuego
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tenemos que marcharnos —dijo Linar-. No podemos hacer nada por Mikhon Tiq. Si perdemos más tiempo y Togul Barok consigue la Espada de Fuego, el triunfo de Ulma Tor será total.

Linar hizo ademán de irse. Derguín le agarró de la capa y tiró de él.

—¡No puedes dejarlo así!

El Kalagorinor le clavó una mirada de gorgona.

—¿Tú me dices lo que puedo o no puedo hacer?

—¡Conviérteme en cenizas si quieres, pero no lo dejes tirado como si fuera carroña! ¡Él cargó contigo cuando todos creíamos que habías muerto! ¡Se lo debes!

—¿Qué sabes tú de las deudas que hay entre Mikhon Tiq y yo? Tal vez ya estén saldadas.

—¡Es mi amigo! ¡Y yo creí que tú eras su maestro! ¿Vas a dejarlo aquí para que se lo coman las aves de rapiña?

Linar bajó la mirada. Era la primera vez que lo hacía ante un mortal en cientos de años. Después apartó suavemente a Derguín y apoyó sobre la frente de Mikhon Tiq la boca de la serpiente que rodeaba su vara. El caduceo empezó a iluminarse con una luz nacarada, mientras Linar canturreaba algo entre dientes. Aun en la oscuridad, Derguín vio cómo la capa de Mikhon Tiq, luego sus manos, su rostro y su mismo cabello perdían los colores. La luz fluyó de la vara a él y luego se extinguió poco a poco.

Derguín volvió a tocar la mano de su amigo, que seguía aferrando el vacío. Donde antes sintiera rigidez, ahora encontró la dureza de la piedra.

—Lo has convertido en una estatua... —susurró.

—He gastado en ello fuerzas que no me sobran y que tal vez nos sean necesarias más tarde. Pero su cuerpo estará protegido por algún tiempo, aunque ni siquiera la roca es eterna. En cuanto a su alma...

Linar se dio la vuelta. Derguín tomó del suelo la espada, que había dejado de humear, y la puso de nuevo en la mano de Mikhon Tiq. La empuñadura quedó encajada entre los dedos de piedra. Linar ya se alejaba del claro, y Derguín tenía que seguirle si no quería extraviarse de nuevo. Pero antes de marcharse se inclinó sobre la estatua y besó su fría frente.

—Voy a conseguir la Espada de Fuego, Mikha. Y te juro que iré al mismo infierno si hace falta para encontrarte.

El príncipe y sus hombres habían plantado su vivac en un espolón que formaba un recodo en el río. Rimom se reflejaba en el agua, pero su diáfana luz azul no conseguía hacer más limpia aquella corriente que incluso de noche parecía turbia. Buscaban siempre acampar lo más lejos posible del borde de la espesura; recordaban con horror el ataque de los reptiles carniceros, y también se habían enfrentado con serpientes venenosas y habían alanceado a escorpiones tan grandes como un brazo de hombre. Tan sólo quedaban nueve de ellos. Los que no habían muerto en la matanza de aquellos lagartos infernales, habían ido cayendo por el camino, víctimas de la extenuación y de una misteriosa enfermedad que los había atacado uno por uno.

Los caballos habían sido las primeras víctimas de aquel mal. Empezaban por renquear, y si se los tocaba se notaba que tenían los remos fríos y el pulso agitado. Después se detenían para escarbar el suelo, se tumbaban y ya no se levantaban aunque los molieran a palos. Uno a uno los fueron abandonando, hasta que sólo quedó
Amauro,
el caballo de Kratos. Estaba lejos de ser el soberbio animal que el príncipe había cogido en las cuadras de Grios, pero aún resistía.

Luego cayeron los hombres. Vómitos, diarreas, hemorragias en las encías. Se iban quedando atrás, y el príncipe ordenaba que los demás recogieran sus provisiones y los dejaran abandonados. Merkos, el único oficial del destacamento, se atrevió a protestar por aquel trato impío. Por toda respuesta, Togul Barok le clavó el diente de sable en la garganta, y después le dijo al suboficial Aidos que desde ese mismo momento estaba ascendido.

De noche el príncipe apenas dormía, pues no se le escapaban las miradas de odio y temor de sus hombres y sabía que si su sueño era demasiado profundo, no vacilarían en degollarlo. No hacía más que masticar solima, que lo mantenía despierto, pero a cambio le tensaba los nervios como cuerdas de laúd. Por culpa de eso, su gemelo colérico tomaba el control más de una vez, como le había ocurrido cuando apuñaló a Merkos. Ahora se arrepentía, pues el oficial era un hombre disciplinado, un militar que había estudiado en Uhdanfiún y que, aunque hubiese declarado su desacuerdo, jamás se habría rebelado abiertamente.

Poco antes del atardecer, habían encontrado a Ulma Tor Los esperaba sentado en un tronco caído junto a la orilla y se dedicaba a arrojar piedrecillas al río, como si fuera un paseante y tuviera una cabaña tan sólo a un centenar de pasos de allí. Mientras él y Togul Barok hablaban, los soldados se quedaron apartados, pues lo temían como al espíritu de un muerto.

—Llevo tiempo esperándote, Alteza —dijo el mago-. Pensé que viajarías más rápido.

—Mis hombres caen como chinches. Al parecer, no supe escogerlos bien.

—Es el agua. En ella flota el mismo veneno invisible que impregna el aire. Esta selva no es lugar apropiado para los humanos.

—¿Por qué yo no he enfermado como ellos?

Ulma Tor sonrió.

—Ya sabes la respuesta a esa pregunta. Tengo asuntos más apremiantes que regalarte los oídos. Tus rivales por la Espada te siguen los pasos. Aunque aún les llevas ventaja, no están muy lejos de aquí.

—¿Han escapado de Grios? —masculló el príncipe.

—No me mires así, Alteza. Fui yo quien te los entregó. En aquel momento te sugerí que los ejecutaras.

—¿Has venido a hacerme reproches?

—No —contestó Ulma Tor, con una sonrisa enigmática-. Voy a ayudarte una vez más. Pero cuando llegue el momento me lo cobraré.

Ulma Tor se cubrió el pálido rostro con la capa y se convirtió en una sombra que de pronto ya no estaba ahí. Entre los soldados se oyeron gemidos y lamentos atemorizados; uno de ellos señaló hacia las aguas, y los demás miraron hacia allá a tiempo de ver cómo un gran pájaro negro aleteaba río arriba.

Togul Barok no se asustó. Le daba igual la forma que eligiera el nigromante para mostrarse a los demás. Sus palabras habían corroborado su convicción de que el sueño en que la diosa Himíe aseguraba ser su madre era cierto. Llevaba en sus venas la sangre de los Yúgaroi, y se sentía inmune tanto a los males que aquejaban a los mortales como a las amenazas y los conjuros de Ulma Tor.

Sin embargo, la imagen del ojo de tres pupilas atormentaba sus escasos momentos de sueño. Pronto llegaría la primera noche del año Mil, y con ella la conjunción de Shirta, Taniar y Rimom. ¿Se convertirían las tres lunas en las tres pupilas de un monstruoso ojo celeste?

Ahora, entrada la noche y al calor de la hoguera, seguía pensando en el enigma del ojo triple. Por él, habría seguido caminando, pues le había alarmado saber que los demás aspirantes venían tras sus pasos. Pero los hombres estaban tan fatigados que para continuar habría tenido que abandonarlos y abrirse camino él solo. Tenía las fuerzas intactas, pero no se atrevía a desembarazarse aún de ellos. Si aquellos reptiles volvían a atacar, prefería que hubiera carne en abundancia para saciarlos.

Aidos, su nuevo oficial, estaba asando una loncha de tocino sobre la hoguera cuando de pronto se llevó la mano al costado izquierdo. La boca se le torció en un rictus de dolor, y cayó al suelo, revolviendo las ascuas con sus patadas. Los demás lo apartaron del fuego, pero un momento después soltó un ronquido y se quedó tieso.

Uno de los soldados se inclinó sobre él para comprobar si respiraba o tenía pulso. Al tocarlo, se apartó como si le hubiera picado un escorpión.

—¡Se ha movido!

—Eso es que está vivo, imbécil —dijo otro.

Pero Aidos se enderezó de una forma extraña, sin mover los brazos, como si tuviera una bisagra en la cintura. Todos se echaron atrás, salvo Togul Barok, que se acercó a él. La boca de Aidos se abrió muy despacio y empezó a hablar como si unas tenazas invisibles tiraran de sus mandíbulas y le movieran la lengua. Del fondo de su garganta brotó un ronquido, un estertor de muerte violentado para hablar.

—He sido derrotado temporalmente, pero tú aún puedes vencer. Rápido. Te persiguen tus rivales y un mago.

Aquellas palabras agotaron el aire que aún quedaba en los pulmones de Aidos. La fuerza que lo había matado para luego poseerlo lo abandonó, y su cuerpo se dobló a un lado y cayó inerte al suelo. Togul Barok sintió un escalofrío al recordar su visita a la cripta en el Eidostar. No tenía duda alguna de que quien se había dirigido a él era Ulma Tor.

—¡Venid aquí! —llamó a sus hombres, que se acurrucaban de miedo a unos metros de la hoguera-. ¡Nos ponemos en marcha!

Los soldados se quedaron donde estaban; algunos se negaron a moverse, meneando la cabeza. Togul Barok entró en cólera, desenvainó a
Midrangor
y arremetió contra ellos. Tres cabezas rodaron antes de que los demás se arrojaran al suelo y, tumbados, suplicaran perdón. El príncipe refrenó su respiración, limpió la hoja de su espada en la capa de uno de los muertos, y dijo:

—¡Llegaré al mar el primero aunque tenga que devorar vuestros hígados! ¿Me habéis oído?

—¡Sí, príncipe! —gimieron ellos, soldados convertidos en guiñapos por el temor y el mal de la jungla.

Togul Barok enfundó su espada, tratando de serenarse. Pero hasta él tenía miedo. La forma de que se había servido Ulma Tor para comunicarse con él era estremecedora. ¿Tendría el poder de matarlo a distancia también a él, al elegido de los dioses?

—¡No! —exclamó, mientras montaba a lomos de
Amauro.

Lo que más lo inquietaba era saber que sus enemigos estaban cerca. Le era igual cómo hubiesen escapado; el hecho era que ni siquiera él podía enfrentarse a la vez a cuatro maestros mayores. Y no estaban solos. Los acompañaba alguien poderoso, lo bastante para derrotar a Ulma Tor, un brujo que aun después de vencido había sido capaz de matar a un hombre y hablar por boca de su cadáver.

El mar

E
ra el último día del mes de Kamaldanil. La víspera del año Mil. En muchas ciudades de Tramórea, las gentes se agolpaban en los templos, ofrecían sacrificios, ayunaban y se echaban ceniza por los cabellos para suplicar a los dioses que el Sol siguiera alumbrando Tramórea mil años más.

Pero al oeste de cualquier lugar civilizado, en el extremo más occidental de Tramórea, había quienes no tenían tiempo para hacer sacrificios a los Yúgaroi. En la desembocadura del río Haner, los aspirantes a la Espada de Fuego exprimían sus últimas fuerzas para llegar al mar y a la isla de Arak antes que Togul Barok.

Desde el amanecer el río se había ensanchado. Encontraron extraños islotes, formados por árboles de troncos verdes y flexibles que salían del agua y entrelazaban sus copas formando plataformas de vegetación. De lejos parecían auténticas islas, mas al aproximarse a ellas revelaban su verdadera naturaleza. Ya no dejaron de verlas, aunque no se acercaron a ellas, pues era improbable que pudiera hacerse pie en ellas y además, como todo en aquella región inhóspita, era probable que escondieran una amenaza.

El olor a sal era tan intenso que todos lo percibían, y lo aspiraban como si fuera el más dulce de los aromas. Entraba en sus pulmones como una brisa vivificante, les avisaba de que la meta estaba cercana y los impulsaba a remar sin descanso. Hacia mediodía las orillas se separaron en un ancho estuario. A su izquierda, al norte, el río Moin se unía con el Haner y sus aguas verdes y opacas se fundían en una sola corriente. Los Tahedoranes cobraron nuevos ánimos y se exhortaron unos a otros a remar más rápido. Viajaban en una sola balsa, que habían agrandado con tres troncos de la otra almadía. Habían acabado sacrificando a los caballos, salvo a
Riamar,
pues estaban ya tan enfermos que respirar era para ellos una tortura. Aquel día, El Mazo derramó una lágrima por su viejo percherón, y tuvo que ser Kratos quien le diera el golpe de gracia, pues él no fue capaz.

Ahora, 28 de Kamaldanil, una bandada de pájaros blancos pasó sobre sus cabezas, entre ásperos chillidos. El Mazo levanto la cabeza y preguntó qué aves eran aquéllas, pues nunca las había visto.

—Eso, amigo —le dijo Krust-, son gaviotas. ¡Las mensajeras del mar!

El Ritión empezó a cantar una Jipurna con su poderosa voz de barítono, y los demás, uno a uno, se sumaron a su canción. Aunque tenían los ojos hundidos, la piel seca y la lengua hinchada por la sed, empujaron las palas con ahínco y entonaron alegres aquellos versos guerreros.

Derguín cantó con los demás, pero la Jipurna le sabía a hiél en la boca. Su mirada recorrió la balsa. A estribor, El Mazo remaba con una pala tan grande como dos de las otras, y cada vez que la clavaba en el agua la balsa entera se sacudía hacia la izquierda. Detrás de él, Aperión bogaba y cantaba la Jipurna, menos malhumorado que otros días, aunque no dejaba de vigilarlos a todos con ojos como rendijas. En el centro de la balsa, sentado junto a
Riamar,
Linar rumiaba sombríos pensamientos. A babor iban Krust y Kratos, y por último él. No había nadie más en la almadía.

Cuando Derguín había llegado al río, tras despedirse de la estatua en que se había convertido su amigo Mikhon Tiq, Kratos y Krust estaban bajando a Tylse a la orilla, envuelta hasta la cabeza en su capa. Le dijeron que llevaba un rato muerta. Derguín se arrodilló junto a ella y se empeñó en descubrirle el rostro para echarle una última mirada. Los demás se extrañaron, pues estaban tan agotados y abstraídos en sus propios planes que no habían reparado en la fugaz relación que los había unido. Sin embargo, se apartaron sin decir nada y le dejaron tranquilo.

Los labios de Tylse estaban amoratados, pero Kratos, antes de cubrirla, le había cerrado los ojos y compuesto el gesto. Derguín desenvainó la espada de la Atagaira, se la puso sobre el pecho y le cruzó los brazos por encima. Después, en un impulso, tomó su diente de sable y le cortó un mechón de aquel cabello casi blanco. Al hacerlo sintió que estaba desafiando a Tríane y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero aun así se guardó aquel mechón.

Encendieron una pira junto al río. Después, mientras las llamas se alzaban en la noche, se alejaron de aquel paraje de mal agüero donde habían perdido a dos compañeros. Aperión comentó que ya quedaba uno menos para la Espada de Fuego, y que eran dos menos para beber agua. Derguín se arrojó sobre él, empezó a darle puñetazos en la cara y quiso tirarlo por la borda, pero Krust y El Mazo los separaron.

BOOK: La Espada de Fuego
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Marte Verde by Kim Stanley Robinson
Looming Murder by Carol Ann Martin
Midnight Bayou by Nora Roberts
Stonebrook Cottage by Carla Neggers
Bringing Him Home by Penny Brandon
4 Blood Pact by Tanya Huff