Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (6 page)

BOOK: La estancia azul
5.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El sonido de sus dedos sobre el teclado se extendía por la sala como disparos de metralleta con silenciador. Oyó un ruido detrás de él. Se dio la vuelta. Nada.

Otro ruido.

Nada.

«Malditos fantasmas…Siempre jodiendo. Volvamos al trabajo.»

Jamie Turner empujó sus gruesas gafas nariz arriba y retornó a su tarea. La luz cenicienta de ese día lluvioso sangraba a través de las ventanas llenas de barrotes. Fuera, en el campo de fútbol, sus compañeros corrían, reían, metían goles y trotaban adelante y atrás. Acababa de empezar la clase de educación física de las 9.30. Se suponía que Jamie estaba con ellos: a Booty no le haría ninguna gracia saber que él se encontraba ahí, en la sala de ordenadores, y no en el campo de juego.

Pero Booty no lo sabía.

No es que Jamie aborreciera al rector del internado. En absoluto. Resultaba muy difícil aborrecer a alguien que se preocupaba por él. (No como, pongamos por caso, ¿hola?, sus padres. «Nos vemos el veintitrés, hijo…No, espera, tu madre y yo estaremos en Mallorca. Volvemos para el uno o el siete. Entonces nos podemos ver. Te queremos, adiós.»)

Jamie sabía que Booty hacía algunas cosas que resultan ineludibles cuando uno está al cargo de un internado de trescientos muchachos: imponer castigos si los chavales decían palabrotas o se acostaban tarde o tenían revistas guarras. ¿Qué se podía esperar en esos casos? Formaba parte del juego. Pero es que la paranoia de este hombre rayaba en lo estrafalario. Conllevaba encerrarlos por las noches con todas esas alarmas y seguridad, y estar encima de ellos a cada rato.

Y también, por ejemplo, negarse a dejar que los chicos fueran a conciertos de rock inofensivos en compañía de sus muy responsables hermanos mayores, hasta que sus padres no hubiesen firmado la hoja de permiso, cuando quién iba a saber dónde se encontraban sus padres, por no hablar de lo imposible que resultaría hacerles perder unos preciosos minutos en firmar algo y mandarlo por fax a tiempo, por muy importante que fuera eso para uno.

Te queremos, adiós…/em>

Pero ahora había tomado cartas en el asunto. Jamie golpeaba feliz las teclas de su ordenador mientras flotaba en celestiales nubes de bytes. Se ajustó las gafas que siempre usaba (con pesados cristales de seguridad) y guiñó los ojos mientras contemplaba la pantalla.

Pensaba en lo absoluto de su dicha: estaba trabajando de lleno en una Tarea que reunía no sólo afanarse con el ordenador sino también encontrarse con su hermano, que era el ingeniero de sonido de un concierto que tendría lugar esa misma noche en Oakland. Mark le había dicho a su hermano menor que si podía escaparse de St. Francis lo llevaría al concierto de Santana y, lo más seguro, con un par de pases de backstage de acceso ilimitado.

No le importunaba que la Tarea (agenciarse de forma clandestina la clave de Herr Mein Fuhrer Booty, perdón, del Doctor y Licenciado Mr. Willem Cargill Boethe) fuese ilícita, ni le restaba interés: muy al contrario, lo convertía en algo mucho más excitante.

En cualquier caso, Jamie Turner debía rebasar más de un obstáculo. Si no salía del colegio para las seis y media, su hermano tendría que irse solo para no llegar tarde al trabajo. Y esa hora límite era un problema. Porque salir de St. Francis no era nada fácil, no era descolgarse por la ventana usando una cuerda hecha de sábanas anudadas, como hacen los chavales cuando se escapan en las viejas películas. St. Francis podía tener la apariencia de un viejo castillo español pero, en cuanto a seguridad se refiere, todo era alta tecnología.

Por supuesto que Jamie podía salir de su habitación: las puertas no se cerraban, ni siquiera de noche (St. Francis no era exactamente una prisión). Y podía salir del mismo edificio por la puerta de incendios, en el caso de que llegara a desconectar la alarma de humos. Pero todo eso no le llevaría más allá del patio del colegio. Y éste estaba rodeado por un muro de tres metros y medio de alto, coronado además por una alambrada. No había manera de pasar por ahí (al menos para un empollón regordete como él que odiaba las alturas) salvo que pudiera agenciarse el código de acceso de una de las puertas que daban a la calle.

Así que se había metido en los archivos del ordenador de Booty y entonces había descargado el archivo que contenía la clave (con el conveniente nombre de «códigos de seguridad». ¡Muy sutil, Booty!). Ese archivo contenía, por supuesto, una versión encriptada de la clave que Jamie debía decodificar si quería hacer uso de ella. Pero el ordenador enclenque y clónico de Jamie tardaría días en hacerlo, así que Jamie se había metido en una página de Internet para encontrar una máquina capaz de descubrir el código a tiempo para la mágica hora límite.

Jamie estaba al corriente de que se había creado un extenso circuito académico de redes en Internet con el fin de facilitar el intercambio de investigaciones, para no guardar la información en secreto. Las que fueran las primeras instituciones en estar unidas por la red (en su mayor parte universidades) tenían aun hoy sistemas de seguridad peores que los de las agencias gubernamentales y las corporaciones que habían accedido mucho más tarde a Internet.

Llamó, metafóricamente hablando, a la puerta del laboratorio informático de la Facultad de Ingeniería y Tecnología de la Universidad del Norte de California y le respondieron así:

¿Nombre de Usuario?

Jamie respondió:
Usuario.

¿Contraseña?

Su respuesta:
Usuario
. Y apareció este mensaje:

Bienvenido, Usuario.

«Vaya, ¿qué tal un muy deficiente en seguridad?», pensó Jamie retorcidamente antes de empezar a navegar por el directorio raíz —el principal— hasta que se topó con un superordenador, un viejo Cray, lo más seguro, en el network de la facultad. En ese momento calculaba la edad del universo. Algo interesante, sí, pero no tan importante como un concierto de Santana. Jamie empujó a un rincón el proyecto de astronomía y cargó un programa llamado Cracker, que él mismo había escrito y que empezó a llevar a cabo la laboriosa tarea de extraer de los ficheros de Booty la clave que buscaba. Él…

—Mierda, joder —exclamó en un lenguaje muy poco al estilo de Booty. Su ordenador se había vuelto a quedar colgado.

Esto le había ocurrido unas cuantas veces en los últimos días y le enfurecía no conocer la causa. Sabía de ordenadores y no lograba encontrar ninguna explicación para este tipo de atascos. Y no tenía tiempo para estas cosas, hoy no, no cuando tenía una hora límite a las seis y media. En cualquier caso, el muchacho anotó lo ocurrido en su cuaderno de hacker, como haría cualquier programador inteligente, reinició el sistema y volvió a enchufarse a la red.

Comprobó el Cray y vio que el ordenador de la Facultad había seguido trabajando, pasando el Crack–er por los ficheros de Booty incluso cuando él estaba desconectado.

Podría…

—Señor Turner, señor Turner —dijo una voz muy cerca de él—. ¿Qué es lo que hace aquí?

Esas palabras le helaron la sangre hasta niveles insospechados. Pero no lo sobresaltaron tanto como para olvidarse de pulsar
Alt–F6
en el ordenador justo antes de que el rector Booty avanzara con suavidad sobre sus zapatos con suelas de goma entre las terminales de ordenadores.

En la pantalla, un texto sobre el maltrecho estado de la selva amazónica sustituía al informe del estado de su programa ilegal.

—Hola, señor Boethe —dijo Jamie.

—Ah —dijo el hombre alto y delgado, inclinándose para observar la pantalla—. He pensado que quizá se dedicaba a observar imágenes indecentes.

—No, señor —respondió Jamie—. Yo nunca haría eso.

—Así que estudia el Medio Ambiente y anda preocupado por el mal que le hemos infligido a nuestra pobre Madre Tierra, ¿eh? Está bien, está muy bien. Pero debo recordarle que es hora de su clase de Educación Física. Por lo tanto, usted debería estar disfrutando de la Madre Tierra de primera mano. Ahí fuera, en los campos. Respirando el aire puro de California. Corra y salga a meter goles. Es usted muy listo, señor Turner, y deseamos que siga así, pero lo que es bueno para el cuerpo es bueno para la mente.

—¿No está lloviendo? —señaló Jamie.

—Yo lo llamaría sirimiri. Además, jugar al fútbol bajo la lluvia afianza el carácter. Ahora salga, señor Turner. Los verdes están jugando con uno menos. —El señor Lochnell giró a la derecha mientras su tobillo iba en sentido contrario—. Vaya en su ayuda. Su equipo le necesita.

—Tengo que apagar el sistema, señor. Me llevará unos minutos.

El rector salió por la puerta y dijo:

—Quiero verlo vestido ahí fuera en un cuarto de hora.

—Sí, señor —respondió Jamie Turner, sin demostrar su desilusión por tener que trocar su ordenador por un pedazo de césped lleno de barro, la compañía de una docena de lerdos condiscípulos y (peor aún) el hecho de que fuera a quedar en ridículo, como sucedía siempre que practicaba cualquier tipo de deporte.

Alt–F6
expulsó la página sobre la selva amazónica y Jamie empezó a teclear un informe de Estado para ver cómo iba su Crack–er con relación a la clave. Luego hizo una pausa, pues guiñando ambos ojos ante la pantalla había visto algo extraño. La imagen del monitor parecía estar algo más borrosa de lo normal y los caracteres escritos titilaban.

Y había algo más, encontró que las teclas reaccionaban con torpeza cuando las pulsaba.

Nunca antes había experimentado este tipo de fallo imprevisto y se preguntó cuál podría ser el problema. Había escrito varios programas de diagnóstico y decidió pasar uno o dos de ellos cuando hubiera conseguido la clave. Quizá le dijeran lo que andaba mal.

Intuyó que el fallo estaba en un defecto en la sub–carpeta del sistema, tal vez una complicación en el acelerador de gráficos. Examinaría eso primero.

Pero, por un segundo, Jamie Turner pensó algo ridículo: que las letras borrosas y el lento tiempo de respuesta de las teclas al pulsarlas no se debían a ningún problema del sistema operativo. Que obedecían a las órdenes del fantasma de un antiguo indio que flotaba entre Jamie y su ordenador, enfadado por la interferencia humana cuando sus dedos, fríos y espectrales, tecleaban un mensaje desesperado pidiendo ayuda.

Capítulo 00000101 / Cinco

En el extremo superior izquierdo de la pantalla de Phate había una pequeña ventana que decía:

Trapdoor – Modo Caza de Objetivo
: [email protected].

On–line
: Sí.

Sistema operativo
: MS–DOS/Windows.

Software antivírus
: Desconectado.

Phate podía ver en su pantalla exactamente lo mismo que Jamie veía en su monitor, a algunos kilómetros de distancia, en la Academia St. Francis. En ese instante lo que ambos tenían enfrente era el menú de un programa para averiguar contraseñas. Jamie era el autor de ese programa. A Phate le impresionó gratamente.

Phate se sentía intrigado por este personaje en particular de su juego desde la primera vez que entró en la máquina del chico, un mes atrás.

Phate había invertido mucho tiempo en ojear los ficheros de Jamie y había aprendido tantas cosas sobre él como lo hiciera anteriormente de Lara Gibson.

Por ejemplo:

Jamie Turner odiaba los deportes y la historia, y sobresalía en matemáticas y ciencias, aunque sus profesores no tenían suficiente habilidad para estimularlo.

Era un lector compulsivo. El chaval era un MUDhead (pasaba muchas horas en los chats del Dominio de Multiusuarios), que sobresalía jugando a juegos de rol y creando y salvaguardando las sociedades de fantasía que tan famosas son en la esfera de los MUD. Jamie también era un programador excelente: y además autodidacta. Había diseñado su propia página web, ganadora de un segundo premio de la
Revista de Websites Online
. Y había concebido una idea para un nuevo juego que Phate creía interesante y que tenía un claro potencial comercial.

Jamie se había acercado a unos almacenes de Radio Shack cercanos a su colegio y, desde allí, usando los ordenadores, teléfonos y módems en exposición, se había conectado a la red y pirateado la página oficial del Gobierno del Estado de California, donde insertó una versión en dibujos animados del oso del escudo californiano que recorría la página, y que de vez en cuando dejaba excrementos por aquí y por allá. (Y había ocultado su rastro tan bien que los ciberpolicías seguían sin tener ni idea de quién podía haber hecho tal cosa.)

El mayor miedo del muchacho era perder la visión: había encargado unas gafas especiales con cristales anti–rotura a un optómetra on–line.

El único miembro de su familia con quien se comunicaba habitualmente a base de correos electrónicos era su hermano Mark. Sus padres eran ricos y andaban ocupados y no respondían sino a uno de cada seis o siete correos que su hijo les enviaba.

Phate había llegado a la conclusión de que Jamie Turner era brillante, imaginativo, elástico y vulnerable.

Y de que era el tipo de hacker que un día se convertiría en una amenaza para él.

Phate, como muchos otros grandes wizards electrónicos, poseía una faceta mística. Era como esos físicos que ponen la mano en el fuego para defender la existencia de Dios o esos políticos que se entregan con devoción al misticismo masónico. Phate creía que las máquinas poseen un lado indescriptiblemente espiritual y que sólo aquellos cuya visión es limitada pueden negar semejante verdad.

Así que no resulta tan extraño que la personalidad de Phate fuera a un tiempo supersticiosa. Y una de las cosas que había llegado a creer, mientras se servía del Trapdoor para husmear en el ordenador de Jamie durante las semanas anteriores, era que el chico era una representación de su propia decadencia y declive. Ni la policía ni la gente de las corporaciones de seguridad lograrían ocasionarle la ruina. Pero podría suceder que un hacker imberbe como Jamie lo consiguiera.

Ésa era la razón por la que debía conseguir que el joven Jamie T. Turner concluyera sus aventuras en el Mundo de la Máquina. Y Phate había planeado una manera de pararle los pies que era especialmente efectiva.

BOOK: La estancia azul
5.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Roll with the Punches by Gettinger, Amy
Divas by Rebecca Chance
Salem Witch Judge by Eve LaPlante
Hearts On Fire by Childs, Penny
Death of a Darklord by Laurell K. Hamilton
Fire in the Blood by Irene Nemirovsky
Saving from Monkeys by Star, Jessie L.
The Slam by Haleigh Lovell