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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (16 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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La ballesta, por ejemplo, era parecida a la humana, consistente en un arco fijo a un eje de madera, con un mecanismo para tensar y soltar la cuerda. La «flecha» que disparaba era un dardo que la magia élfica había dotado de inteligencia y capaz de reconocer visualmente un objetivo y dirigirse hacia él por sí solo. El arco mágico, una versión mucho menor de la ballesta, podía llevarse a la cintura, guardado en una funda, y se disparaba con una sola mano. Ni los humanos ni los enanos podían producir armas inteligentes con su magia, y los ladrones que las vendían en el mercado negro pedían precios exorbitantes por ellas.

Pero Paithan había tomado precauciones para evitar robos. Quintín, un elfo que había estado con la familia desde que Paithan era un niño, había embalado los cestos personalmente y sólo él y Paithan sabían qué transportaban realmente, bajo las muñecas y barquitos y cajas de sorpresas. Los esclavos humanos, cuyo deber era conducir los tyros, creían llevar un cargamento de juguetes para niños y no de mortíferos juguetes para hombres adultos.

En su fuero interno, Paithan consideraba todo aquello una molestia innecesaria. Las armas de los Quindiniar eran de gran calidad, superior incluso a las que fabricaban normalmente los elfos. El propietario de una ballesta Quindiniar debía conocer una palabra clave para poder activar su magia y sólo Paithan poseía tal información, que transmitiría al comprador cuando llegara el momento. Sin embargo, Calandra estaba convencida de que cada humano era un espía, un ladrón y un asesino que sólo esperaba la ocasión de lanzarse al robo, la violación, el pillaje y el saqueo.

Paithan había tratado de señalarle a su hermana que su actitud era incoherente: por un lado, adjudicaba a los humanos una inteligencia y una astucia extraordinarias y, por otro, sostenía que eran poco más que animales.

—En realidad, los humanos no son muy distintos de nosotros, Cal —había comentado el muchacho en una memorable ocasión.

Jamás había vuelto a probar un argumento semejante. Calandra se había alarmado tanto ante su actitud liberal que había considerado seriamente la decisión de prohibirle aventurarse de nuevo en tierras humanas. La terrible amenaza de tener que quedarse en casa había bastado para que el joven no volviera a mencionar el tema nunca más.

La primera etapa del viaje era sencilla. El único obstáculo sería el golfo de Kithni, la gran extensión de agua que dividía las tierras élficas de los territorios humanos, pero aún quedaba muy lejos, al vars. Paithan se acomodó al ritmo de la marcha, disfrutando del ejercicio y de la oportunidad de volver a ser él mismo. El sol iluminaba los árboles con mil tonos de verde, como joyas, el aroma de un millar de flores perfumaba el aire y los breves y frecuentes chubascos refrescaban el calor que producía la marcha. A veces oía el ruido de algún animal que se escabullía al borde del camino, pero no prestaba gran atención a la fauna de la jungla. Tras haberse enfrentado a un dragón, Paithan decidió que era capaz de hacer frente a cualquier cosa.

Sin embargo, fue durante aquel tranquilo período cuando las palabras del anciano empezaron a zumbarle en la cabeza.

¡La muerte y la destrucción llegarán contigo!.

En cierta ocasión, cuando era pequeño, a Paithan le había entrado una abeja en el oído. El frenético zumbido casi lo había vuelto loco hasta que su madre había conseguido extraer el insecto. Igual que la abeja, la profecía de Zifnab había quedado atrapada en el cerebro de Paithan, repitiéndose una y otra vez, y no parecía que él pudiera hacer gran cosa por librarse de ella.

Trató de quitarle importancia, burlándose del anciano. Al fin y la cabo, éste parecía tan chiflado como su padre. Sin embargo, cuando ya había conseguido convencerse, Paithan vio los ojos del hechicero. Astutos, inteligentes, indeciblemente tristes. Era esa tristeza lo que inquietaba a Paithan, lo que le producía un escalofrío que su madre habría atribuido a alguien que se levantaba de la tumba. Eso le evocó recuerdos de su madre. Y Paithan recordó, asimismo, que el anciano había dicho que madre quería ver de nuevo a sus hijos.

El joven elfo sintió una punzada que en parte era dulce y, en parte, estaba cargada de remordimientos e inquietud. ¿Y si las creencias de su padre fueran ciertas? ¿Y si realmente podía reunirse con su madre después de tantos años? Soltó un grave silbido y movió la cabeza.

—Lo siento, madre. Supongo que no estarías demasiado satisfecha.

Su madre había querido que Paithan recibiera una educación; que todos sus hijos la recibieran. Elithenia era hechicera de la fábrica de armas cuando Lenthan Quindiniar la había conocido y le había entregado su corazón. Pese a tener fama de ser una de las mujeres más hermosas de Equilan, Elithenia nunca se había sentido cómoda entre la alta sociedad, cosa que Lenthan no había conseguido entender jamás.

—Tus ropas son las más espléndidas, querida. Tus joyas, las más costosas. ¿Qué tienen esos nobles que los ponga por encima de los Quindiniar? ¡Dímelo, y hoy mismo saldré a comprarlo!.

—Lo que tienen no es algo que se pueda comprar —le había respondido su esposa, con voz apenada.

—¿De qué se trata?.

—Ellos
saben
cosas.

Y por eso la mujer había decidido ocuparse de que sus hijos también
supieran
cosas. Para ello contrató a una institutriz que diera a sus pequeños la misma educación que recibían los hijos de un noble. Pero los resultados habían sido decepcionantes. Calandra, desde muy joven, supo exactamente lo que quería de la vida y aprendió de la institutriz lo que necesitaba: el conocimiento necesario para manipular personas y números. Paithan no sabía lo que quería, pero sabía muy bien lo que no: odiaba las aburridas lecciones, se escapaba de la institutriz cuando era posible y, si no podía hacerlo, perdía el tiempo de mil maneras. Aleatha, consciente de sus recursos desde pequeña, lanzaba candorosas sonrisas, se escondía en el regazo de la mujer y logró que nunca se le exigiera aprender otra cosa que a escribir su nombre.

Tras la muerte de la madre, su padre había conservado a la institutriz. Fue Calandra quien dejó marcharse a la mujer, para ahorrar dinero, y así terminó la instrucción escolar de los hermanos.

—No, me temo que madre no estaría demasiado contenta de nosotros —musitó Paithan, sintiéndose inexplicablemente culpable. Al darse cuenta de lo que había estado pensando, se echó a reír un tanto avergonzado y sacudió la cabeza—. Si no corto estas divagaciones, terminaré tan chiflado como mi pobre padre.

Para despejarse y librarse de recuerdos desagradables, Paithan se encaramó a los cuernos del primer tyro y se puso a charlar con el capataz, un elfo de muy buen juicio y de gran experiencia mundana. Desde aquel momento hasta la hora de la tristeza de esa noche, el primer ciclo después de la hora del torrente, Paithan no volvió a pensar en Zifnab y en la profecía. Y, cuando lo hizo, sólo fue momentos antes de caer dormido.

El viaje hasta Estport, de donde zarpaba el trasbordador, fue apacible y desprovisto de incidentes, y Paithan se olvidó por completo de la profecía. El placer de viajar, la embriagadora conciencia de libertad después de la sofocante atmósfera de la casa familiar, levantaron el ánimo del joven elfo. Al cabo de algunos ciclos en ruta, Paithan volvió a reírse abiertamente del viejo hechicero y de sus ideas absurdas, y deleitó a Quintín con anécdotas de Zifnab durante los descansos en la marcha. Cuando por fin llegaron al golfo de Kithni, Paithan casi no podía creérselo. El viaje le había parecido cortísimo.

El golfo de Kithni era un lago enorme que formaba la frontera entre Thillia y Equilan, y allí se encontró Paithan con el primer retraso. Estaban reparando uno de los transbordadores y sólo quedaba otro en servicio. A lo largo de la costa musgosa se alineaban varias caravanas a la espera de cruzar.

Cuando llegaron, Paithan envió al capataz a enterarse de cuánto tendrían que esperar. Quintín regresó con un número que señalaba su turno y dijo que podrían cruzar en algún momento del ciclo siguiente.

Paithan se encogió de hombros. No tenía excesiva prisa y daba la impresión de que los congregados sacaban el máximo provecho de aquel contratiempo. El muelle del trasbordador había adquirido el aspecto de una ciudad de tiendas. Los caravaneros deambulaban por el lugar visitando conocidos, intercambiando noticias y comentando las últimas tendencias del mercado. Paithan se ocupó de instalar y dar de comer a los esclavos, de alabar y felicitar a los tyros y de comprobar la seguridad de la mercancía que transportaba. Después, dejándolo todo en las competentes manos del capataz, decidió ir a sumarse al jolgorio.

Un emprendedor granjero elfo, enterado de la situación de los caravaneros, había instalado en la explanada un carromato con varios toneles de vingin casero, enfriado con hielo
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. El vingin era una bebida fuerte, elaborada con uvas prensadas y reforzada con un líquido destilado de tohahs fermentados, muy del gusto de Paithan. Al ver un numeroso grupo reunido en torno al tonel, el joven elfo se acercó a los bebedores. Entre ellos había algunos viejos amigos suyos y Paithan fue acogido con entusiasmo. Los caravaneros acaban por conocerse en los caminos y a veces viajan juntos, tanto por razones de seguridad como para tener compañía. Humanos y elfos dejaron un sitio a Paithan y pusieron en su mano una jarra fría, escarchada.

—Puntar, Ulaka, Gregor... Me alegro de volver a veros. —El elfo saludó a sus antiguos camaradas y fue presentado a los que no lo conocían. Tomando asiento sobre un fardo junto a Gregor, un humano corpulento y pelirrojo de barba encrespada, Paithan tomó un trago de vingin y, por un instante, agradeció mentalmente que Calandra no pudiera verlo.

Tras los saludos, varios de los presentes se interesaron por su salud y la de su familia; el joven elfo respondió a las preguntas y les devolvió la cortesía.

—¿Qué transportas esta vez? —inquirió Gregor, apurando una jarra de un largo trago. Después, con un eructo de satisfacción, devolvió la jarra al granjero para que la volviera a llenar.

—Juguetes —respondió Paithan con una sonrisa.

Risas complacidas y guiños de complicidad.

—Entonces, debes de llevarlos al norint —comentó un humano, al que le habían presentado como Hamish.

—En efecto —asintió el elfo—. ¿Cómo lo has sabido?.

—Por ahí arriba andan necesitados de «juguetes», según hemos oído —respondió Hamish.

Las risas cesaron y los demás humanos asintieron a sus palabras con aire sombrío. Los mercaderes elfos, perplejos, quisieron saber a qué se debía aquello.

—¿Hay guerra con los reyes del mar? —aventuró Paithan, entregando al granjero su jarra vacía. Una noticia así alegraría a Calandra. Le enviaría un ave mensajera para comunicárselo. Si algo podía poner de buen humor a su hermana, era una guerra entre los humanos. Ya se la imaginaba contando los beneficios que le reportaría.

—No —respondió Gregor—. Los reyes del mar tienen sus propios problemas, si es cierto lo que hemos oído. Unos humanos desconocidos, llegados del otro lado del mar Susurrante en toscas embarcaciones, han arribado como náufragos a las costas del país de los reyes del mar. Al principio, éstos acogían a los refugiados, pero han seguido llegando más y más y ahora les resulta difícil darles comida y refugio a todos.

—Que se los queden —intervino otro caravanero humano—. Nosotros ya tenemos suficientes problemas en Thillia, para tener que recibir a unos extraños.

Los mercaderes elfos escuchaban con la sonrisa de complacencia de quienes no se sienten afectados por lo que oyen, salvo en lo que se refiere a sus negocios. Una llegada de más humanos a la región sólo podía significar un aumento de los beneficios.

—Pero..., ¿de dónde salen esos humanos? —preguntó Paithan.

Se produjo una acalorada discusión entre los humanos, que sólo terminó cuando Gregor declaró:

—Yo lo sé de primera mano, pues he hablado con alguno de ellos. Dicen proceder de un reino conocido como Kasnar, que está muy lejos al norint de nuestras tierras, al otro lado del mar Susurrante.

—¿Por qué huyen de su patria? ¿Acaso se libra allí alguna gran guerra? —insistió Paithan, preguntándose mentalmente si le resultaría muy difícil fletar un barco para transportar tan lejos un cargamento de armas. Gregor movió la cabeza en gesto de negativa, arrastrando su barba roja sobre el pecho colosal.

—No se trata de una guerra —respondió con voz grave—. Hablan de destrucción. De una destrucción total.

Ruina, muerte y destrucción.

Paithan notó unas pisadas hollando su tumba y sintió un hormigueo en la sangre en manos y pies. Debía de ser el vingin, se dijo, y dejó de inmediato la jarra en la mesa.

—¿De qué se trata entonces? ¿Los dragones? No puedo creerlo. ¿Cuándo se ha oído que un dragón atacara un asentamiento?.

—No, incluso los dragones escapan ante esta amenaza.

—Entonces, ¿qué?.

Gregor miró a su alrededor con aire solemne antes de responder.

—Titanes.

Paithan y los demás elfos se miraron, boquiabiertos, y finalmente estallaron en una carcajada.

—¡Gregor, viejo cuentista! ¡Esta vez sí que me has tomado el pelo! —Paithan se enjugó las lágrimas que resbalaban de sus ojos—. De acuerdo, yo pago la próxima ronda. ¡Refugiados y náufragos...!.

Los humanos permanecieron en silencio, con expresiones cada vez más sombrías y abatidas. Paithan los vio intercambiar lúgubres miradas y contuvo su hilaridad.

—¡Vamos, Gregor, una broma es una broma! He picado. Reconozco que ya estaba calculando los posibles beneficios para mis arcas. Supongo que todos lo hacíamos —añadió, señalando con un gesto a los restantes elfos—, pero ya es suficiente.

—Me temo que no es ninguna broma, amigos míos —contestó Gregor—. Yo he hablado con esas gentes. He visto el terror en sus rostros y lo he oído en sus voces. Unos seres gigantescos, de facciones y cuerpo idénticos a los humanos, pero cuya estatura sobrepasa las copas de los árboles, han aparecido en sus tierras procedentes del norint. Son capaces de partir las rocas con su sola voz y lo destruyen todo a su paso. Agarran a los humanos entre sus manos enormes y los estrellan contra el suelo o los estrujan entre sus dedos hasta matarlos. No hay arma capaz de detenerlos. Las flechas les hacen el mismo efecto que a nosotros la picadura de un mosquito. Las espadas no penetran en su piel curtida, aunque no les causarían demasiado daño si lo hicieran.

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