La forja de un rebelde (115 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Regresamos Torres y yo tan absortos en nuestro problema inmediato y el peligro probable de que hubiera elementos fascistas entre el personal del ministerio, que olvidamos la batalla que seguía furiosa a menos de cuatro kilómetros de nosotros. Luis, mi ordenanza en la Telefónica, me preparó una cama provisional en la sala de prensa del ministerio con uno de los enormes divanes color Corinto que allí había. Se había enfundado en su uniforme de ordenanza e iba y venía con la suavidad y tacto de un perfecto sirviente, aunque debajo de su apariencia suave estaba terriblemente excitado: don Luis le había querido echar a la calle como se echa un perro viejo con sarna, y yo le había salvado de la miseria; «le había salvado la vida» era lo que decía él. Estaba convencido de que se aprobaría oficialmente lo que había hecho y de que se me nombraría. Yo pensaba que también era posible que me dieran cuatro tiros, pero estaba demasiado exhausto para preocuparme. Telefoneé al control de la Telefónica y les pedí que se encargaran de censurar las conferencias aquella noche. Después me dormí como un leño.

Al día siguiente Torres y yo fuimos al palacio del banquero Juan March, en el cual la Junta de Defensa estaba instalando sus oficinas. Frades me alargó un papel con la cabecera impresa: «Junta de Defensa de Madrid. Ministerio de la Guerra. Este Consejo de Defensa decreta que, hasta nueva orden de este mismo Consejo de Defensa, la totalidad del personal del Ministerio de Estado se mantendrá en sus puestos. El Secretario: Frades Arondo. Madrid, 8 de noviembre de 1936. Sellado por el Comité Ejecutivo de la Junta». Aún conservo el documento.

Cuando volvimos al ministerio, el orondo Faustino vino a mí con gran secreto:

—El señor subsecretario está en su despacho.

—Bueno, déjele allí. ¿No se había ido a Valencia?

—¡Oh, sí! Pero se le ha estropeado el coche.

—Ya le veré más tarde. Ahora, hágame el favor de pasar aviso a todo el personal de reunirse en el despacho de prensa.

Cuando todos los empleados estaban reunidos, les mostré la orden de la junta y les dije:

—Creo que lo que se debería hacer ahora es formar inmediatamente un comité del Frente Popular que tome sobre sí la responsabilidad de lo que se hace. Y aparte de esto, cada uno debe quedarse en su puesto hasta que haya órdenes concretas de Valencia.

Torres, que era joven e ingenuo, quiso hacer las cosas en gran estilo. Le mandó a Faustino que abriera el salón de embajadores, y dispuso:

—Como la mayoría de vosotros no pertenece a ninguna organización, nos vamos a reunir en el salón de embajadores únicamente los que estamos afiliados a alguna.

Eramos nueve, los seis impresores, dos empleados y yo. Torres asumió la presidencia. Era chiquitín y flaco y su cuerpecillo insignificante se hundió demasiado hondo en el muelle sillón del ministerio.

El salón de embajadores es una larga habitación, casi completamente llena por la enorme mesa central. Las paredes están tapizadas de brocado rojo y gualda, las sillas tienen respaldos curvados y dorados, asientos tapizados de rojo, y las garras en que rematan sus patas se hunden profundamente en la gruesa alfombra floreada. Sobre la mesa, frente a cada sillón, hay una carpeta de cuero con el escudo de España estampado en oro. Torres, en mangas de camisa, se encaró con nosotros, los tres chupatintas venidos a menos y los cinco impresores en blusa azul:

—¡Camaradas!...

La enorme sala nos empequeñecía y nos hacía borrosos; para contrarrestar este sentimiento, manteníamos la discusión a puros gritos. Cuando salimos, la alfombra estaba salpicada de ceniza de cigarrillos y los brocados impregnados de humo frío de tabaco malo. Mientras desfilábamos, Faustino entró y comenzó a abrir los balcones para purificar el santuario; pero nosotros estábamos contentos. Habíamos formado un Comité del Frente Popular, del cual era presidente Torres y yo secretario. Y habíamos fundado también la Unión de Empleados del Ministerio de Estado. Una hora más tarde se había adherido todo el personal.

El sargento de los guardias de asalto me llamó a su cuarto, y, cuando entré, cerró la puerta con gran cuidado:

—Ahora, ¿qué vamos a hacer con el tío ese?

—¿Con qué tío?

—Con el subsecretario. Yo creo que debería suprimírsele.

—Hombre, no sea usted bruto.

—Yo puedo ser un bruto, pero ese fulano es un fascista. ¿Sabe usted lo que le ha pasado? Tenía miedo de pasar a través de Tarancón, porque allí están los anarquistas, y por eso se ha vuelto a Madrid. ¿Usted no conoce la historia? Pues todo Madrid la conoce ya. En Tarancón, los anarquistas estaban esperando al Gobierno y a todos los peces gordos que se escaparon la otra noche, y querían fusilarlos a todos. El único que tuvo reaños para enfrentarse con ellos fue nuestro propio ministro, don Julio, pero los hubo que se escaparon sin ponerse más que el pijama y yo creo que alguno hasta se ensució en él.

Me fui a ver al subsecretario de Estado. Los ojos del señor Ureña estaban dilatados detrás de sus gafas, la cara tenía un ligero tinte verdoso como el de los cirios de las iglesias. Me ofreció una silla.

—No, muchas gracias.

—Como usted quiera.

—Quería únicamente decirle que tengo esta orden de la junta de Defensa, de acuerdo con la cual el ministerio no puede cerrarse.

—Bueno, lo que usted diga. —No había duda de que el hombre estaba temblando de miedo y su mente llena de visiones de piquetes de ejecución.

—Esto es todo lo que quería comunicarle.

—Bien, bien. Pero yo tengo que salir esta tarde para Valencia.

—Yo no tengo nada en contra. Usted es el subsecretario de Estado y yo no soy más que un temporero en la censura. Supongo que usted tiene sus órdenes directas del Gobierno. La única cosa que yo tengo que decirle es que este ministerio no se cierra. Lo demás no me importa.

—Oh, bien, entonces todo está bien. Muchas gracias.

El señor Ureña se marchó aquella tarde y Madrid no volvió a verle. Torres me dio una orden firmada del Comité del Frente Popular ordenándome hacerme cargo del departamento de prensa. En la oficina de censura estaba sentado un hombre ya maduro con un mechón de pelo blanco, el periodista Llizo, un hombre bien educado y de una honradez absoluta, que me recibió con una exclamación de alivio:

—Gracias a Dios que esto comienza a arreglarse. ¿Usted sabe lo que los periodistas han mandado ayer sin nadie que lo censurara?

—¡Pero los censores de teléfonos se habían encargado de ello!

—Sí, puede ser, y parece que lo han hecho durante la noche. Pero durante el día, la mayoría de los periodistas hacían sus llamadas desde aquí y telefoneaban sus despachos en la sala de prensa, porque les era mucho más cómodo. Y como antes nosotros censurábamos en el aparato, naturalmente, la Telefónica ha conectado las llamadas y no se ha preocupado de nada más, en la seguridad de que nosotros estábamos todavía haciendo la censura. O tal vez todo el mundo se ha hecho un lío. De todas maneras, ¡mire usted lo que se ha mandado al mundo ayer!

Miré el montón de papeles y se me revolvió el estómago. Los sentimientos contenidos de muchos periodistas se habían volcado allí. Había textos que no disimulaban, entre malicias, la alegría de que Franco estuviera, como ellos decían, dentro de la ciudad. Las gentes que leyeran aquellos despachos en otros países estarían convencidos de que los rebeldes habían ya conquistado Madrid y que la última resistencia, floja y desorganizada, terminaría inmediatamente. Había también informaciones justas y sobrias, pero la visión general que surgía de aquella odiosa mezcolanza era la de una confusión terrible —algo de esto había en verdad—, sin que apareciera la llamarada de valor y determinación de luchar que existía también y que era, en la jerga del periodismo, la «historia real». Nunca me he convencido tan completamente como entonces de la necesidad absoluta de una censura de guerra, leyendo aquellas informaciones llenas de malicia y de embustes, y dándome cuenta del daño que nos hacían en el extranjero. Era una derrota que se la debíamos al hombre a quien el miedo había llevado a desertar.

El mismo día, un hombre vestido de luto, escuálido, con cara de enfermo del estómago, vino a verme:

—Mire usted, yo soy el delegado del Estado en la compañía Transradio. He oído que usted había arreglado las cosas aquí y he venido a ver qué me aconseja. Sabe usted, yo tengo que censurar todos los radios que se mandan al extranjero, menos los que mandan ustedes ya censurados, claro, y la mayoría de estos radios proceden de las embajadas. Como usted pertenece al Ministerio de Estado y todo el mundo se ha marchado, he pensado que usted me podría ayudar. Francamente, yo no sé qué hacer, yo no soy un hombre muy enérgico. —Se estiró la corbata y me alargó un paquete de telegramas. Le expliqué que yo no tenía autoridad para intervenir en sus asuntos y traté de convencerle de que fuera a la junta de Defensa.

—He estado allí. Me dijeron que siga haciendo la censura como siempre. Pero, ahora pasan cosas... ¿qué voy a hacer yo con esto? — Escogió uno de los telegramas dirigido a «S. E. el Generalísimo Franco. Ministerio de la Guerra. Madrid». Era un pomposo mensaje de felicitación al conquistador de Madrid, firmado por el presidente de una de las más pequeñas repúblicas latinoamericanas.

—Bueno, eso es fácil —le dije—. Devuélvalo con la nota corriente en el servicio: «Desconocido en las señas indicadas».

Pero si este telegrama no era importante desde el punto de vista de la censura, había otros, en clave, de embajadores y legisladores cuyo partidismo por Franco era indudable. Había radios para y de españoles con la dirección de embajadas extranjeras, donde estaban refugiados, cuyo texto dejaba ver claramente las más ingenuas combinaciones bajo simples mensajes familiares. El remitente más prolífico era Félix Schleyer, el comerciante alemán que yo sabía era uno de los agentes nazis más activos, pero que gozaba de una extraterritorialidad espuria como administrador de la legación de Noruega en ausencia del ministro, que residía en San Juan de Luz.

Para ayudar al pobre interventor del Estado en la radio y para evitar algo de aquel desastre, tomé a mi cargo decidir extraoficialmente qué despachos debía mandar y cuáles retener. Pero no me hacía ilusiones: no estábamos en condiciones de enfrentarnos con las cosas que habían abandonado los que así se marcharon sin mirar atrás. Pero tampoco podía yo hacer lo que ellos y rehuir la responsabilidad, aunque me consumiera la furia de mi impotencia y la ira contra los burócratas que habían huido con pánico, sin dejar nada previsto para la continuidad de su trabajo, seguros de la rendición de Madrid. El caso de los radiotelegramas, aunque no me concerniera directamente, me ponía claramente de relieve que esto mismo había ocurrido en cada oficina del Estado, y que los que se habían quedado en Madrid tenían que montar, como yo, servicios de emergencia que seguirían forzosamente las leyes de una defensa revolucionaria, pero no las leyes de precedencia.

Reorganicé la censura de prensa extranjera con los cinco empleados que Rubio Hidalgo había dejado abandonados. Algunos de los periodistas nos mostraron inmediatamente un resentimiento hosco; el restablecido control les irritaba abiertamente.

—Ahora mandarán por las valijas diplomáticas todo el veneno que tienen dentro —dijo uno de los censores.

Lo que había montado era una estructura raquítica. Estábamos aislados, sin instrucciones y sin información oficial, y sin ninguna autoridad consultiva con excepción de la junta de Defensa, y la junta de Defensa tenía otras preocupaciones que el ocuparse de la censura de prensa extranjera. Nadie sabía por cierto a qué departamento pertenecíamos y yo no conseguía obtener comunicación telefónica con Valencia. Sin embargo, me sentía orgulloso de mantener el servicio.

A nuestro alrededor, Madrid estaba sacudido por una exaltación febril: los rebeldes no habían entrado. Los milicianos se felicitaban unos a otros y a sí mismos en las tabernas, borrachos de vino y de fatiga, dando un escape a sus miedos y a sus excitaciones con unos cuantos vasos, antes de volver a la esquina o a la barricada improvisada que aún persistía. Aquel domingo, el interminable 8 de noviembre, desfiló por el centro de la ciudad una formación militar compuesta de extranjeros en uniforme, equipados con armas modernas: la legendaria Brigada Internacional, que había sido entrenada en Albacete, venía en ayuda de Madrid. Después de las noches del 6 y del 7, cuando Madrid se había quedado sola en su resistencia desesperada, la llegada de estos antifascistas de países lejanos era una ayuda increíble. Antes de que terminara el domingo, circulaban ya por Madrid historias de la bravura de los batallones internacionales en la Casa de Campo; de cómo «nuestros» alemanes habían resistido la metralla de las máquinas de los «otros» alemanes que iban en vanguardia de las tropas de Franco; de cómo nuestros camaradas alemanes se habían dejado aplastar por estos mismos tanques alemanes antes que retirarse. Estaban llegando tanques rusos, cañones antiaéreos, aeroplanos y camiones llenos de munición. Se corría el rumor de que los Estados Unidos estaban dispuestos a vender armas al Gobierno. Queríamos creerlo. Esperábamos todos que, ahora, a través de la defensa de Madrid —¿qué mejor voto?—, el mundo se enteraría al fin de por qué luchábamos. La censura de prensa extranjera en Madrid era una parte de esta defensa; o al menos entonces yo lo creía así.

Una de aquellas mañanas, los cañones de sitio que los rebeldes habían emplazado comenzaron su bombardeo diario del amanecer. Lo llamábamos «el lechero». Estaba dormido en un sillón en el ministerio cuando me despertó una serie de explosiones en la vecindad. Las granadas estaban cayendo en la Puerta del Sol, en la plaza Mayor, en la calle Mayor, a trescientos metros escasos del edificio donde yo estaba. De pronto, las gruesas paredes temblaron, pero la explosión y destrucción por la que esperaban mis nervios no llegó, como debía, segundos después. En algún sitio, en los pisos altos, se oían gritos y carreras, y gente medio vestida se volcaba escaleras abajo. Faustino envuelto en una vieja bata, su mujer en enaguas y chambra, con sus pechos blanduchos restallando, un grupo de guardias de asalto en mangas de camisa, los pantalones desabrochados. En el patio, más al sur, se amansaba una nube de polvo nacida en el techo.

Un obús había tocado el edificio, pero no había estallado. Había pasado a través de las viejas gruesas paredes y se había tumbado a descansar a través del umbral del dormitorio de los guardias. La madera del piso estaba humeante aún y en la pared de enfrente había un roto. Una hilera de volúmenes del diccionario Espasa—Calpe había brincado en un remolino de hojas sueltas. Era una granada de 24 centímetros, tan grande como un recién nacido. Después de conferencias sin fin aquí y allá, vino un artillero del parque de artillería y desmontó la espoleta; el obús vendrían a recogerlo después.

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