La forja de un rebelde (135 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿Aprendiste a guisarlo cuando eras pirata, Miguel?

—Ya no hay piratas —replicó.

Llegó el autobús cargado de hombres de las Brigadas Internacionales. Algunos tenían sus brazos o sus piernas en escayola, otros tenían cicatrices aún a medio cerrar que exponían al sol y al aire del mar, sentándose en la arena húmeda, bordeada de flores con blancura y sal y olor dulzón. A mediodía, cuando el aire temblaba bajo el sol, entraban en tropel bajo el entoldado y gritaban pidiendo vino y comida. Miguel los servía silencioso. Si tenía que poner orden, tenía siempre a mano un juramento en su propio idioma. A última hora de la tarde muchos estaban medio borrachos y discutían. Había un francés más ruidoso y provocativo que los demás, y Miguel le dijo que se marchara fuera, él y sus amigos. Los otros se marcharon, pero el francés se revolvió y echó mano al bolsillo de atrás del pantalón. Miguel se agachó, le cogió por la cintura y le tiró a través de una abertura de la cortina de esparto, como si hubiera sido un muñeco. Volvió a entrar una hora más tarde. Miguel le miró de través y le dijo en voz bajita:

—Márchate...

El hombre no volvió a aparecer. Pero sentados a una mesa había unos cuantos viajeros de paso que habían sido testigos de la escena. Uno de ellos, una mujer con la cara de un loro, dijo tan pronto como se marchó el autobús:

—Ahora decidme a mí, ¿qué pintan estos extranjeros aquí? Se podían haber quedado en su casa y no venir aquí a chupar a cuenta nuestra.

Otra mujer que estaba sentada con ella replicó:

—¡Pero mujer! Nos ayudaron a salvar Madrid. Yo lo sé muy bien, porque estaba allí.

—Bueno, ¿y qué? —replicó la mujer hostil.

Miguel se volvió:

—Esos hombres han luchado. Están con nosotros. Usted no.

El marido de la mujer—loro preguntó precipitadamente:

—¿Cuánto le debo?

—Nada.

—Pero hemos tenido...

—Nada. ¡Fuera de aquí!

Se marcharon acoquinados. Comenzaron a llegar unos cuantos viejos de las casitas blancas de la playa de Calpe, como hacían todas las tardes. Se sentaron en taburetes a lo largo de las esteras colgadas, frente al mar, ahora que se había ido el sol. La punta encendida de sus cigarrillos trazaba signos cabalísticos en el aire oscuro.

—Esta guerra... y van a venir aquí también —murmuró uno.

Miguel, con la cara encendida por el resplandor de su cerilla y convertida en bronce pulido, preguntó:

—¿Y qué harías, abuelo?

—¿Qué puede hacer un hombre viejo como yo? Nada. Me haría tan pequeño que no me verían.

—Si realmente vienen, ¿qué puede uno hacer? —dijo otro—. Ellos vienen y se van, nosotros tenemos que quedarnos aquí... ¿Sabes? Miguel, hay gentes en Calpe que están esperando que lleguen los fascistas y tú estás en la lista negra.

—Ya lo sé.

—¿Qué vas a hacer si vienen? —pregunté yo.

Me cogió del brazo y me arrastró a un barracón detrás del entoldado. Había dos grandes barriles de petróleo:

—Si vienen —dijo Miguel—, nadie más será libre aquí. Yo meteré a la mujer y a los chicos en mi lancha y quemaré todo esto. Subiré a la roca y encenderé fuego donde dicen que hace siglos ardía, para decirles que huyan a todos mis hermanos de la costa. Pero un día volveré.

Enfrente de la cortina, ahora negra y llena de crujidos, la brasa de los cigarrillos era una cadena de chispas rojas. Fuera, en el mar, las linternas de los pescadores eran otra cadena de chispas blancas, ondulante. Estaba todo quieto. Saltó un pez al pie de la playa y la llenó de plata.

La próxima vez que fui a visitar a Rafael, recibí una carta certificada: Rubio Hidalgo me informaba oficialmente de que su departamento nos había concedido, a Ilsa y a mí, permiso ilimitado «para que nos recobráramos física y mentalmente», después de lo cual se nos confiaría trabajo útil en Valencia. Al mismo tiempo, como yo había cogido sin permiso del departamento de Madrid un coche para mis vacaciones, me serviría devolverlo inmediatamente a Valencia.

Le contesté mandando nuestra dimisión de todo trabajo con el Ministerio de Estado y participándole que volvíamos a Madrid al puesto que el general Miaja nos había confiado y del cual nos había dado el permiso de vacación. En cuanto al coche, era propiedad del Ministerio de la Guerra y nos había sido ofrecido, con su chófer, por el propio general Miaja, a quien se lo devolveríamos, porque el Departamento de Prensa no tenía ningún derecho sobre él. Y en cuanto a su ofrecimiento de permiso ilimitado con sueldo, no podíamos aceptarlo, porque no podíamos aceptar limosna de la República por un trabajo que no hacíamos.

Sentía un dolor hondo en el fondo de las entrañas.

Capítulo 8

La caída

Volvíamos a Madrid. El dolor sordo que se había apoderado de mí no me abandonaba.

Delante de nosotros, como una especie de burla de la guerra y de los que luchaban, se desarrollaba el conjunto del paisaje español: la llanura de las salinas, deslumbrantes en su blancura, al borde del Mediterráneo azul; el bosque de palmeras de Elche sumergido en la calima de mediodía; las casas morunas, ciegas de ventanas y cegadoras en sus blancos de cal, tendidas en las dunas desnudas y amarillas, con ondulaciones de olas petrificadas; pinos y encinas nudosas agarrados desesperadamente entre rocas, increíblemente solitarios bajo la cúpula infinita del cielo; la alfombra espléndida de los campos y huertas, bien regados, teñidos de verdes, extendiéndose alrededor de las casas viejas, escuálidas y destartaladadas, salpicadas de torres chatas, de Orihuela; un río lento, con mujeres alineadas a lo largo de sus orillas, golpeando enérgicas las ropas sobre piedras planas; más cerros desnudos y blanqueados, con sombras azules en sus barrancos como heridas; la profundidad inmensa del cielo encendido convirtiéndose lentamente en una incandescencia de azul suave. La huerta, verde esmeralda, de la llanura murciana, con la roca de basalto de Monteagudo penetrando fantástica en el aire ámbar de la tarde y manteniendo en lo alto un castillo de cuento de hadas, lleno de troneras, erizado de torres; y al fin, la ciudad de Murcia en sí, palacios barrocos y agitaciones de zoco moruno, envuelta en el crepúsculo íntimo y cálido.

Las únicas camas que pudimos lograr en el hotel, rebosante de gentes, fueron dos catres en un cuartucho sin ventilación. Las tres galerías abiertas que rodeaban la enorme escalera estaban llenas de las voces estridentes de hombres y mujeres borrachos. El restaurante estaba invadido por una multitud apiñada de soldados, granjeros ricos y negociantes de víveres; la comida y el vino eran excelentes, pero los precios terriblemente caros. Era fácil distinguir a los verdaderos murcianos, que miraban con odio a estos pájaros de paso. Estaban en pequeños grupos; los huertanos de la vieja casta de propietarios rurales, inquietos, malhumorados y silenciosos; los grupos más numerosos de los huertanos nuevos, hombres que habían sido explotados miserablemente toda su vida y habían llegado, a fuerza de sacrificios crueles, a convertirse a su vez en explotadores implacables y que ahora realizaban ganancias fabulosas en la escasez; y por último los grupos de los trabajadores, torpes, ruidosos, alardeando descaradamente de la libertad que habían ganado, exhibiéndose con sus pañuelos negros y rojos de anarquistas como para asustar con ellos a los amos odiados. Era una atmósfera de alegría forzada y falsa, con una subcorriente de desconfianza mutua, de tensión eléctrica, de disfrute desesperado. Pero la guerra no existía más que en los uniformes, y la revolución consistía únicamente en la exhibición deliberada del dinero y el poder, recientemente adquiridos, por los que hasta entonces no habían sido más que el proletariado de Murcia.

Odiaba el sitio y creo que Ilsa llegó a asustarse del ambiente. No dormimos más de un par de horas en la atmósfera asfixiante de nuestra alcoba improvisada y nos marchamos de madrugada. Nuestro chófer, Hilario, movió la cabeza cuando salimos de la ciudad:

—Esto es muchísimo peor que Valencia. ¡Y la comida que están desperdiciando! Pero ¿qué se puede esperar de estos murcianos traicioneros?

Porque para el resto de España, el murciano tiene fama de ser traicionero e hipócrita.

A través de cerros y laderas cubiertas de hierbas secas donde pastaban ovejas, llegamos a las tierras altas ya en Castilla. Grandes nubes en vedijas blancas, marchando lentamente hacia el oeste, vertían sombras errantes sobre los cerros cónicos pelados que surgían del llano. No había árboles, sólo unos pocos pájaros: maricas paseándose en la carretera, cornejas planeando perezosas sobre la tierra. Ningún ser humano. La llanura se teñía a trozos de amarillos y ocres, de grises de pies de elefante, de rojos de ladrillo viejo, de blancos polvorientos, muy raramente de verde. En estos campos inmensos de soledad yo no quería gritar ni llorar: se sentía uno demasiado pequeño.

Pasamos la ciudad de Albacete convertida en cuartel feo, centro de suministros de guerra y de las Brigadas Internacionales: cuarteles, casas estucadas, avenidas de árboles blanquecinos de polvo, tráfico militar, montones de chatarra, basura de guerra. Entramos en las tierras de don Quijote, en La Mancha. La carretera blanca, bordeada por los postes del telégrafo, se extendía en una línea recta sin fin a través de viñedos ondulantes, con sus negras uvas cubiertas de polvo espeso. Un horno de cal mostraba en el corte de la cantera la capa delgada de tierra fértil color ceniza oscuro, no más gruesa de un palmo, sobre la cal blanca y sin vida. El sol quemaba fieramente y la boca se llenaba y sabía a polvo y ceniza. Pero por largas horas no encontramos ni un pueblo, ni un mal ventorro al borde del camino, hasta llegar a La Roda.

Era día de mercado. Mujeres tiesas y rígidas, vestidas en trajes negros polvorientos, estaban sentadas inmóviles tras cajones y tenderetes conteniendo cintas y botones baratos, o detrás de cestas de fruta. Todas parecían viejas antes de tiempo y, sin embargo, sin edad definida, quemadas por el sol despiadado, los hielos y los vientos, en una semejanza desconcertante, menos las más roídas por su trabajo desesperado, con la tierra seca. Contra el fondo de sus casas de adobes descoloridos formaban como un friso de negros, castaños y amarillos de pergamino. Ninguna de ellas parecía interesada en vender sus mercancías. No se dignaban ni hablar. Sus ojos oscuros, semicerrados contra la luz, perseguían a Ilsa con un interés lleno de rabia. Cuando conseguimos comprar un kilo de las uvas moradas que una de ellas vendía, nos pareció haber ganado una victoria sobre su silencio hostil.

Decidí tomar una carretera secundaria y transversal que nos llevara de La Roda a la carretera de Valencia, donde podíamos encontrar un sitio en el cual nos dieran de comer. En La Mancha no había esperanza de encontrar comida. Pero después de haber recorrido un kilómetro, el coche comenzó a hundirse en el polvo blanco y profundo donde las ruedas no agarraban; tuvimos que seguir a no más de diez kilómetros por hora. Al menos había algo de concreto a qué culpar por nuestras desventuras: mi testarudez insistiendo en seguir un camino transversal contra el consejo del chófer. Nuestra reacción fue estallar en bromas infantiles que mostraban qué honda había sido nuestra depresión. Nos parecía cómico ir más lentos que un ciclista que corría haciendo equilibrios sobre el polvo.

Llegamos a un sitio donde había árboles, bosquecillos de pinos y, entre ellos, escondido, un aeródromo con «moscas», los pequeños aeroplanos de caza que nos habían suministrado los rusos. Después, un molino diminuto en el centro de un río y tierras labradas. Allí había vida, y poco importaba que lo primero que Hilario tuvo que hacer al llegar a Motilla del Palancar fuera ir a casa del herrero y remendar una ballesta del coche. Me llevé a Ilsa a las eras, donde el viento dibujaba remolinos con la paja que allí quedara, y después a una posada donde nos dieron huevos fritos y jamón en una cocina enlosada, con una chimenea de campana abierta al cielo. El sol caía a través de su embudo sobre el hogar de ladrillos escrupulosamente barridos y el vasar de la chimenea tenía la alegría de los botijos de barro rojo y las jarras de loza con flores azules. En la cuadra picoteaban grano las gallinas. Nos quedamos mirándolas: Madrid, hambriento, estaba muy cerca de allí.

Después nos alcanzó un convoy de tanques que iba al frente y otro que venía de allí en una mezcolanza de tropas, cañones y bagajes. La carretera de Valencia quedó bloqueada con las dos corrientes y tuvimos que parar largo rato. Aquella noche dormimos en Saelces en viejas camas, con montones de colchones de lana y sábanas sucias de meses. Cenamos un guiso de carnero que apestaba a sebo. Pero en compensación, el ventero regaló a Ilsa un tomate enorme que pesaba más de un kilo, el orgullo de su huerta y, según su frase, «mejor que jamón». Llevando en la mano, como un trofeo, aquella bola roja y deslumbrante, entramos en el ministerio a la mañana siguiente.

Rosario, la muchacha pálida e inhibida que había sido nombrada jefe de la censura y del Departamento de Prensa en mi lugar, se quedó completamente desconcertada al vernos, pero nos recibió con cortesía y procuró ayudarnos lo mejor posible. Una vez más, las gentes nos espiaban detrás de las puertas entreabiertas. El viejo Lli—zo vino bravamente a decirme cuánto sentía que nuestro trabajo común, que había comenzado en aquel inolvidable 7 de noviembre, se hubiera terminado; él no cambiaría su opinión sobre mí o sobre Ilsa, «que ha hecho de la censura una oficina de importancia diplomática». Mi viejo sargento me estrujó la mano y masculló algo sobre lo que él haría con estos hijos de mala madre. Pero él se quedaba a mis órdenes. A pesar de esto, no me hacía ilusiones ni disminuía las dificultades con que nos íbamos a enfrentar. Agustín abrió nuestro cuarto:

—He tenido que tenerlo cerrado con llave estos últimos días, Rubio quería simplemente tirar todas vuestras cosas Se había corrido una historia, que la policía os había detenido porque os habíais apoderado del coche; y desde luego, ninguno de ellos creía que ibais a volver a Madrid. Ahora Rosario está llamando a Valencia para contarles que estáis de vuelta y ya veréis: no van a dejar a los periodistas que te hablen, y mucho menos a Ilsa.

Me presenté a Miaja. Reanudaríamos nuestro trabajo con la radio, pero ya habíamos dejado de ser empleados del Ministerio de Estado. Le conté la historia del coche, del que habían querido hacer una trampa para cazarnos. Miaja gruñó enérgicamente; le asqueaba todo aquel lío. Tenía que tener mucho cuidado, porque esos fulanos de Valencia son capaces de todo:

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