Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Yo creía que íbamos a tomar café en el salón de las mesas de mármol, pero Fernando sigue hasta el fondo y comienza a subir una escalerilla empinada de madera. Me explica, antes de que yo le pregunte:
—El salón es el bar para el público. Los socios tenemos otro salón arriba.
El salón de arriba es tan grande como el salón de abajo y hay en él dos mesas de billar con los paños remendados, varios veladores redondos de mármol y unas mesas cuadradas con un tapete verde, donde juegan algunos a las cartas. En el fondo del salón hay un grupo grande de gente agrupada alrededor de una mesa sobre la que hay dos lámparas con pantallas verdes, colgadas del techo, y en la que suena ruido de dinero. Fernando va derecho allí.
La mesa tiene también un tapete verde y hay dos hombres sentados uno a cada lado sobre asientos altos. Uno tiene una baraja y otro unos montones muy grandes de dinero y de billetes delante de él. Rogelio me explica:
—Están jugando al monte. Ése de la baraja es el banquero y éste de los cuartos el que paga. Verás. El banquero tiene cuatro cartas sobre la mesa y cada uno apuesta lo que quiere a una carta. Después, la primera de las cuatro cartas que sale de la baraja ha ganado y los demás han perdido.
El banquero extiende las cuatro cartas y dice:
—¡Juego!
Todos se apresuran a poner pesetas y duros al lado de cada carta. Después dice:
—¡No va más!
Y empieza a sacar cartas de la baraja hasta que sale una de las cuatro. Entonces, el otro recoge casi todos los cuartos y da a los que tenían su dinero en aquella carta tantas monedas como han puesto. Fernando ha perdido dos duros. Cuando el banquero vuelve a poner cartas encima de la mesa, pone otros dos. Y sigue así, perdiendo duros. De pronto se vuelve a nosotros y nos dice que tomemos café. Rogelio llama al camarero y nos dan unos vasos de café muy malo. Fernando sigue perdiendo y Rogelio le dice que deje de jugar, pero él no le hace caso. De repente me llama:
—Tú, madrileño. ¡Ven aquí!
Me pone delante un montón de dinero, me sienta en sus rodillas y cuando vuelven a poner las cartas sobre la mesa, me dice:
—Coge el dinero que quieras y ponlo al lado de la carta que más te guste.
Hay un caballo de espadas y yo cojo una peseta y la pongo en una esquina. Fernando me dice:
—No tengas miedo, pon duros, todo lo que te dé la gana.
Y entonces cojo el montón de duros, cuatro o cinco, y lo pongo al lado del caballo. Toda la mesa me mira, pero yo sé que el caballo va a salir. Muchos que ya habían jugado quitan su dinero de las cartas elegidas y lo ponen al lado del mío. El banquero dice de mala gana:
—¿Hemos terminado? ¡No va más!
Vuelve la baraja y hay un caballo. A Fernando le pagan tres veces lo que ha puesto y el banquero tiene que pagar a todo el mundo de muy mal humor. Entonces se vuelve a Fernando:
—Mira, los niños no pueden jugar.
Todos protestan, pero el hombre se empeña en que yo no puedo jugar o que retira las cartas y deja que los demás sigan jugando. Nos quedamos en una mesita aparte Rogelio y yo, aburridos.
Al cabo de un rato muy largo vienen a nuestra mesa Fernando y un hombre gordo que no conozco. Se ponen a hablar de tierras, de viñas y de pagarés. El hombre gordo le dice a Fernando que le ha dado mucho dinero ya y que es un menor. Fernando le dice:
—Pero ¿a usted qué le importa? Si yo le firmo a usted con una fecha en la que ya soy mayor de edad, no hay engaño.
El hombre gordo replica:
—Y si te mueres antes, ¿qué pasa? Porque tienes una cara de tísico que no hay por dónde cogerte.
—No tenga usted cuidado, que no me muero. Bicho malo nunca muere —agrega riéndose.
El gordo saca del bolsillo unos billetes y un papel sellado. Fernando firma y el gordo le da los billetes. A mí me choca que el papel no tiene nada escrito. Fernando le dice al hombre:
—Me fío en su palabra, ¿eh?
—¿Cuándo te he engañado yo?
Fernando vuelve a la mesa de juego y el hombre se pone a explicarnos:
—Tú eres el nieto de Inés, ¿no? Estás hecho un hombre. Toma para que te compres algo —y me da un duro—. ¿Te da envidia? —agrega, dirigiéndose a Rogelio—. Toma, otro para ti. Fernando es un buen chico. Teníamos que arreglar esto de las uvas y ya está arreglado. Su padre era una buena persona —le pone una mano en el hombro a Rogelio—. Buenos duros hemos ganado tu padre y yo, chaval; pero, cuando se llevó a la Inés a su casa, se acabó. Me tomó hincha, porque tu abuela me ha tenido siempre rabia —me dice a mí— y acabamos regañando tu padre y yo. Le tenía bien cogido el pan.
Rogelio se le queda mirando a la cara:
—Deme usted cinco duros —le dice de pronto.
Yo le miro asustado.
—¿Para qué quieres tú cinco duros, mocoso?
—Me da usted cinco duros o se lo cuento a la Inés que usted le da dinero a Fernando. Yo no soy como éste —dice mirándome a mí—. O me da usted los cuartos o se lo digo a la Inés. Todo el mundo sabe que presta usted dinero y luego se queda con las tierras.
—Niño, estas cosas no se dicen. Hay que respetar a las personas mayores. Toma, toma otro duro y cállate. Y tú también —me dice a mí—. Toma un duro y no le cuentes nada a la abuela.
Se levanta de mal humor y le arranca a Fernando de la mesa. Comienzan a discutir, primero en voz baja, después alzando la voz:
—¡El que con niños se acuesta, ensuciado amanece! —dice el hombre—. Si no hubieras traído los mocosos aquí. Sobre todo el nietecito. Tu hermano al fin y al cabo se le da un duro y se calla, pero de la sanguijuela esa no me fío. En cuanto llegue a su casa se lo contará a su abuela y tendremos bronca.
Fernando dice:
—No tenga usted cuidado. Él, ¿qué sabe?
Vuelve a nosotros y nos manda a casa: —Ya sabéis, me he quedado comprando uvas.
Cuando salimos a la calle Rogelio me dice:
—Al tío éste siempre le saco un duro. Es un truco. Pero no le digas nada a Inés, porque entonces nos quita los cuartos.
Yo le prometo callarme y atamos los duros en el pañuelo para que no suenen. Cuando llegamos a casa, la abuela refunfuña porque Fernando no ha venido y nos vamos a acostar.
Tenemos una alcoba enjalbegada de cal, con vigas cruzadas en el techo. Una cama enorme, un orinal tan grande como la cama debajo de ella, dos sillas y un arcón curvado. Hay una ventana grande a la calle con reja de hierros llena de hojas. El cuarto está frío y las sábanas, húmedas. El piso es de losas de tierra y está helado, chorreando agua. Nos desnudamos de prisa y gateamos a la cama, tan alta como nosotros. Dentro de las sábanas nos vamos calentando. Después de un rato, el calor de la manta es insoportable. Rogelio me pregunta:
—¿Tienes calor?
—Estoy casi sudando —respondo.
—Vamos a quitarnos la ropa —y se quita el calzoncillo y la camiseta, quedándose en cueros.
A mí me da vergüenza, pero si nos hemos bañado en cueros, ¿por qué no desnudarme ahora? Nos quedamos los dos desnudos dentro de la cama. Rogelio se arrima a mí. Le arde la piel. Me pasa la mano por el cuerpo y me dice:
—Estás fresco.
Y comienza a acariciarme el sexo. Le quito la mano, pero insiste.
—Anda, hombre, no seas tonto, verás cómo te gusta.
Me dejo hacer, aturdido de vergüenza, ardiendo. De repente no sé lo que me pasa. Me vuelvo loco de rabia y comienzo a pegarle en los costados furiosamente, mientras él, excitadísimo, continúa sin soltarme. Salto de la cama. A los pies he dejado la correa, colgada de los hierros, y con ella le golpeo furioso en la cabeza, en los ríñones, en los muslos, en la tripa. Chilla y se revuelca en la cama. Encima de un ojo le cae un hilito de sangre. La abuela viene en camisa con una palmatoria en la mano, unas zapatillas grandes en los pies. Nos pilla, él revolcándose en la cama, yo pegando ciego de ira, de rabia y de asco. Me da dos bofetadas la abuela y me caigo en un rincón llorando.
Después, ella en camisa, nosotros en cueros, vienen las explicaciones. Rogelio calla sentado en una silla. Yo hablo, hablo mezclando las cosas:
—Mira, abuela, éste es un guarro. Me ha tocado y quiere hacer cochinerías. Y su hermano juega. Y todos los chicos del pueblo hacen cochinerías. Tiene una tarjeta postal de una mujer en cueros...
Lloro y saco los duros del bolsillo de mi pantalón que voy a buscar a tientas a la alcoba, hipando. La abuela coge los cuartos y me lleva a su cama, me arropa, me mete en el hueco de su tripa y me duermo. A Rogelio le ha dado un puntapié en las nalgas desnudas y la zapatilla ha salido volando por el aire. Yo me he reído entre mis lágrimas.
Me despierta el ruido de la puerta. Vuelve Fernando. Está amaneciendo y la abuela le chilla desde la cama. Fernando viene borracho.
—Bueno, bueno, Inés. Déjame en paz. Lo que tengo es sueño.
Se sienta en la mesa del comedor, se bebe una copa de aguardiente y se duerme sobre el tablero. La abuela se levanta en camisa, le coge en brazos y le lleva a su alcoba. Es una cosa rara, a la media luz de la mañana, ver a mi abuela, tan grande, en camisa blanca hasta los pies, llevando a Fernando en los brazos como un pelele. Le oigo caer en la cama como un costal y después ronca que se le oye en toda la casa. Por la calle pasa un carro que hace temblar los vidrios de las ventanas. El carretero va cantando y mi abuela vuelve a la cama, me coge entre sus brazos, apoya mi cabeza en su pecho y comienza ella también a canturrear.
Madrid
Madrid huele mejor. No huele a mulas, ni a sudor, ni a humos, ni a corrales sucios con el olor caliente del estiércol y de las gallinas. Madrid huele a sol por las mañanas. El gato se queda en una esquina del balcón encima de un cuadrado de alfombra, asoma la cabeza a la calle por encima del borde de la tabla puesta de canto contra la barandilla y después se sienta y se duerme. De vez en cuando, entreabre los ojos de oro y me mira. Los vuelve a cerrar y sigue durmiendo. Dormido, mueve las ventanillas de la nariz, oliendo las cosas.
Cuando riegan la calle sube hasta el balcón el olor fresco de la tierra mojada, como cuando llueve. Cuando sopla el aire del norte, huelen los árboles de la Casa de Campo. Cuando no hay aire y el barrio está quieto, entonces huelen las maderas y los yesos de las casas viejas, las ropas limpias tendidas en los balcones, los tiestos de albahaca. Los muebles viejos de nogal y de caoba sudan la cera y se les huele por los balcones abiertos, mientras las mujeres limpian. Debajo de casa hay una cochera de lujo y por las mañanas sacan los coches de charol a las calles y los riegan y los cepillan, y huelen. Los caballos blancos y castaños, color canela, salen a pasear tapados con una manta y huelen a pelo caliente.
Al lado de casa está la plaza de Oriente con su caballo de bronce en medio y sus reyes de piedra alrededor. Con sus dos pilones de mármol llenos de agua y de ranas, de sapos cabezotas y de peces. Y a los lados hay dos jardines. La plaza entera huele a árbol, a agua, a piedra y a bronce. Más allá, enfrente, está el palacio con su explanada cuadrada —la plaza de Armas— tapizada de arena y desnuda de árboles, con sus hileras de balcones. Dentro de la plaza reina el sol desde que sale hasta que se pone, y es como una playa sin mar. Dos cañones miran al campo y un soldado se pasea entre ellos, de día y de noche, con su correaje blanco y sus cartucheras barnizadas. Los balcones están en una galería de bóvedas de piedras espesas, y después de cruzar la llanura de la plaza llena de sol, se siente en ellas el frío de las cuevas. El aire fresco del Campo del Moro y de la Casa de Campo entra soplando por los balcones para refrescar la arena de la plaza.
Asomado al balcón todo es verde. De espaldas al balcón, todo es amarillo. Verdes los campos y los bosques, amarillos los granos de arena y los bloques de piedra. Hay un reloj, tan viejo que sólo tiene una manilla, porque, cuando le hicieron, los hombres no contaban aún los minutos. Encima un campanil pequeñito con la sonería del reloj y sus martillos colgados al aire, dispuestos siempre a golpear las horas. Debajo del reloj, las garitas de piedra gruesa con rendijas por ventanas y su techo como un colador. Las tres puertas grandes por las cuales no pasa nadie. Sólo entran a veces los embajadores y los reyes de fuera. Entonces, los soldados que están en las garitas para que no pase nadie, los dejan entrar y presentan el fusil recto.
Sobre la cabeza de los centinelas charlotean las golondrinas. Hay millares. Todos los rincones de las cien ventanas de la fachada tienen un nido, dos o tres, pegados unos a otros, con su agujerito, como si fueran bolsos. Tantos hay que las golondrinas que vinieron más tarde, porque nacieron después, tuvieron que amasar sus nidos en las bóvedas de las dos galerías de piedra. En las tardes de verano, cuando cae el sol, aturden con su vuelo rápido de vaivén. Vuelven mil veces al nido donde también chillan las crías con las cabezas fuera del agujero de la bolsa esperando, con el pico abierto, el pasar de la madre que les deja el insecto como si fuera un beso.
Una vez al día, a las once en punto, entran los soldados atravesando la plaza a paso lento, todos de gala. Los de infantería con sus cuatro gastadores delante, las palas y los picos niquelados a la espalda, después los tambores, las cornetas y la banda de cobres dorados brillantes al sol y su jefe en medio, tieso, a caballo, con sus cruces y su espada, la bandera detrás. La caballería con sus corazas de metal plateado o sus dolmanes de piel; sus cascos de metal o sus gorros de pelo con una calavera en medio. Los últimos los dos cañones con sus ocho caballos de ancas cuadradas, sus carritos de hierro cargados de balas y sus bocas tapadas con una mordaza de cuero lustrado con betún. Enfrente, están las hileras de los soldados que salen. Las dos banderas se reverencian a través de la plaza vacía y los jefes a caballo cruzan lentos para reunirse en medio, emparejarse y contarse al oído el secreto de los que pueden entrar y salir de palacio. Se saludan con sus espadas desnudas llevadas a la frente y bajadas a los pies llenando de relámpagos la plaza. Después, los que salen de guardia cruzan de nuevo la plaza como lo hicieron los que entran, y se pierde en las calles el ruido de sus cornetas. Las gentes vuelven a llenar la plaza, y los soldados juegan con las niñeras y con los chicos.
De noche se queda la plaza vacía, se cierran chirriando las puertas pesadas de hierro, se duermen los pájaros y todo se vuelve blanco con la luz de la luna. Desde fuera de la verja, a través de la plaza inmensa se oyen los pasos de los centinelas en las losas de piedra de las puertas. Fuera, en las anchas aceras de la calle de Bailén, los focos deslumhran a los centenares de mariposas que suben de los jardines.