La forja de un rebelde (24 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Anda, márchate, que nos vamos. A tu casa.

El lagarto se queda inmóvil en la hierba y después se va despacito con la cabeza levantada sobre sus patas de delante. Como con el maestro un cocido pobre, con un cacho de carne, otro de tocino, sin chorizo y sin principio, en unas cazuelas amarillas y verdes de barro viejo. Muy bien guisado. La escuela tiene un corral y las migas de la comida las sacude allí la mujer del maestro, una viejecita callada y limpia. Se las comen las gallinas y los pájaros que conocen ya la hora y vienen todos los días.

El cura del pueblo da una lección de doctrina a los mozos y a las mozas los domingos por la tarde y tienen todos que ir, porque si no se enfada el cura, y luego todo son dificultades con el alcalde y con las casas que les dan trabajo para segar y vendimiar. El maestro quiso abrir una escuela para los mozos y las mozas por la tarde, todos los días, para que aprendieran a leer y a escribir, porque casi ninguno de ellos sabe. El cura se enfadó mucho y el alcalde le cerró la escuela.

El maestro quedó sólo para enseñar a leer a los niños. Es lo único que puede hacer, porque de los siete a los nueve años ya se los llevan a trabajar al campo; en la época del verano se llevan hasta a los chiquitines de cinco y seis años a coger espigas, de las que se caen al suelo, y a arrancar cebollas en las matas. Se dedica a coger bichos en la alameda y tiene una colección de cajas llenas de mariposas y de insectos y algunos pájaros disecados. Los vecinos le traen sus canarios y sus reclamos de perdiz cuando están malos o se les rompe una pata y él los cura.

Le he llevado la historia de san Francisco. La había leído ya. Lo único que me ha dicho es que por haber sido así, le hicieron santo. Pero que los santos ya se han acabado.

Cuando voy a la alameda solo, me siento en la hierba y miro. Después de esta un rato quieto, todos los animales se mueven como si yo no existiera y me divierto en verlos jugar o trabajar mientras pienso.

Hasta ahora he creído en Dios, tal como me lo han enseñado todos. Los curas y la familia. Como un señor muy bueno que todo lo mira y todo lo resuelve bien. La virgen y los santos le van recordando y pidiendo cosas para los que rezan a ellos en sus necesidades. Pero ahora ya no puedo evitar el comparar todas las cosas que veo con esta idea de un Dios absolutamente justo, y me asusto de no encontrar su justicia por ninguna parte. Indudablemente es muy bueno el que yo esté con los tíos y pueda llegar a ser ingeniero, pero mi madre tiene que lavar en el río, ser la criada de mis tíos y además dejar a mi hermana con la señora Segunda y a mi hermano interno en un colegio de caridad, porque si no, ni aun trabajando como trabaja podría mantener a todos. Hubiera sido mucho más sencillo que no hubiera muerto mi padre. A mí me dan carrera, a cambio de que me vuelva loco con los libros y saque matrículas de honor para los anuncios del colegio, porque si no las sacara, no me enseñarían gratis. Entonces sería como todos los demás chicos.

Dios premia a los buenos. El pobre Ángel se levanta a las cinco de la mañana con las alpargatas rotas a vender periódicos y después duerme en la puerta del teatro desde las doce de la noche que acaba la venta, para poder vender el primer puesto de la cola. El y su madre no ganan apenas para comer trabajando todo el día. En cambio, don Luis Bahía se ha quedado con la mitad de Brunete, echando de las tierras que eran suyas a los pobres a quienes había prestado. No sólo no le castiga Dios sino que, cuando va a San Martín, todos los curas le quieren mucho y le consideran como una buenísima persona porque encarga misas y novenas. Lo que a mí me ocurre en el colegio, pasa en todas partes. Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que tengan paciencia, que ganarán el cielo y que no importa nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito, y son dignos de envidia; pero yo no veo que, para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres.

Quiero saber, saber mucho más, porque es la única posibilidad de llegar a ser rico y, cuando se es rico, se tiene todo, hasta el cielo.

Pagando, los curas dicen misas y dan millones y millones de indulgencias. Si se muere un pobre y Dios le condena al Purgatorio a cien mil años y su viuda no puede pagar más que una misa de tres pesetas, no tiene más que dos o tres mil días de indulgencia. Pero si se muere un rico y paga un funeral de primera clase, aunque Dios le condene a millones de años de Purgatorio, se reúnen tres curas, le dicen una misa cantada con órgano y todo y le dan una indulgencia plenaria. Al día siguiente de morirse ya está en el cielo. El que tiene miles de pesetas para ir a Lourdes, puede ser que esté cojo y vuelva andando. Pero si no puede ir a Lourdes, entonces se queda cojo toda la vida, porque la virgen no hace milagros más que con los que van allí.

Cuando los pobres van con las ropas rotas enseñando la carne porque no tienen otras, no les dejan entrar en la iglesia a rezar, y si se empeñan, llaman a los guardias y les llevan detenidos. Luego tienen los arcones en la sacristía llenos de ropas buenas para los santos y de alhajas y visten a las imágenes de madera y les ponen brillantes y terciopelos. Todos los curas salen como en el Teatro Real con sus trajes de oro y plata, las luces encendidas, sonando el órgano y cantando los coros; mientras cantan, los sacristanes pasan los cepillos. Cuando acaban, cierran la iglesia y los pobres se quedan a dormir en la puerta en cueros. Dentro está la virgen, todavía con la corona de oro y el manto de terciopelo, bien calentita porque la iglesia está alfombrada y las estufas aún encendidas. El Niño Jesús tiene unas bragas bordadas con oro y un manto también de terciopelo, con su corona de brillantes. En la puerta hay una pobre a quien mi madre le compró una vez diez céntimos de leche caliente, porque nos enseñaba el pecho arrugado sin leche, y el niño llorando con las nalgas al aire. Se sentó allí, en la puerta de la iglesia de Santiago en una cama de papeles y le decía a mi madre: —Dios se lo pague, mujer.

Mi madre subió a la casa y le bajó un mantón viejo que ella se ataba a la cintura para lavar en el invierno, y con él hizo la mujer un paquete al niño, porque iban a dormir allí toda la noche. La mujer se taparía con los carteles de los teatros.

Al día siguiente me llevó a la novena mi tía y me decía que la virgen estaba muy hermosa con el manto, la corona y las luces. Yo me acordaba de la pobre de la noche antes. Cuando salimos, se lo conté a mí tía.

—Hijo —me dijo—, hay muchos desgraciados. Pero Dios sabe por qué lo hace. A lo mejor era una mala mujer. Seguramente no tendrá teta porque se emborrachará.

La novena era en honor de Nuestra Señora la Santísima Virgen de la Leche y del Buen Parto.

La alameda está llena de animales que han ido viniendo despacito mientras pienso y no hacen caso de mí. Hay dos lagartos que juegan al sol, en la hierba, moviendo sus colas y sacándose la lengua. Hay ranas que saltan en el arroyo y se persiguen unas a otras. Hay un camino negro de hormigas que van y vienen llevando granitos al hormiguero. Los escarabajos han rodeado una boñiga y están haciendo bolas. Cada macho y cada hembra van juntos empujando su bola, que a veces se les cae encima. Todos juegan y todos trabajan igual.

Quisiera ser como ellos y que todas las personas fueran como ellos. Pretendo hablar de estas cosas con el tío Luis y me escucha tratando de comprenderme. Cuando acabo de explicarle, me dice:

—Mira, todo eso son monsergas que te han metido en la cabeza. Dios se dedicó a hacer el mundo. Cada vez que hacía una bolita con la tierra y la sacaba ardiendo del horno, le daba un papirotazo y la echaba al aire a rodar. De vez en cuando se entretenía en hacer personas y bichos; apagaba una bolita y los dejaba encima para que crecieran. Se quedaba mirando crecer a todos los bichos y los enseñaba a vivir. Un día se cansó de todos estos mundos, entre ellos la Tierra, los cogió y de un puntapié los tiró al aire. Después se echó a dormir y nadie ha vuelto a saber de él una palabra.

Claro que esto lo dice para burlarse de mí. Pero yo me disgusto, porque él no comprende que a mí me hace falta Dios.

Regreso a Madrid, sigo yendo a la iglesia en el colegio y con mi tía. Pero ya no puedo rezar.

Segunda parte
Capítulo 1

La muerte

Por la mañana el tío tiene la costumbre de afeitarse. En camiseta, cuelga un espejo en un clavo hundido en la madera del balcón. En el cierre de la falleba ata el ojal del cuero de suavizar y sobre la mesa del comedor pone la bacinilla del agua caliente, la brocha, las navajas y unas hojas de papel cortado en cuadraditos, para quitar la espuma de jabón. Tiene unas navajas alemanas, grabadas en la hoja, con tres muñecos cogidos de la mano, como si cantaran en un coro. Las hojas están curvadas hacia adentro —vaciadas— y bailan en las cachas de cuero, tan delgadas que parece van a romperse. De las hojas sale un rabito curvado, como rabo de perro, en el que se apoya el dedo, dejando que el mango quede al aire, tieso.

Se llena la cara de jabón, un jabón que raspa él mismo de un bloque grande, y después coge la navaja en ángulo y comienza a afeitarse. La navaja suena en los pelos duros del cuello, y en la curva de la hoja se van amontonando las oleadas de espuma en rizos blancos, manchados de las rayitas negras de los pelos cortados. Cuando el montón es demasiado grande, limpia la hoja con un trozo de papel. Como por las mañanas entra el sol por el balcón, a veces da sobre el papel; y las burbujas de la espuma, de blancas se convierten en nácar. Me entretengo en arrancar las hojas de los dos o tres calendarios —aún con la fecha del día antes— que hay en la casa, y cuando da el sol en la espuma, hago un tubo con la hoja arrancada, lo hundo en la espuma y soplo despacito. Sube una catarata de pompas que se inflan y temblotean. Levanto una en la punta del tubo. Se pone azul, roja, morada, verde y naranja con la luz del sol. Hasta que estalla y me escupe en la nariz sus gotitas. A veces, en lo alto de la esfera hay un pelillo de barba que desde allí resbala hasta abajo, como si se cayera.

Le miro afeitarse, empinado el cuello muy serio ante el espejo. Me parecen un misterio sus pelos. ¿Por qué le salen pelos? ¿Por qué no tienen pelos las mujeres? A mí me saldrán un día pelos como ésos, pero a mi hermana no. A las chicas no les salen pelos. En camiseta, con los brazosn arremangados, se desprende del tío un olor. Es el olor del hombre.

Está el tío José con la cabeza echada hacia atrás, la garganta tirante, mirando con el fondo del ojo. La navaja va de abajo arriba, cortando pelos y sonando. ¡Riss! ¡Riss! Se corta el ruido un momento y salta la sangre, brillante, por encima de la espuma blanca. Corre por el cuello abajo y forma un río con arroyitos en la cami—seta. El tío se queda con la mano caída, la navaja colgando como rota, y con la otra mano se toca la herida. Un corte como una boca pequeñita. Se le ve el ruido del vómito: ¡Glú! ¡Glú! y salen bultitos de sangre de los labios que se convierten en un chorrito que cae por entre el vello canoso y la camiseta. El tío José deja la navaja en la mesa y se sienta en la mecedora. Se deja caer y entonces, por primera vez, veo cuánto pesa. Tiene la cara amarilla, de color de cera de iglesia, el pelo pegado a las sienes, la calva llena de gotitas, el bigote caído, los labios morados.

Llama a tu madre —me dice.

Mi madre se asusta de la cara amarilla y del arroyito rojo que ha llenado la camiseta de estrías. Mi tía está en misa.

—No te asustes, mujer, no es nada. Me he cortado y la vista de la sangre me ha mareado.

Le lava mi madre. Le saca la camiseta a través de los brazos flojos y se queda con el pelo, velludo y canoso, al aire. En el surco del pecho hay un brillo de sudor que se convierte en gotas. Un vaso de coñac. El tío se queda en la mecedora, respirando despacio, la boca entreabierta, acariciando mi cabeza, yo sentado en el brazo curvado del asiento. Estas mecedoras las hacen en Viena con ramas de árbol metidas en agua hirviendo. Cuando la madera cuece, se ablanda y la doblan, dándole todas las formas que quieren.

El té hirviendo y el coñac le reaniman y yo le veo en la cara y en la calva volver las gotitas de sangre que ponen la piel roja. Una tira de tafetán tapa el corte que ya no sangra, y nada se ve. Cuando vuelve la tía, el tío le cuenta el corte que se ha hecho, como una cosa sin importancia.

Me voy a la cocina y le pregunto bajito a mi madre:

—Madre, ¿se morirá el tío?

—Tonto, ¿no ves que no ha sido nada? Mucha gente se marea cuando ve la sangre y el tío se ha mareado.

Pero yo sé que está muerto. No sé lo que es morirse, pero sé que está muerto. Mi gato, el
Conejo
, también sabe que está muerto. Le he mirado y se lo he dicho. Ha maullado muy bajito, como un quejido, abriendo la boca despacio, como si fuera a bostezar. Le he apretado la cabeza contra mí y me ha mirado con sus ojos amarillos. Después se ha ido al balcón, se ha sentado en las patas de atrás y, tieso, ha comenzado a mirar a lo lejos con los ojos entornados.

El tío se ha ido a la oficina, como todos los días, y yo me he quedado en el balcón, porque hoy es fiesta y no voy al colegio. El gato está conmigo, en un cuadradito de alfombra, hecho la rosca. De vez en cuando levanta la cabeza, y huele el aire y mira como si esperara. Dentro de la casa, mi madre y mi tía limpian y se oye sonar de cacharros. Hasta el balcón llega el olor de comida.

Por la esquina de la calle da vuelta un coche de punto y el gato y yo nos levantamos a mirar. El caballo sube el trozo de cuesta despacio y se para en la puerta de la casa. Salen un hombre y un cura. Entran en el portal de prisa. Salen con el señor Gumersindo, el portero, y el cochero baja del pescante. Entre los cuatro sacan del coche al tío José. El techo negro del coche se inclina con el peso de todos y parece un espejo negro al sol, dándome reflejos en la cara. Entre los cuatro, le meten dentro y yo abro la puerta y me tiro escaleras abajo.

Voy mirando y subiendo de espaldas los escalones delante del grupo. ¡Cómo pesa el tío! Doblada la barriga y las piernas, la cabeza colgando, los brazos caídos, la camisa desabrochada y llena de sudor, la boca entreabierta con un poquito de espuma. Ronca, soplando la espuma como si subiera él a los cuatro a cuestas, en vez de ser ellos los que le suben. Los ojos entreabiertos, blancos a medias, con la niña escondida en los sesos.

Arriba ya, le echan en la cama —¡cómo pesa!—. La tía chilla y llora, mi madre corre a la cocina por agua caliente, por té, por yo no sé qué. Yo le cojo una mano que se dobla entre las mías como un guante vacío. El gato está contra mis piernas, dando vueltas, inquieto. Le sacan las botas entre todos. Y los pantalones, la chaqueta, el chaleco, la camisa; y cuando le han sacado los calcetines le van levantando para sacar la ropa de debajo de él y dejarle sobre la sábana de abajo en calzoncillos y camiseta. Después le tapan hasta el cuello y allí se queda la cabeza, como la cabeza de san Pedro, con su calva y sus pelos canos alrededor, sudando y roncando. El gato salta a los pies de la cama y se sienta mirándole serio. Así se queda, sin que nadie se atreva a echarle de allí. Yo le voy a echar y me mira. Le dejo. Mi madre le quiere echar y, sin volverse, eriza los pelos y bufa bajito, como si no quisiera despertar al tío. Enseña los colmillos y la lengua roja.

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