La fórmula Stradivarius (41 page)

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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Poco a poco los agentes abandonaron el hotel dejando, tal y como había dicho el subinspector Ponte, una patrulla de guardia.

—¿Quiere que lo llevemos a casa, inspector? —preguntó solícito Ponte.

—No. Prefiero ir a la oficina, pero te agradecería que alguien se pasara por casa para recoger mi medicación contra el colesterol.

Sentado en su silla de plástico amarillo, frente a la mesa del despacho, Herrero dejaba que su mirada fuera de las fotos del asesinato del griego, a las del atentado sufrido por el rabino y a la enorme carpeta llena de documentos escritos en diversos idiomas, recortes de prensa y viejas fotos, que habían encontrado en la habitación del judío.

Armado con sus enormes tijeras, la pirámide de triángulos de papel iba aumentando, sin que hasta el momento hubiese servido para aclarar las dudas del inspector.

Herrero sabía que no habían avanzado nada desde el primer día. Salvo que el asesino del griego se había aprovechado del idiota del técnico en alarmas, que, en pago, había encontrado la muerte; que el objetivo de tan inhumano crimen había sido el robo de un violín, y que la persona que les había puesto sobre la pista se debatía entre la vida y la muerte, atacada por el o los mismos que se habían cargado al griego. No tenían nada. Ni una pista. Ni un sospechoso. El comisario quería cerrar la investigación y la misma Interpol veía el asunto con recelo.

El doctor Dreifuss se había implicado a fondo en el asunto y en su interior daba crédito a la sorprendente teoría del rabino, algo que podría convertirse en un problema en un momento dado. Pero la profesora era nueva en esto, no estaba relacionada con el tema, incluso consideraba una insensatez toda la historia. Caso de haber estado en compañía de Ludwig en el garaje, podía ser lógico que el chapucero asesino tratara de matarla, pero ¿subir a buscarla? ¿Qué sentido tenía aquello?

Quizá quien se encontraba detrás de todo se había visto en peligro y había llamado a un inepto para que los matara. Pero ¿qué peligro? Si no habían avanzado nada en las investigaciones. ¿Estaban sobre la pista y ni ellos mismos lo sabían?

Herrero se había mostrado muy reacio al principio acerca de la historia del rabino Menasés y había dado más crédito a la persona que a la teoría. Según había ido avanzando la investigación, la trama nazi se había mostrado inconcebiblemente aceptable. No cabía duda de que los que estaban detrás de todo aquello tenían muchísimo poder y dinero. Eran capaces de presionar a un comisario de la policía española pese a ser, presumiblemente, extranjeros. Se podían permitir gastar dinero a espuertas para comprar los instrumentos que buscaban o robarlos y tenían sicarios capaces de todo. No era fácil disponer de una infraestructura como ésa aunque se poseyera mucho dinero.

El intento de acallar la voz del judío no hacía sino ratificar por dónde iban los tiros. Y si alguien tenía dudas acerca de la identidad de los atacantes del rabino, como le sucedía al comisario Martín, allí estaba aquella foto en la que se veía el triángulo de puntos dibujado por el moribundo rabino con su propia sangre en el suelo, para confirmar que el anciano, cobardemente atacado, había reconocido a sus agresores.

Que hubiesen intentado asesinar al médico y a la profesora indicaba que los culpables conocían sus movimientos y los de la propia policía. Así que, al revés de lo pensado en un primer momento, los asesinos no se habían limitado a asesinar al griego y robarle el instrumento para desaparecer enseguida, sino que los estaban controlando, pero ¿por qué? ¿Qué tenían ellos que fuese del interés de los asesinos? Si la trama nazi era real, ¿qué podía importarles a ellos las investigaciones y los movimientos de un inspector de la policía española, un viejo judío y un médico aburrido? ¿Estarían las respuestas en aquella carpeta de cartón arrugada descubierta en la habitación del rabino? Pero ¿qué podría descubrir él que Menasés no hubiese encontrado tras tantos años examinándola?

Recostado en su silla, Herrero utilizó con desgana las tijeras para abrir la carpeta, mostrando el primero de un sinfín de recortes amarillentos e ilegibles. Lanzó un suspiro. Necesitaría intérpretes para traducir aquello. Por lo que podía ver a simple vista, abundaba el inglés, el alemán, el francés, el italiano y el hebreo.

Dejó la carpeta a un lado y se concentró en la foto donde se veía el extraño triángulo de puntos bajo el dedo cercenado del rabino.

La tetractys, el extraño símbolo por el que se reconocían los alumnos de Pitágoras, formado por el mágico número diez, suma de los cuatro primeros números únicos que participaban en las proporciones por las que se regían los intervalos musicales y los movimientos de los astros, según el sabio griego.

Eso es lo que le había explicado Ludwig, y a él se lo había contado Menasés. La armonía universal era, según el rabino, lo que buscaban los nazis, lo que defendía Pitágoras.

¿Realmente el rabino supo de dónde le había llegado el ataque o simplemente aprovechó el suceso para encaminarlos en aquella dirección? ¿Y cómo sabía que su agresor pertenecía al bando de sus enemigos? ¿Lo habría reconocido? Pero no tenía sentido que hubiesen mandado a una persona a la que el anciano pudiera reconocer.

Para Herrero era evidente que el ataque no había sido llevado a cabo por unos cabezas rapadas, como alguien había tratado de aparentar. Precisamente esa falsa apariencia apoyaba la teoría del rabino, pero ¿forzosamente le daba la razón? Quizá el rabino estaba convencido, en su obsesión, de que el ataque había procedido del complot nazi y estaban siguiendo una pista falsa a causa de una fantasía senil.

Demasiados interrogantes y peros, se dijo Herrero mientras dejaba esa fotografía y cogía otra. El rostro sanguinolento y deformado del anciano judío lo miraba a través de los párpados cerrados. Su rostro no transmitía nada. Ni miedo, ni ira, ni perdón, ni paz. Era inexpresivo y parecía estar aguardando algo. Algo, por ejemplo, como qué iba a hacer Herrero al respecto.

Mientras miraba la fotografía le vino a la mente su primera conversación con Menasés. En un momento dado y después de escuchar al anciano referir la lucha por hacerse oír sobre los horrores del Holocausto, el inspector le hizo una pregunta.

—¿No se cansa, después de tantos años, de dar vueltas a lo mismo? Fíjese: ya nadie recuerda aquellos tiempos. Los hay que no terminan de creerse lo que pasó y los otros no quieren saberlo. Hoy nadie desea rememorar todo aquello. La historia está para aprender de los errores y la Humanidad debe conocer lo que sucedió para que no se repitan semejantes atrocidades, pero insistir de continuo sólo sirve para hastiar y que nadie quiera escuchar.

—Recuerdo —contestó tranquilamente el anciano— el cuento de un orador que pronunciaba su discurso en una plaza vacía, hasta que alguien se le acercó y le preguntó para qué se molestaba si nadie lo estaba escuchando. «Para no olvidarme de mis principios», contestó el orador.

—Por mucho que usted pueda vivir —repuso el policía—, no creo que jamás sea capaz de olvidar aquella pesadilla.

—En eso tiene razón. ¡Cómo olvidar semejante barbarie! Pero lo que no debo olvidar es lo que se siente, para tratar de que nadie más lo sufra, ¿entiende? No quiero rememorar todo aquello para clamar venganza y obtener un mar de sangre nazi. Quiero justicia para con los que ya no la pueden pedir por sí mismos y atención al resto de las personas, para que estén alerta y nunca vuelva a ocurrir algo semejante.

—Lamento parecer agorero —dijo Herrero encogiéndose de hombros—, pero creo que el ser humano tiende a ser destructor. Los nazis no han sido los únicos. Ustedes mismos, en Palestina, han hecho otro tanto. Los españoles arrasamos culturas enteras en América. Los Balcanes. Las guerras tribales africanas. Los americanos en Vietnam. Los ingleses, franceses, chinos… Nadie se libra.

—¿Y usted piensa que siempre será así?

—Creo que lo que ha dado la hegemonía al ser humano sobre el resto de los animales ha sido su capacidad de adaptación y su crueldad innata. Una ferocidad que ningún otro ser vivo ha sido capaz de igualar. Lo que en otros tiempos le dio el poder al humano sobre sus competidores, se convertirá en su perdición. Pienso, sinceramente, que la raza humana está condenada a su autodestrucción.

—Es usted muy pesimista, inspector.

—Dicen que un pesimista es un optimista escarmentado.

—Una de nuestras oraciones dice así:
Ose shalom bimbromáv, hu iaasé shalom aleinu
, que significa: «El que tiene la paz en las alturas, nos dé a nosotros la paz aquí».

»Arriba está la paz, abajo la justicia, en Oriente la compasión y en Occidente la verdad. Cuando el hombre, dueño de la tierra, sea capaz de reunir a Oriente con Occidente, es decir la compasión con la verdad, entonces habrá justicia en la tierra, lo que obligará a la paz a bajar de las alturas.

—Me gustaría poder creerlo —había contestado Herrero.

—Dígame, inspector. Usted es un buen policía. Se toma con gran interés su trabajo. No concuerda esta actitud con la que tendría una persona que está convencida de la inutilidad de acabar con el mal. A lo largo de tantos años he conocido a muchos policías que justificaban su desidia alegando que, hiciesen lo que hiciesen, el mal jamás desaparecería.

—Y yo pienso lo mismo —respondió Herrero—. Pero, al menos, hay que luchar porque el margen sea tan pequeño como podamos. Ése es el trabajo de la policía.

Dejando la fotografía sobre la mesa, el inspector siguió recortando triángulos de papel. En la pizarra blanca que tenía enfrente, sobre un caballete, y a la que no hacía caso, solamente un nombre faltaba por tachar con el rotulador rojo: Piatti.

Herrero tenía discretamente vigilado, desde hacía días, el hogar del propietario del violonchelo durante las veinticuatro horas del día. Pero aquella vigilancia carecía de autorización y estaba acumulando un montón de horas extras entre sus hombres. No podía prolongar mucho más esa protección del instrumento sin dar cuenta a su superior. Pero sabía qué diría el comisario Martín.

Sólo cabía rezar para que el intento de robo se produjera en las siguientes cuarenta y ocho horas, tope que se había puesto Herrero para mantener la vigilancia sin tener que informar de ello.

—Pablo, ¿crees que el asesino se encuentra en España?

El que preguntaba desde la mesa de enfrente era el subinspector Ponte. Llevaba un rato viendo las maniobras de su jefe, respetando su silencio. Sabía que el inspector se hallaba entre la espada y la pared y que la vigilancia del Piatti, cuando se divulgara, porque saber se iba a saber, traería problemas al poco ortodoxo inspector.

—No sé, Andrés. Todo indica que esta operación está siendo llevada desde fuera del país. El que nos haya afectado parece circunstancial y sólo debido a que buscaban varios instrumentos que se encontraban en nuestro país. En los demás países que han sido afectados, la investigación está en punto muerto, lo que habla a las claras del poder que tiene esa gente. Aquí mismo, si fuese por el comisario, la investigación estaría cerrada. Que hayan atentado contra el doctor indica que saben que seguimos investigando la línea del rabino. Pero ¿por qué molestarse? Falta sólo una semana para el solsticio y únicamente les queda el Piatti, ¿para qué alarmarnos matando al médico y a la profesora?

—De haber tenido éxito —apuntó Ponte—, sólo quedaríamos nosotros en esta línea de investigación, y no tardaríamos en ser apartados definitivamente del caso.

—Es posible —aceptó Herrero—. ¿Tenemos la casa vigilada?

—Sí, pero hasta ahora no han detectado nada extraño.

—¿Sabemos todos los movimientos que va a hacer el violonchelo de aquí al día veintidós? Por cierto, a qué hora tendrá lugar el solsticio.

—Sí, a las siete horas de la mañana y cuatro minutos exactamente —contestó Ponte, mientras pasaba las hojas de un cuaderno hasta dar con lo que estaba buscando—. Mañana, día quince, a las once de la mañana, tiene un último ensayo en el Teatro Real, ya que al día siguiente debe dar un concierto ante los reyes a las veinte horas. El diecisiete, propietario e instrumento tienen dos reservas en primera clase para volar a Viena. El vuelo sale a las tres y media de la tarde. En Austria dará dos conciertos los días dieciocho y diecinueve. Otro avión los llevará el día veinte a Canadá, donde tienen concierto el veintiuno y el veintitrés.

—Estupendo. Entonces tenemos que el Piatti permanecerá en España tres días más y luego saldrá de nuestra jurisdicción. Hasta ahora han tenido pocos fallos, si descontamos el atentado contra el médico, que no termino de ver claro. Puede que se estén precipitando porque se les acaba el tiempo. Aun así no creo que ignoren que estamos vigilando el instrumento. ¿Por qué no vuelven a presionar al comisario para que abandonemos la vigilancia?

—¿Porque no lo van a robar en España y les da igual? —sugirió Ponte.

—Eso es lo que me temo. No creo que se arriesguen a robarlo en el concierto ante los reyes. Las medidas de seguridad serán muy superiores a las que podamos ofrecer nosotros. Una de dos: o tratan de hacerse con él mañana aprovechando el ensayo en el Teatro Real o esperarán a que salga del país. Quizá piensen que en Austria la vigilancia será menor.

—Yo también lo pienso así. Han trabajado demasiado aquí y un nuevo intento puede ser arriesgado. Los austriacos no estarán advertidos. La Interpol no va a hacer nada para avisarlos.

—Habrá que pensar algo —dijo Herrero a la vez que se incorporaba en la silla para coger otro papel de la bandeja de reciclaje y seguir haciendo triángulos.

—¿Quieres que mantengamos la vigilancia de la casa? No podremos aguantar mucho más.

—Seguiremos un poco más. Con este tema no me fío de nadie. No me gustaría que supieran de nuestras dificultades para continuar con el servicio y estuvieran esperando precisamente a que lo desmontemos. Para el ensayo de mañana haremos un esfuerzo. Además del equipo de paisano, quiero que haya agentes de uniforme preparados y en las cercanías por si son necesarios. Esto lo podremos justificar sin demasiados problemas. Es el momento más vulnerable antes de que el instrumento abandone el país.

—Muy bien. Esta noche estará Ramos con otro agente.

—Estupendo —contestó distraído Herrero. Su mente estaba en otro lugar. Había dejado de lado las tijeras y los recortes. De debajo de la mesa había sacado una caja de cartón de las usadas para empaquetar el papel de fotocopiadora y había arrojado en su interior todos los triángulos de papel. Tras hacer sitio en su mesa puso en primer plano la abultada carpeta de cartón que había pertenecido al rabino y se dedicó a examinar su contenido.

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