La fortuna de Matilda Turpin (6 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Emilia recuerda esta noche algo más: ahora mismo acaba de recordar lo más importante de todo: lo fascinante de Matilda, de aquella Matilda de entonces, fue que con todo su
glamour de
chica rica y de universitaria distinguida se aplicase competentemente a las monótonas y rutinarias tareas de la crianza y del cuidado de la familia. Este
contraglamour
este contrapunto vivísimo, que Matilda practicaba sin prestar la menor atención al asunto, consagró de una vez por todas la admiración que Emilia sentía. Si Matilda se hubiera quejado de las tareas del hogar, si hubiera viajado en exceso o lamentado en algún momento su aparentemente irremediable destino convencional de mujer casada a la española, Emilia se hubiera desilusionado de inmediato. Pero Matilda no fallaba nunca, no dudaba nunca. Creía fervorosamente en lo que hacía. Y era capaz, además, de discutirlo con Emilia y con Antonio, y también con Juan cuando comían juntos los cuatro, al nivel teórico del papel de la mujer en la vida contemporánea. Matilda no tuvo nunca miedo a nada. Ni al cansancio, ni a las contradicciones, ni al aburrimiento ni, dieciocho años más tarde, al despegue, tras morir su padre, como financiera.

La noche es un hormiguero esta noche. Ahora el duelo de Emilia está todo hecho de alivio. La falta de Matilda da de sí esta noche una como percepción actual de la Matilda de los primeros tiempos. La conciencia hormigueante de Emilia hace venir la memoria, hace memoria casi perceptiva de aquella Matilda Turpin de treinta años que no era nada española. Matilda fue la primera mujer extranjera que Emilia conoció y a través de Matilda tuvo Emilia su primer con tacto vigoroso con el inglés, con el francés, con los viajes europeos, a Londres sobre todo, acompañando a Matilda para que sir Kenneth viera a sus nietos y desmañadamente les montara en ponis y les contara historias desmesuradas de caza y pesca en su bronco ingles de bebedor y disfrutador de la vida. Que Matilda fuera de pies a cabeza española (su madre, fallecida muy joven, pertenecía a una

ilustre familia malagueña, una de esas viejas familias camperas de la Andalucía interior) hacía más notable, a ojos de Emilia, su profunda distancia con la mujer española al uso. Muy al principio del contrato con Matilda, cuando salió a relucir la desteñida expresión
el servicio doméstico,
Matilda se había apresurado a añadir: ¡Entiéndeme bien, Emilia! Yo no necesito sumisas criadas filipinas en mi casa. El empleo que te ofrezco no es de empleada del hogar (pocas cosas detesto más que esa noción: servir). ¡Ni tú serás una criada ni yo seré una maruja española! Matilda dijo esto con gran vehemencia y luego se echó a reír. Construida en futuro, la expresión tenía un carácter programático una declaración de principios casera. Emilia recuerda que Matilda fue explicando esto en detalle durante un cierto tiempo. Estaba encantada de criar a sus hijos, atender a su marido, cuidar su casa. Pero quería hacerlo resueltamente: esta idea de vivir resueltamente era importante para Matilda: todo menos enfangarse en las ñoñerías de las amas de casa. Resolver en dos o tres horas todo lo que puede ser resuelto en ese tiempo y dedicar el resto a cualquiera de las miles de cosas interesantes que podían hacerse en la vida: una de las cosas interesantes que Matilda consideraba que Emilia debía hacer era aprender inglés, la otra era sacarse el carnet de conducir. Aseguró Matilda que, a juzgar por el remango que Emilia ya manifestaba, en un par de años hablaría el inglés con soltura. Y así fue. La propia Emilia no lo creía: la confianza que Matilda puso en ella hizo milagros. Si crees que soy capaz de hacerlo, lo hago —decía—. Y así fue. Esta noche lúcida y subterránea de repetición de la vida, Emilia piensa que el tiempo voló aquellos años: dieciocho años pasaron de golpe, porque
no pesa el corazón de los veloces
y porque en casa de los Campos las dos mujeres, los tres niños —y quizá también el propio Juan, aunque esto era más dudoso— vivían en un estado de rutinaria exaltación.

Una parte de la vida doméstica de Matilda consistía en hacerle de secretaria a Juan. Tres o cuatro tardes a la semana, a partir de las ocho, una vez que los niños estaban acostados, Matilda se encerraba con Juan en el despacho y pasaba a limpio sus apuntes sus conferencias, sus resúmenes de libros, sus artículos para las revistas filosóficas. Tenía instalada una mesita en un rincón del despacho donde escribía a máquina. Comentaba a veces, en broma, que seguía la estela de dos famosas españolas que hicieron de secretarias a dos famosos intelectuales españoles, Zenobia Camprubí y Carmen Castro. Esa referencia no le hacía gracia a Juan, que se limitaba a decir, cada vez que salía el tema, que él estaba muy lejos de parecerse a Zubiri o a Juan Ramón. Emilia no entendía estas referencias al principio: fue entendiéndolas después. Una cosa sí entendió desde un principio Emilia: que la presencia de Matilda en el despacho escribiendo a máquina e interesándose por la filosofía le impacientaba muchísimo a Juan. Y sorprendía a Emilia esta impaciencia —que determinaba un raro nerviosismo durante las cenas, al acabar las sesiones— porque Juan daba la impresión de ser un hombre tranquilo. No había ninguna explicación, o a Emilia no se le ocurría ninguna. Y, desde luego, nunca se atrevió a preguntar nada. Pero resultaba extraño observar durante las cenas, o en alguna ocasional entrada de Emilia al despacho con recados, que Juan apenas leía mientras estaba su mujer con él y se esforzaba por teclear él mismo sus artículos en su vieja Underwood. Juan Campos era torpe manualmente. De ordinario escribía todo a mano, con una caligrafía enrevesada, que sólo Malda era capaz de descifrar con rapidez. Matilda le tomaba el pelo a veces: ¿por qué te empeñas en escribir a máquina cuando yo escribo a máquina? Esto no es un campeonato. Lo hago yo mil veces mejor que tú, es infantil. Y Juan sonreía y no contestaba. Y la escena de la impaciencia y el nerviosismo se repetía una y otra vez. Contra todo pronóstico, Juan Campos aceptó sin poner inconvenientes que Antonio Vega dedicara una parte de su tiempo libre, sábados y ‘domingos, a pasarle a máquina sus notas. Las mujeres bromeaban entre ellas: ¡está visto, los hombres con los hombres! Y la verdad es que esto parecía ser verdadero en el caso de Juan. Antonio era, por supuesto, un mecanógrafo velocísimo, mucho más ágil y veloz que Matilda, aunque el desciframiento de la caligrafía de Juan supuso algunos convenientes al principio. Juan entonces descubrió que era más cómodo dictar sus textos que escribirlos a mano. Antonio cobraba un pequeño salario por sus trabajos de sábados y domingos. Pero esta actividad mecanográfica acabó invadiendo casi todas las tardes de ambos días. De aquí que Antonio se quedara sin descanso de fin de semana. Así fue como los cuatro comenzaron a debatir si Antonio debía dejar el banco o no. El sueldo no era obstáculo, ni la segundad social tampoco. La cuestión parecía ser, más bien, el poco contenido de un empleo semejante: Antonio estaba acostumbrado a trabajar duro en el banco. La jornada de ocho horas era un asunto serio. Y lo máximo que Juan Campos necesitaba al día eran de una a dos horas de dictado. De haber estado Antonio decidido a hacer una carrera bancaria las cosas hubieran seguido como estaban. Pero Antonio no se veía a sí mismo progresando laboralmente gran cosa en el banco. Así que poco a poco los cuatro fueron haciéndose a la idea de que Antonio acabaría instalándose en casa de los Campos y ayudando a título de
factotum,
a Juan por una parte y al cuidado de los niños por otra. Los niños iban creciendo: los tres daban la impresión de haberse contagiado de la velocidad de crucero de Matilda y de Emilia. Fue Antonio quien sugirió que él podía hacerse cargo de ciertas actividades complementarias como el deporte o salir juntos de excursión.
Y
así fue como poco a poco Antonio Vega se instaló en la casa. La acomodación espacial de las dos parejas: todo un lado del piso de Madrid, con su cocina y su cuarto de baño para una pareja, todo el otro lado para la otra. Este arreglo espacial se mantuvo siempre así hasta el final. Y fue una organización de la vida doméstica que satisfizo a Juan Campos, quien disponía ahora de un secretario perpetuo y se veía libre de la presencia secretarial —siempre un poco demasiado agitante— de Matilda.

Una vez asentadas las dos parejas, se produjeron dos corrientes pedagógicas paralelas: Emilia aprendió de Matilda a vestirse con sencillez y elegancia, a hablar inglés con buen acento, a leer los periódicos y empezar a leer libros, a interesarse por el mundo, el ancho mundo. A su vez, Antonio resultó ser un estudiante aplicado. A fuerza de oír y mecanografiar textos filosóficos fue interesándose por la lectura. Y Juan Campos se ofrecía gustosamente a desempeñar, sin prisas, una especie de papel tutorial. Era ésta una relación amable, familiar, de los cuatro, convertidos alternativamente en maestros y discípulos unos de otros: porque, sin duda, también Antonio tenía cosas que enseñar a sus patronos: el gusto por la vida al aire libre en el caso de Juan, o los deportes o los largos paseos después de comer que Juan Campos al principio detestaba. Además, para alguien tan poco amigo de aprender cosas nuevas como Juan, la ingenuidad y el deseo de aprender de Antonio eran ya por sí solas una enseñanza, en opinión de Matilda. Y los niños crecían: éste era el dato más gracioso de todos. Cuando tuvo lugar la muerte de sir Kenneth y el despegue de Matilda, la estructura familiar de base estaba ya sólidamente inserta en la familia Campos.

Esta noche, hormigueante con la viveza de sus rememoraciones, ha acabado relajando a Emilia, que se ha quedado dormida. Antonio la encuentra dormida al regresar. Antes de quedarse dormida, casi sonriente, Emilia ha hecho un lance sentimental global de su pasado con Matilda: frena la atonía de su vida infantil, frente a la precariedad de juventud laboral en el banco, Matilda fue para Emilia lo más fiable. Matilda fue el fundamento de la comprensión de realidad que Emilia se hacía. Y después, cuando llegó la enfermedad, cuando llegó la muerte, Matilda seguía siendo lo más fiable y, a la vez, el abismo.

IX

Ahora llueve. La lluvia cierra la casa como una lengua extranjera. Antonio Vega se siente fuera de la casa y capturado dentro a la vez. Como se sintió de muy joven en un viaje a Londres capturado por la fascinación del lenguaje nuevo que veía en la televisión y en ci cine, que oía por la radio, que trataba de descifrar en los carteles del metro o en los titulares de los periódicos, sintiéndose balbuceante antes de abrir la boca, tratando de preguntar por una dirección, por una panadería o por la parada de un autobús y olvidándose de pronto que
bus
no se pronuncia «bus», ni table «table». Dentro de los límites de la lengua, preso en el interior de su incomprensión y fuera, como esta tarde de lluvia que, al aislar la casa del resto del mundo, al borrar los contornos del jardín y del mar y de los acantilados, borra también el contorno de las habitaciones, rebota en la memoria aturdiéndola, achicándola, impidiendo a Antonio Vega recordar de pronto los sencillos hitos de su monótona existencia. Treinta de sus cincuenta años con los Campos en el Asubio o en Madrid. Han crecido los niños. Las tareas de Antonio en la casa han girado desde los fáciles y alegres comienzos a esta lentitud de ahora con su atención consagrada sobre todo a Juan Campos. Ha atravesado la terrible muerte de Matilda Turpin. Está atravesando esta misma tarde el decaimiento tan innegable como disimulado de Emilia. Una vez que las tareas domésticas, los recados, se acaban —y esto suele ocurrir una vez que se recogen los platos del almuerzo— le queda aún a Emilia toda la obturada tarde delante, neutra e idéntica a todas las tardes obturadas que siguieron al fallecimiento de Matilda. Se refugió en el amor de Antonio. Emilia no rechazó la ternura de su marido en ningún momento: ni durante la época vibrante de los viajes de negocios, ni durante la ferocidad del cáncer de Matilda, ni durante las últimas semanas, ni después. Consumida de pronto, habiendo perdido mucho peso y todo el color, envejecida, casi encorvada, se refugió en la ternura de Antonio. Y sin embargo no fue suficiente. Ahora llueve. Antonio aprovecha estos días, estas tardes lluviosas, para trastear en el garaje desde las cuatro hasta la hora del té hacia las siete, que toma ahora casi siempre en sus dependencias, después de haberle subido una bandeja de sándwiches y una cerveza a Juan Campos, quien, a su vez, se acurruca sobre sí, como contraído, estos días de lluvia: apenas se levanta del sillón de orejas, frente al fuego de leños crepitando frente a él, hermoso y distante como un fuego imaginario. Ahora llueve y Antonio es incapaz de entenderse o de entender la casa o de consolar a Emilia, o de iniciar una conversación animada o seria o superficial o indiferente con Juan Campos. Incapaz se siente también de hablar con Fernandito, que esta tarde de lluvia ha vuelto al Asubio poco después de almorzar con Emeterio y los padres de Emeterio abajo y se ha encerrado en su cuarto. Tan inmovilizado se siente Antonio Vega esta tarde, tan perturbado se siente por la creciente lluvia —rachas de viento sacuden los laureles y el bambú de la entrada—, que abandona el garaje y se encamina escaleras arriba al cuarto de Fernando. Golpea la puerta. Fernando no contesta. Por un momento, Antonio Vega cree que el chico ha salido sin que él lo advierta. Y cuando ya está a punto de retirarse, Fernando abre la puerta y sin decir nada contempla a Antonio.

—Perdona, creí que no estabas —declara Antonio, inexplicablemente cohibido.

—Pues estaba. Aquí estoy. ¿Qué querías?

—Nada. Charlar. Me está acogotando esta lluvia.

—Es deprimente, sí. Pasa si quieres.

—No quiero molestarte.

—Vamos, entra.

Fernando se hace a un lado y Antonio entra en la habitación del chaval. Fernando ha conservado su habitación tal y como era cuando tenía quince o dieciséis años. Un póster del Real Madrid de la Quinta del Buitre. Antonio siente una punzada de melancolía clarificadora. Al fin y al cabo, Fernandito fue su hermano pequeño. Los sentimientos de Antonio por los hijos de Matilda y de Juan han variado poco desde la época en que él era su tutor deportivo. Sin duda, ahora, esta última temporada, barruntando la hostilidad de Fernandito por su padre, aunque sin percibir aún el deseo de venganza, Antonio se ha sentido intranquilo y hasta irritado con Fernando. Pero cada vez que le ve cara a cara, como esta tarde que ha subido casi sin darse cuenta a buscarle, el viejo sentimiento fraternal reverdece.

—Apenas hablamos... desde que llegaste.

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