La guerra del fin del mundo (70 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Aparecen una horas después. Para entonces la Guardia Católica ha obstruido de tal modo la quebrada con los cadáveres de los caballos, mulas y soldados, y con lajas, arbustos y cactos que hacen rodar de las pendientes, que dos compañías de zapadores tienen que venir por delante a reabrir la trocha. No les resulta fácil, pues, además de la fusilería que hace sobre ellos Joaquim Macambira con sus últimas municiones y que los obliga a retroceder un par de veces, cuando los zapadores han empezado a dinamitar los obstáculos, João Grande y un centenar de sus hombres llegan hasta ellos arrastrándose y los hacen trabarse en lucha cuerpo a cuerpo. Antes de que aparezcan más soldados, les hieren y matan a varios, además de arrebatarles algunos rifles y esas preciosas mochilas de proyectiles. Cuando João Grande da con el pito y luego a gritos orden de retirada, varios yagunzos quedan en la trocha, muertos o agonizantes. Ya arriba, protegido por las lajas de la granizada de balas, al ex esclavo tiene tiempo de comprobar que está ileso. Manchado de sangre, sí, pero es sangre ajena; se la limpia con arenilla. ¿Es divino que en tres días de guerra no haya recibido ni un rasguño? De barriga en el suelo, jadeando, ve en la trocha por fin abierta que los soldados pasan de cuatro en fondo en dirección a donde se halla João Abade. Por decenas, por centenas. Van a proteger el convoy, sin duda, pues, pese a todas las provocaciones de la Guardia Católica y de Macambira, no se molestan en trepar las laderas ni invadir el lodazal. Se limitan a rociar ambos flancos con fusilería de pequeños grupos de tiradores que ponen una rodilla en tierra para disparar. João Grande no duda más. Ya no puede ayudar en nada aquí al Comandante de la Calle. Se asegura que la orden de replegarse llegue a todos, saltando entre los riscos y alcores, yendo de trinchera en trinchera, bajando detrás de los cerros a ver si las mujeres que vinieron a cocinar han partido. Ya no están allí. Entonces, reemprende también el regreso a Belo Monte.

Lo hace siguiendo un ramal serpenteante del Vassa Barris, que sólo se aniega en las grandes crecientes. En el escuálido cauce empedrado de guijarros João siente aumentar el calor de la mañana. Va rezagado, averiguando por los muertos, intuyendo la tristeza del Consejero, del Beatito, de la Madre de los Hombres, cuando sepan que esos hermanos se pudrirán a la intemperie. Le da lástima recordar a esos muchachos, a muchos de los cuales enseñó a disparar, convertidos en alimento de buitres, sin un entierro con rezos. ¿Pero cómo hubieran podido rescatar sus restos?

A lo largo de todo el trayecto oyen tiros, de la dirección de la Favela. Un yagunzo dice que es raro que Pajeú, Mané Quadrado y Táramela, que fusilan a los perros desde ese frente, puedan hacer tantas descargas. João Grande le recuerda que la mayor parte de las municiones se repartieron a los hombres de esas trincheras, que se interponen entre Belo Monte y la Favela. Y que hasta los herreros se trasladaron allí con sus yunques y fuelles para seguir fundiendo plomo junto a los combatientes. Sin embargo, apenas avistan Canudos bajo unas nubéculas que deben ser explosión de granadas —el sol está alto y las torres del Templo y las viviendas encaladas reverberan—, João Grande presiente la buena nueva. Pestañea, mira, calcula, compara. Sí, disparan ráfagas continuas desde el Templo del Buen Jesús, desde la Iglesia de San Antonio, desde los parapetos del cementerio, al igual que desde las barrancas del Vassa Barris y la Fazenda Velha. ¿De dónde salen tantas municiones? Minutos después un «párvulo» le trae un mensaje de João Abade.

—O sea que volvió a Canudos —exclama el ex-esclavo.

—Con más de cien vacas y muchos fusiles —dice el niño, entusiasmado—. Y cajones de balas, de granadas y latas grandes de pólvora. Les robó eso a los perros y ahora todo Belo Monte está comiendo carne.

João Grande pone una de sus manazas sobre la cabeza del chiquillo y refrena su emoción. João Abade quiere que la Guardia Católica vaya a la Fazenda Velha, a reforzar a Pajeú, y que el ex-esclavo se reúna con él en casa de Vilanova. João Grande enrumba a sus hombres por los barracones del Vassa Barris, ángulo muerto que los protegerá contra los tiros de la Favela, hacia la Fazenda Velha, un kilómetro de vericuetos y escondrijos excavados aprovechando los desniveles y sinuosidades del terreno que son la primera línea de defensa de Belo Monte, apenas a medio centenar de metros de los soldados. Desde que regresó, el caboclo Pajeú se encarga de ese frente.

Al llegar a Belo Monte, João Grande apenas puede ver por la densidad del terral que lo deforma todo. La fusilería es muy fuerte y al estruendo de los disparos se suma el ruido de tejas que se quiebran, paredes que se derrumban y latas que retintinean. El chiquillo lo coge de la mano: él sabe por donde no caen balas. En estos dos días de bombardeo y tiroteo la gente ha establecido una geografía de seguridad y circula sólo por ciertas calles y por cierto ángulo de cada calle, a salvo de la metralla. Las reses que ha traído João Abade son carneadas en el callejón del Espíritu Santo, convertido en corral y matadero, y hay allí una larga cola de viejos, niños y mujeres, esperando sus raciones, en tanto que Campo Grande parece un campamento militar por la cantidad de cajas, barriles y cuñetes de fusiles entre los que se agita una muchedumbre de yagunzos. Las acémilas que han arrastrado el cargamento tienen visibles las marcas de los regimientos y algunas sangran de los azotes y relinchan, atemorizadas por el estruendo. João Grande ve un burro muerto al que devoran perros esqueléticos entre nubes de moscas. Reconoce a Antonio y Honorio Vilanova encaramados en una tarima; a gritos y ademanes, distribuyen esas cajas de municiones que se llevan de dos en dos, corriendo pegados al lado septentrional de las viviendas, yagunzos jóvenes, algunos tan niños como este que no lo deja acercarse a los Vilanova y lo conmina a entrar a la antigua casa-hacienda, donde, le dice, lo espera el Comandante de la Calle. Que los chiquillos de Canudos sean mensajeros —los llaman «párvulos» — ha sido idea de Pajeú. Cuando lo propuso, en este mismo almacén, João Abade dijo que era riesgoso, no eran responsables y su memoria fallaba, pero Pajeú insistió, refutándolo: en su experiencia, los niños habían sido rápidos, eficientes y también abnegados. «Era Pajeú quien tenía razón», piensa el ex-esclavo viendo la mano pequeñita que no suelta la suya hasta que lo deja frente a João Abade, quien, apoyado en el mostrador, bebe y mastica, tranquilo, mientras escucha a Pedrão, al que rodean una docena de yagunzos. Al verlo, le hace señas de que se acerque y le apriete la mano con fuerza. João Grande quiere decirle lo que siente, agradecerle, felicitarlo por haber conseguido esas armas, municiones y comida, pero, como siempre, algo lo retiene, intimida, avergüenza: sólo el Consejero es capaz de romper esa barrera que desde que tiene uso de razón le impide participar a la gente los sentimientos de su alma. Saluda a los otros con movimientos de cabeza o palmeándolos. Siente de pronto un enorme cansancio y se acuclilla en el suelo. Asunción Sardelinha le pone en las manos una escudilla repleta de carne asada con farinha y una jarra de agua. Durante un rato olvida la guerra y quién es y come y bebe con felicidad. Cuando termina, nota que João Abade, Pedrão y los otros están callados, esperándolo, y se siente confuso. Balbucea una disculpa.

Está explicándoles lo sucedido en las Umburanas cuando el indescriptible trueno lo levanta y remece en el sitio. Unos segundos todos permanecen inmóviles, encogidos, con las manos cubriéndose la cabeza, sintiendo vibrar las piedras, el techo, los objetos del almacén como si todo, por efecto de la interminable vibración, fuera a quebrarse en mil astillas.

—¿Ven, ven, se dan cuenta? —entra rugiendo el viejo Joaquim Macambira, irreconocible por el barro y el polvo—. ¿Ves lo que es la Matadeira, João Abade?

En vez de responderle, éste ordena al «párvulo» que guió a João Grande y al que la explosión ha lanzado contra los brazos de Pedrão, de los que sale con la cara descompuesta por el miedo, que vea si el cañonazo ha dañado el Templo del Buen Jesús o el Santuario. Luego, hace señas a Macambira de que se siente y coma algo. Pero el viejo está frenético y, mientras mordisquea el trozo de carne que le alcanza Antonia Sardelinha, sigue hablando con espanto y odio de la Matadeira. João Grande lo oye mascullar: «Si no hacemos algo nos enterrará».

Y de pronto João Grande está viendo, en un sueño plácido, a una tropilla de alazanes briosos que galopan por una playa arenosa y arremeten contra el mar blanco de espuma. Hay un olor a cañaverales, a miel recién hecha, a bagazo triturado que perfuma el aire. Sin embargo, la dicha que es ver a esos lustrosos animales, relinchantes de alegría entre las frescas olas, dura poco, pues súbitamente surge del fondo del mar el alargado y mortífero artefacto, escupiendo fuego como el Dragón al que Oxossi, en los candomblés del Mocambo, extermina con una espada luciente. Alguien retumba: «El Diablo ganará». El susto lo despierta.

Tras una cortina de légañas ve, a la luz vacilante de un mechero, a tres personas comiendo: la mujer, el ciego y el enano que vinieron a Belo Monte con el Padre Joaquim. Es de noche, no hay nadie más en el recinto, ha dormido muchas horas. Siente un remordimiento que lo despierta del todo. «¿Qué ha pasado?», grita, levantándose. Al ciego se le escapa el pedazo de carne y lo ve palpar la tierra, buscándolo.

«Yo les dije que te dejaran dormir», oye la voz de João Abade, y en las sombras se perfila su robusta silueta. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura el ex-esclavo y comienza a disculparse, pero el Comandante de la Calle lo ataja: «Necesitabas dormir, João Grande, nadie vive sin dormir». Se sienta en un tonel, junto al mechero, y el ex-esclavo ve que está demacrado, con los ojos hundidos y la frente estriada. «Mientras yo soñaba con caballos, tú peleabas, corrías, ayudabas», piensa. Siente tanta culpa que apenas se da cuenta que el Enano se acerca a alcanzarles una latita de agua. Después de beber, João Abade se la pasa.

El Consejero está a salvo, en el Santuario, y los ateos no se han movido de la Favela; tirotean, de cuando en cuando. En la cara fatigada de João Abade hay inquietud. «¿Qué pasa, João? ¿Puedo hacer algo?» El Comandante de la Calle lo mira con afecto. Aunque no hablen mucho, el ex-esclavo sabe, desde las peregrinaciones, que el ex-cangaceiro lo aprecia; en multitud de ocasiones se lo ha hecho sentir.

—Joaquim Macambira y sus hijos van a subir a la Favela, a callar a la Matadeira —dice; las tres personas sentadas en el suelo dejan de comer y el ciego estira su cabeza con el ojo derecho pegado a ese anteojo que es un rompecabezas de vidriecitos—. Difícil que lleguen arriba. Pero, si llegan, pueden inutilizarlo. Es fácil. Quebrarle la espoleta o volarle el cargador.

—¿Puedo ir con ellos? —lo interrumpe João Grande—. Le meteré pólvora en el cañón, la volaré.

—Puedes ayudar a los Macambira a subir hasta allá —dice João Abade—. No ir con ellos, João Grande. Sólo ayudarlos a llegar arriba. Es su plan, su decisión. Ven, vamos.

Cuando están saliendo, el Enano se prende de João Abade y con voz azucarada lo adula: «Cuando quieras te contaré de nuevo la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo, João Abade». El ex-cangaceiro lo aparta, sin contestarle.

Afuera, es noche entrada y nubosa. No brilla una sola estrella. No se oyen disparos y no se ve gente en Campo Grande. Tampoco luces en las viviendas. Las reses fueron llevadas, apenas oscureció, detrás del Mocambo. El callejón del Espíritu Santo hiede a carroña y a sangre reseca y mientras escucha el plan de los Macambira, João Grande siente revolotear miríadas de moscas sobre los despojos que escarban los perros. Remontan Campo Grande hasta la explanada de las Iglesias, fortificada por los cuatro costados, con dobles y triples empalizadas de ladrillos, piedras, cajones de tierra, carros volcados, barriles, puertas, latas, estacas, detrás de los cuales se apiñan hombres armados. Descansan, tumbados en el suelo, conversan alrededor de pequeños braseros, y en una de las esquinas un grupo canta, animado por una guitarra. «¿Cómo se puede ser tan poca cosa que uno no resista estar sin dormir ni siquiera cuando se trata de salvar el alma o quemarse por la vida eterna?», piensa, atormentado.

En la puerta del Santuario, ocultos tras un alto parapeto de sacos y cajones de tierra, conversan con los hombres de la Guardia Católica mientras esperan a los Macambira. El viejo, sus once hijos y las mujeres de éstos se hallan con el Consejero. João Grande selecciona mentalmente a los muchachos que lo acompañarán y piensa que le gustaría oír lo que el Consejero estará diciendo a esa familia que va a sacrificarse por el Buen Jesús. Cuando salen, el viejo tiene los ojos brillantes. El Beatito y la Madre María Quadrado los acompañan hasta el parapeto y los bendicen. Los Macambira abrazan a sus mujeres, que se ponen a llorar, prendidas de ellos. Pero Joaquim Macambira pone fin a la escena, indicando que es hora de partir. Las mujeres se van con el Beatito a rezar al Templo del Buen Jesús.

. En el camino hacia las trincheras de la Fazenda Velha, recogen el equipo que João Abade ha ordenado: barras, palancas, petardos, hachas, martillos. El viejo y sus hijos se los reparten en silencio, mientras João Abade les explica que la Guardia Católica distraerá a los perros, con un amago de asalto, mientras ellos reptan hasta la Matadeira. «Vamos a ver si los "párvulos" la han localizado», dice.

Sí, la han localizado. Se lo confirma Pajeú, al recibirlos en la Fazenda Velha.

La Matadeira está en la primera elevación, inmediatamente detrás del Monte Mario, junto con los otros cañones de la Primera Columna. Los han colocado en hilera, entre sacos y cuñetes rellenos de piedras. Dos «párvulos» se arrastraron hasta allí y contaron, luego de la tierra de nadie y la línea de tiradores muertos, tres puestos de vigilancia en las laderas casi verticales de la Favela.

João Grande deja a João Abade y los Macambira con Pajeú y se desliza por los laberintos excavados a lo largo de este terreno contiguo al Vassa Barris. Desde estos socavones y oquedades los yagunzos han infligido el castigo más duro a los soldados que, apenas llegaron a las cumbres y avistaron Canudos, se precipitaron por las laderas hacia la ciudad extendida a sus pies. La terrible fusilería los paró en seco, los hizo volverse, revolverse, atropellarse, pisotearse, embrollarse, descubrir que no podían retroceder ni avanzar ni escapar por los flancos y que su única opción era aplastarse contra el suelo y levantar defensas. João Grande camina entre yagunzos que duermen; cada cierto trecho, un centinela se descuelga de los parapetos para hablar con él. El ex-esclavo despierta a cuarenta hombres de la Guardia Católica y les explica lo que van a hacer. No le sorprende saber que esa trinchera casi no ha tenido bajas; João Abade había previsto que la topografía protegería allí a los yagunzos mejor que en ninguna parte.

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