La guerra del fin del mundo (82 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—La verdad, no esperaba oír hablar en ese momento de amor, de felicidad —murmuró, moviéndose en el asiento—. Y menos todavía en relación a Jurema.

El periodista se había puesto a hablar de nuevo de la guerra.

—¿No es curioso que se llamara Brigada Girard? Porque, según me entero ahora, el General Girard nunca pisó Canudos. Una curiosidad más, de la más curiosa de las guerras. Agosto comenzó con la aparición de esos doce batallones frescos. Todavía llegaba gente nueva a Canudos, de prisa, porque sabían que ahora, con el nuevo Ejército, el cerco se cerraría definitivamente. ¡Y que ya no se podría entrar! —El Barón le oyó una de sus carcajadas absurdas, exóticas, forzadas; le oyó repetir —: No que no se podría salir, entiéndame. Que no se podría entrar. Ése era su problema. No les importaba morir, pero querían morir adentro.

—Y, usted, era feliz... —dijo. ¿No estaría aún más chiflado de lo que siempre pareció? ¿No sería todo aquello una sarta de embustes?

—Los vieron llegar, extenderse por los cerros, ocupar, uno tras otro, los lugares por donde hasta entonces podían entrar y salir. Los cañones comenzaron a bombardear las veinticuatro horas del día, del Norte, del Sur, del Este, del Oeste. Pero como estaban demasiado cerca y podían matarse entre ellos se limitaban a cañonear las torres. Porque no habían caído todavía.

—¿Jurema, Jurema? —exclamó el Barón—. ¿La muchachita de Calumbí le dio la felicidad, lo convirtió espiritualmente en yagunzo?

Detrás de los gruesos cristales, como peces en la pecera, los ojos miopes se agitaron, pestañearon. Era tarde, llevaba muchas horas allí, debería levantarse e ir a preguntar por Estela, desde la tragedia no había estado tanto rato separado de ella. Pero siguió esperando, con hormigueante impaciencia.

—La explicación es que yo me había resignado —le oyó susurrar en voz apenas audible.

—¿A morir? —dijo el Barón, sabiendo que no era la muerte en lo que pensaba el visitante.

—A no amar, a no ser amado por ninguna mujer —adivinó que decía, pues había bajado aún más la voz—. A ser feo, a ser tímido, a no tener nunca en mis brazos a una mujer que no cobrara por ello.

El Barón se sintió suspendido en el asiento de cuero. Como un relámpago, le pasó por la cabeza la idea de que en este despacho, en el que se habían revelado tantos secretos, tramado tantas conspiraciones, nadie había confesado jamás algo tan inesperado y sorprendente para sus oídos.

—Es algo que usted no puede comprender —dijo el periodista miope, como si lo estuviera acusando—. Porque usted, sin duda, conoció el amor desde muy joven. Muchas mujeres debieron amarlo, admirarlo, rendírsele. Usted, sin duda, pudo escoger a su bellísima esposa, entre otras muchas bellísimas mujeres que sólo esperaban su consentimiento para echarse en sus brazos. Usted no puede entender lo que nos ocurre a los que no somos atractivos, apuestos, favorecidos, ricos, como lo fue usted. Usted no puede entender lo que es saberse repulsivo y ridículo para las mujeres, excluido del amor y del placer. Condenado a las putas.

«El amor, el placer», pensó el Barón, desconcertado: dos palabras inquietantes, dos meteoritos en la noche de su vida. Le pareció sacrilegio que esas hermosas, olvidadas palabras aparecieran en la boca de ese ser risible, encogido como una garza en el asiento, con una pierna trenzada a la otra. ¿No era cómico, grotesco, que una perrita chusca del sertón hiciera hablar de amor y de placer a un hombre, pese a todo, cultivado? ¿Acaso esas palabras no evocaban el lujo, el refinamiento, la sensibilidad, la elegancia, los ritos y sabidurías de una imaginación adiestrada por las lecturas, los viajes, la educación? ¿No eran palabras incompatibles con Jurema de Calumbí? Pensó en la Baronesa y se le abrió una herida en el pecho. Hizo un esfuerzo para volver a lo que el periodista decía. En otra de sus bruscas transiciones, hablaba nuevamente de la guerra:

—Se acabó el agua —y, siempre, parecía riñéndolo—. Toda la que bebía Canudos era de las aguadas de la Fazenda Velha, unos pozos junto al Vassa Barris. Habían hecho allí trincheras y las defendieron con uñas y dientes.

Pero con esos cinco mil soldados frescos ni siquiera Pajeú pudo impedir que cayeran. Entonces, se acabó el agua.

¿Pajeú? El Barón se estremeció. Ahí estaba el rostro aindiado, amarillento pálido, la cicatriz en lugar de nariz, ahí su voz anunciándole con calma que en nombre del Padre iba a quemar Calumbí. Pajeú, el individuo que encarnaba toda la maldad y estupidez de que había sido víctima Estela.

—Sí, Pajeú —dijo el miope—. Yo lo odiaba. Y le temía más que a las balas de los soldados. Porque estaba enamorado de Jurema y con sólo levantar un dedo podía arrebatármela y desaparecerme.

Rió otra vez, con una risa corta, estridente, nerviosa, que terminó en unos estornudos sibilantes. El barón, distraído de él, estaba odiando, también a ese bandido fanático. ¿Qué había sido del autor del inexpiable crimen? Sintió terror de preguntar, de oír que estaba salvo. El periodista repetía la palabra agua. Le costó trabajo salir de sí, entender. Sí, las aguadas del Vassa Barris. Sabía muy bien cómo eran esos pozos, paralelos al cauce, donde se empozaba el agua de las crecientes y que daban a beber a hombres, pájaros, chivos, vacas, en los largos meses (y a veces años) en que el Vassa Barris permanecía seco. ¿Y Pajeú? ¿Y Pajeú? ¿Había muerto en combate? ¿Había sido capturado? Tenía la pregunta en la punta de los labios y no la hizo.

—Esas cosas hay que entenderlas —decía ahora el periodista miope, con convicción, con energía, con cólera—. Yo apenas podía verlas, por supuesto. Pero tampoco podía entenderlas.

—¿De quién está hablando? —dijo el Barón—. Me distraje, me he perdido.

—De las mujeres y de los párvulos —respingó el periodista miope—. Los llamaban así. Párvulos. Cuando los soldados capturaron las aguadas, iban con las mujeres, en las noches, a tratar de robarse unas latas de agua, para que los yagunzos pudieran seguir peleando. Ellos, sólo ellos. Y así fue, también, con esas sobras inmundas que llamaban comida. ¿Me ha oído bien?

—¿Debo asombrarme? —dijo el Barón—. ¿Admirarme?

—Debe tratar de entender —murmuró el periodista miope—. ¿Quién daba esas disposiciones? ¿El Consejero? ¿João Abade? ¿Antonio Vilanova? ¿Quién decidió que fueran sólo mujeres y niños los que se arrastraran hasta la Fazenda Velha para robar agua, sabiendo que en las aguadas estaban los soldados esperándolos para hacer tiro al blanco, sabiendo que de cada diez sólo uno o dos volverían? ¿Quién decidió que los combatientes no debían intentar ese suicidio menor pues a ellos correspondía esa forma superior de suicidio que era morir peleando? —El Barón vio que otra vez buscaba sus ojos con angustia—. Sospecho que ni el Consejero ni los jefes. Eran decisiones espontáneas, simultáneas, anónimas. Si no, no las hubieran respetado, no hubieran ido al matadero con tanta convicción.

—Eran fanáticos —dijo el Barón, consciente del desprecio que había en su voz—. El fanatismo mueve a la gente a actuar así. No son razones elevadas, sublimes, las que explican siempre el heroísmo. También, el prejuicio, la estrechez mental, las ideas más estúpidas.

El periodista miope se quedó mirándolo; tenía la frente empapada de sudor y parecía buscar una respuesta dura. Pensó que le oiría alguna impertinencia. Pero lo vio asentir, como para sacárselo de encima.

—Ése fue, por supuesto, el gran deporte de los soldados, un entretenimiento en su vida aburrida —dijo—. Apostarse en la Fazenda Velha y esperar que la luz de la luna les mostrara a esas sombras que venían reptando a sacar agua. Oíamos los tiros, el sonido cuando una bala perforaba la lata, el recipiente, la olla. Las aguadas amanecían llenas de cadáveres, de malheridos. Pero, pero...

—Pero usted no veía nada de eso —lo cortó el Barón. La agitación que veía en su interlocutor lo irritaba profundamente.

—Las veían Jurema y el Enano —dijo el periodista miope—. Yo las oía. Oía a las mujeres y a los párvulos que partían a la Fazenda Velha, con sus latas, cantimploras, cántaros, botellas, despidiéndose de sus maridos o de sus padres, dándose la bendición, citándose en el cielo. Y oía lo que ocurría cuando conseguían regresar. La lata, el balde, el cántaro, no servían para dar de beber a los viejos moribundos, a las criaturas locas de sed. No. Iban a las trincheras, para que los que todavía podían sostener un fusil, pudieran sostenerlo unos horas o minutos más.

—¿Y usted? —dijo el Barón. El disgusto que le producía esa mezcla de reverencia y terror con que el periodista miope hablaba de los yagunzos era cada vez más grande—. ¿Cómo no murió de sed? Usted no era combatiente ¿no es verdad?

—Me lo pregunto —dijo el periodista—. Si hubiera lógica en esta historia, yo debería haber muerto allá varias veces.

—El amor no quita la sed —trató de herirlo el Barón.

—No la quita —asintió el otro—. Pero da fuerza para resistirla. Y, además, algo bebíamos. Lo que se pudiera chupar, succionar. Sangre de pájaros, aunque fuera urubús. Masticábamos hojas, tallos, raíces, todo lo que tuviera jugo. Y orines, por supuesto. —Buscó los ojos del Barón y éste pensó de nuevo: «Como acusándome»—. ¿Usted no lo sabía? Aun cuando uno no beba líquido, sigue orinando. Fue un descubrimiento importante, allá.

—Hábleme de Pajeú, por favor —dijo el Barón—. ¿Qué fue de él?.

El periodista miope se deslizó sorpresivamente al suelo. Lo había hecho varias veces en el curso de la conversación y el Barón se preguntó si esos cambios de postura se debían a su desasosiego interno o a que se le dormían los músculos.

—¿Dice usted que se enamoró de Jurema? —insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a Canudos—. ¿Por qué no se la llevó con él?

—Tal vez por la guerra —dijo el periodista miope—. Era uno de los jefes. A medida que se iba cerrando el cerco, tenía menos tiempo. Y menos ánimos, me imagino.

Se echó a reír de una manera tan desgarrada que el Barón dedujo que esta vez su risa no iba a degenerar en estornudos sino en llanto. No ocurrió ni una ni otra cosa.

—De manera que me encontré deseando, a ratos, que la guerra continuara, y aun empeorara, para que tuviera ocupado a Pajeú. —Aspiró una bocanada de aire—. Deseando que la guerra o algo lo matara.

—¿Qué fue de él? —insistió el Barón. El otro no le hizo caso.

—Pero, a pesar de la guerra, hubiera podido muy bien llevársela y hacerla su mujer —reflexionó, fantaseó, con la vista en el suelo—. ¿No lo hacían otros yagunzos? ¿No los oía, en medio de los tiroteos, de noche o de día, montando a sus mujeres en las hamacas, camastros y suelos de las casas?

El Barón sintió que se le inflamaba la cara. Nunca había tolerado ciertos temas, tan frecuentes entre hombres solos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Si seguía por este camino lo haría callar.

—De manera que la guerra no era la explicación. —Se volvió a mirarlo, como recordando que estaba allí—. Se había vuelto santo ¿ve? Así decían: se volvió santo, lo besó el ángel, lo rozó el ángel, lo tocó el ángel. —Asintió, varias veces—. Tal vez. No quería tomarla por la fuerza. Es la otra explicación. Más fantástica, sin duda, pero tal vez. Que todo se hiciera como Dios manda. Según la religión. Casarse con ella. Yo lo oí pedírselo. Tal vez.

—¿Qué fue de él? —repitió el Barón, despacio, subrayando las palabras.

El periodista miope lo miraba, fijamente. Y el Barón advirtió su extrañeza.

—Él quemó Calumbí —explicó, despacio—. Fue él quien... ¿Murió? ¿Cómo fue su muerte?

—Supongo que murió —dijo el periodista miope—. ¿Cómo no hubieran muerto? ¿Cómo no hubiera muerto él, João Abade, João Grande, todos ellos?

—Usted no murió, y, según me ha dicho, tampoco Vilanova. ¿Pudo escapar?

—No querían escapar —dijo el periodista, con pena—. Querían entrar, quedarse, morir allí. Lo de Vilanova fue excepcional. Él tampoco quería irse. Se lo ordenaron.

De modo que no le constaba que Pajeú hubiera muerto. El Barón lo imaginó, retomando su antigua vida, libre otra vez a la cabeza de un cangaco reconstituido con malhechores de aquí y de allá, añadiendo a su historial fechorías sin término, en el Ceará, en Pernambuco, en regiones más alejadas. Sintió vértigo.

«Antonio Vilanova», susurra el Consejero y hay como una descarga eléctrica en el Santuario. «Ha hablado, ha hablado», piensa el Beatito, todos los poros de su piel erizados por la impresión. «Alabado sea el Padre, alabado sea el Buen Jesús». Avanza hacia el camastro de varas al mismo tiempo que María Quadrado, el León de Natuba, el Padre Joaquim y las beatas del Coro Sagrado; en la luz taciturna del atardecer, todos los ojos se clavan en la cara oscura, alargada, inmóvil, que sigue con los párpados sellados. No es una alucinación: ha hablado.

El Beatito ve que esa boca amada, a la que la flacura ha dejado sin labios, se abre para repetir: «Antonio Vilanova». Reaccionan, dicen «sí, sí, padre», se atropellan hasta la puerta del Santuario a pedir a la Guardia Católica que llamen a Antonio Vilanova. Varios hombres echan a correr entre los sacos y piedras del parapeto. En ese instante, no hay tiros. El Beatito regresa a la cabecera del Consejero: está otra vez callado, quieto, boca arriba, los ojos cerrados, las manos y los pies al aire, sus huesos sobresaliendo de la túnica morada cuyos pliegues denuncian aquí y allá su pavorosa delgadez. «Es espíritu más que carne ya», piensa el Beatito. La Superiora del Coro Sagrado, alentada al oírlo, le acerca un tazón con un poco de leche. La oye murmurar, llena de recogimiento y esperanza: «¿Quieres tomar algo, padre?» Le ha oído la misma pregunta muchas veces en estos días. Pero esta vez, a diferencia de las otras, en que el Consejero permanecía sin responder, la esquelética cabeza sobre la que caen, revueltos, largos cabellos grises, se mueve diciendo que no. Un vaho de felicidad asciende por el Beatito. Está vivo, va a vivir. Porque en estos días, aunque el Padre Joaquim, cada cierto tiempo, se acercaba a tomarle el pulso y a oírle el corazón y les decía que respiraba, y aunque había esa aguadija constante que fluía de él, el Beatito no podía evitar, ante su inmovilidad y su silencio, pensar que el alma del Consejero había subido al cielo.

Una mano lo tironea desde el suelo. Encuentra los ojos grandes, ansiosos, luminosos, del León de Natuba, mirándolo por entre una selva de greñas. «¿Va a vivir, Beatito?» Hay tanta angustia en el escriba de Belo Monte que el Beatito tiene ganas de llorar.

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