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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (22 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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La joven se desprendió de su equipo de viaje y se vistió con la túnica negra con ribetes rojos de una sacerdotisa novicia lo más rápido que pudo. Encendió una vela de las usadas para el estudio y colocó unos cuantos cabos consumidos junto a ella, luego arrojó varios libros y pergaminos al suelo junto a la mesa. El efecto sugería una larga y frenética sesión de estudio. Liriel asintió satisfecha y se sentó ante su escritorio. Ahora lo único que le quedaba por hacer era aprenderse realmente algo de todo aquello.

Sin embargo, por mucho que lo intentó, la joven no consiguió concentrarse en los hechizos que, en otras circunstancias, habrían captado su ávida atención. Los detalles de su aventura seguían regresando a ella: las maravillosas luces del cielo nocturno, la reconfortante fuerza de los enormes árboles, las extrañas costumbres de las sacerdotisas de la Doncella Oscura y el peculiar encuentro con el humano. Casi resultaba demasiado para que pudiera digerirlo.

En particular, no dejaba de recordar el relato del humano, que jugueteaba en su mente como una insistente melodía recordada. A Liriel le había gustado el inesperado y tortuoso giro del final de la historia. Era la clase de cuento que haría las delicias de la mayoría de los drows, si tuvieran éstos costumbre de contar y escuchar relatos. El significado de la historia, no obstante, la desconcertaba. Cuando el humano le había ofrecido su relato, ella había tenido curiosidad, pensando que la narración de cuentos era una costumbre peculiar de los humanos, tal vez similar a los malévolos combates verbales tan queridos de los drows. Pero no, la historia del humano estaba demasiado bien elegida, era demasiado parecida a lo que más tarde había ocurrido.

Al igual que el campesino que salvó al lobo de los cazadores, Liriel hizo lo mismo con aquel hombre al acudir en su ayuda contra los murciélagos subterráneos. Según los parámetros drows, ella estaba en su derecho a considerar que su vida le pertenecía a cambio, pues se hacían esclavos con justificaciones mucho más peregrinas. Por ejemplo, ninguna.

Pero «Los viejos favores se olvidan enseguida», le había dicho el joven en su historia, y luego procedió a engañarla y a recuperar por la fuerza su libertad. ¿Se estaba disculpando de antemano por su duplicidad o quizás advirtiéndole de sus intenciones? ¡De ser ése el caso, el hombre poseía un sentido del juego limpio peligrosamente superdesarrollado!, se dijo Liriel con un toque de humor negro.

Algo que también inquietaba a la muchacha era que el relato del hombre era en muchas cosas similar a los que había leído en su libro de antiguas tradiciones humanas. ¿Contaban tales historias todos los humanos? ¿Era la narración de cuentos un don natural de la humanidad, o tal vez una forma de arte que alimentaban y desarrollaban? Le parecía increíble que una raza con una esperanza de vida tan corta, que siempre había creído que era sumamente inferior a la de los drows, pudiera poseer unas costumbres tan intrigantes.

Existía otra posibilidad, más interesante incluso, y de nuevo estaba relacionada con las similitudes entre el relato del hombre y las historias de su libro. Él se había llamado a sí mismo Fyodor de Rashemen. La joven no tenía ni idea de dónde podía estar aquello; pero tal vez los intrépidos viajeros rus habían extendido su cultura y su magia hasta el país del hombre de ojos azules. A lo mejor la costumbre rashemita de la
dajemma
, la tradición que enviaba a los jóvenes en un viaje de exploración, era un recuerdo de los inquietos antepasados de Fyodor.

Tal vez. El problema era que Liriel jamás lo sabría con seguridad. En Rashemen podían animar a sus jóvenes a viajar y explorar libremente, pero los drows de Menzoberranzan tenían otras opiniones.

Con un suspiro, Liriel apartó el pergamino que había estado fingiendo leer. Sin preocuparse en desprenderse de su túnica, se arrojó sobre la cama para echar una cabezada. Necesitaría el descanso para enfrentarse al día que le esperaba, ya que sería un día difícil al no estar preparada convenientemente para sus lecciones. Ni siquiera la agradable perspectiva de enterarse de los detalles de la conspiración fracasada de Shakti consiguió animarla.

El nuevo día se aproximaba y los sonidos de los que madrugaban penetraron en su habitación, pero el sueño no visitó a la joven drow. La realidad de su situación se le hacía cada vez más patente, con todos sus desagradables requisitos. El viaje a la superficie había resultado emocionante y peligroso, pero había corrido un enorme riesgo. Y ¿para qué? Estaría atrapada en Arach-Tinilith durante unos cuantos años. Desde el instante en que la verja en forma de telaraña de la Academia se había cerrado tras ella, Liriel había intentado negar su destino y al hacerlo se había arriesgado mucho. Si quería sobrevivir en aquel lugar sombrío y depravado, tendría que renunciar a sus travesuras y poner freno a su oscuro sentido del humor. Aquello ya significaría un gran esfuerzo, pero sabía en su interior que también tenía que resignarse a abandonar su sueño de correr múltiples aventuras en lugares lejanos.

Después de esa noche, claro.

Mientras se acurrucaba en sus almohadas de seda, la elfa oscura sabía que le esperaba una noche más sin dormir; aunque después de esa noche, se dedicaría por completo a sus estudios clericales. Haría las paces con la maestra Zeld y se aplicaría al estudio con una devoción que avergonzaría incluso a la piadosa y obstinada Sos'Umptu. Se convertiría en gran sacerdotisa en tiempo récord, y en un honor para la casa Baenre. Después de esa noche.

«Por favor, Lloth —oró en silencio mientras se sumía en un sueño ligero—. Por favor, concédeme sólo una noche más.»

Por primera vez en días, la esperanza espoleó los pasos de Fyodor, pues tras unas horas de búsqueda, encontró el túnel que la drow había mencionado. Había una pequeña caverna salpicada de rocas con un hilillo de agua en el fondo, y más allá, un sendero se curvaba en empinada ascensión para desaparecer en un agujero de la rocosa pared. Si algo encajaba con el nombre túnel de la Hondonada Seca era eso.

Bajó deslizándose por el interior del barranco y cruzó con un chapoteo el poco profundo arroyo. Como sospechaba, el agujero era la entrada a un túnel. El camino era muy empinado y el estrecho túnel serpenteaba hacia arriba en una espiral cerrada, pero el joven lo subió casi a la carrera en dirección a la luz del sol.

Regresaría a la Antípoda Oscura, pues había prometido buscar el amuleto y eso haría mientras viviera. De todos modos, la idea de una breve tregua levantó su ánimo. No se había dado cuenta hasta este momento, en que la huida estaba a mano, de lo opresiva que era la Antípoda Oscura. Robaba la esperanza; incomunicaba el espíritu.

Sin embargo, Fyodor recordaba la exuberancia de la risa de la joven drow, la ávida curiosidad de sus ojos dorados. Era alguien que vivía con intensidad y despreocupación, no un superviviente sin alma, aunque eso no impedía que el joven se preguntara qué clase de ser podía desarrollarse en un lugar tan oscuro y maligno. Fyodor había conocido dificultades y peligros toda su vida, y sobrevivir durante aquellos últimos días había puesto a prueba sus energías y su valor. No podía ni imaginar lo que la Antípoda Oscura haría a los que pasaban toda su vida en sus profundidades. La muchacha elfa poseía una belleza incomparable, y era tan valiente y capaz en el combate como cualquier doncella de Rashemen, pero era, de un modo claro e inconfundible, una drow. Lo que eso significaba, Fyodor sencillamente no lo sabía.

De nuevo el joven luchador se recordó que debía mantenerse alerta, que aquella tierra sombría y peligrosa no era lugar para los soñadores; pero mientras trepaba por el empinado sendero, la oscura muchacha lo acompañó en cada uno de sus pasos.

El tiempo en Arach-Tinilith viajaba a su propio ritmo y Liriel estaba segura de que al menos habían transcurrido dos o tres días durante el adoctrinamiento de la mañana. Bendijo en silencio las incontables y vigorosas fiestas de toda una noche de duración a las que había asistido durante todos aquellos años. Sin aquella preparación, jamás habría desarrollado la energía necesaria para permanecer despierta en aquellos momentos, aunque a pesar de ello, podía notar que sus ojos se ponían vidriosos mientras su maestra divagaba sin pausa. Liriel esperó que la mujer confundiera su expresión aturdida con una atención profunda.

Incluso la clase sobre los planos inferiores resultó decepcionante. La maestra conjuró un portal de visión a Tarterus que, en opinión de Liriel, ni siquiera resultaba un lugar interesante que visitar. Era un lugar de brumas grises y desesperación sin sentido. Las sinuosas sendas no parecían conducir a ninguna parte y los horrores alados con cara de perro que habitaban el lugar eran encarnaciones banales del mal. Volaban, aullaban y hacían pedazos a todo desgraciado que se aventurara por sus oscuros reinos. Resultaba todo soporíferamente previsible.

Tampoco le proporcionó la sesión ninguna distracción personal. Shakti estaba allí, hosca y reservada, pero gozando todavía del favor de la maestra allí presente. Daba la impresión de que su fracaso había quedado oculto. Al parecer, Shakti había resistido el impulso de correr a las autoridades con la noticia de la supuesta deserción de la joven Baenre, y esto fastidió a la joven —había esperado avergonzar a su adversaria—; pero también hacía que se sintiera impresionada por la paciencia y resolución de su enemiga. La sacerdotisa Hunzrin era obstinada, dispuesta a acechar a su presa todo el tiempo necesario para descubrir algo suficientemente condenatorio. Shakti empezaba a convertirse en una contrincante digna. Paciente como una araña, la sacerdotisa Hunzrin estaría allí vigilante, siempre atenta, a la espera de que su enemiga diera un paso en falso. Tal información no contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Liriel.

La tarde no prometía ser mucho mejor, pues una vez más la joven tenía que enfrentarse a las consecuencias de su poco convencional infancia. A todo drow se le exigía seguir un adiestramiento en el manejo de las armas, cualquiera que fuera su clase social o su sexo. Liriel era letal con cualquier cosa que se pudiera lanzar, y siempre había encontrado que tal destreza era suficiente para sus necesidades; por desgracia, boleadoras, hondas y arañas arrojadizas no formaban parte del repertorio clásico de una mujer noble. Cuando los drows entraban en la Academia se esperaba de ellos habilidad tanto con la espada como con el arma drow por excelencia: una diminuta ballesta usada para lanzar dardos envenenados. El arco no era un problema —Liriel podía acertar a todo lo que apuntara— pero jamás había sentido un gran interés por el arte de la esgrima, aunque, como iba a aprender aquel día, el interés era opcional; la destreza, obligatoria.

Su maestro en el manejo de la espada era uno de los alumnos más antiguos de Melee-Magthere. Un varón robusto y muy poco atractivo de una familia poco importante, que parecía moverse alternativamente entre el fastidio por tener que preparar a una sacerdotisa de primer año y la satisfacción de tener la posibilidad de dar órdenes a una hembra de la casa Baenre.

—Te tiembla la muñeca —reprendió—. ¡Sólo dos horas de práctica y ya empiezas a cansarte!

—No estoy acostumbrada a sujetar una espada —se defendió Liriel, y bajó el brazo de modo que la punta de la pesada espada se apoyó sobre el suelo de la sala de entrenamiento.

—Eso salta a la vista —repuso él, sarcástico—. He visto a simples niños que pueden luchar mejor. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?

Ella se echó hacia atrás un mechón de pelo y le dedicó una fría sonrisa.

—Pregunta por ahí. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Dargathan Srune'lett.

—La casa Srune'lett —reflexionó Liriel, contemplando a la rechoncha figura de pies a cabeza—. Sí, ahora que lo mencionas, detecto el parecido familiar.

El varón hizo una mueca, y su rostro se encendió hasta adoptar un rojo lívido. La gente a menudo se refería a las sacerdotisas Srune'lett como las «hermanas gordas» —no en su presencia, desde luego— y muchos miembros del clan, tanto varones como hembras, carecían de la ágil y esbelta figura que era el ideal drow. Al parecer, Dargathan se mostraba bastante susceptible al respecto. El drow alzó su arma describiendo un lento y amenazador arco.

—En guardia —rugió.

Liriel lo miró cara a cara y levantó su excesivamente pesada arma. Antes de que sus agotados músculos pudieran reaccionar, el otro atacó, y la hoja desgarró su túnica en un corte diagonal que iba desde el hombro a la cintura. La joven bajó la mirada para contemplar, incrédula, la plateada franja de cota de malla que quedó al descubierto.

La muchacha miró con ojos asesinos a su contrincante y sostuvo su burlona mirada durante un buen rato. Luego saltó sobre él, dirigiendo la espada hacia su corazón. El otro desvió con facilidad la estocada y retrocedió con un veloz movimiento que contradecía su desgarbado aspecto físico.

—En guardia —repitió Dargathan, con aire de suficiencia—. Practica tu postura. Todavía dejas al descubierto demasiadas partes del cuerpo ante tu enemigo. Recuerda, pie izquierdo atrás, hombro izquierdo atrás. Reduce el blanco.

Liriel apretó los dientes e hizo lo que se le decía. Una y otra vez, el drow le obligó a practicar la postura, le instruyó en las estocadas y paradas simples de la lucha con una sola espada. Puede que Dargathan no luciera la figura musculosa y la deslumbrante brillantez que caracterizaban a los mejores luchadores drows, pero a medida que transcurrían las horas Liriel tuvo que admitir que era un profesor aceptable. El varón replicaba cada uno de sus movimientos, demostrando paso a paso las habilidades que un luchador podría obtener mediante años de laborioso estudio y entrenamiento. Según los patrones de la mayoría de las razas, la joven era una luchadora competente, pero se esperaba mucho más de un drow. A medida que la sesión avanzaba, ella fue reformulando el concepto que tenía de la esgrima y comprendió lo poco que realmente sabía de aquel arte. También descubrió que le dolían todos los músculos, huesos y tendones del cuerpo.

—Eso será suficiente por ahora —dijo finalmente Dargathan—. Hay dos principios fundamentales en el arte de la espada: aprende las cuestiones básicas y prepárate para lo inesperado. Ya hemos empezado con lo primero. Con un trabajo duro y una excelente instrucción, aún haremos algo contigo.

Tras esa afirmación cargada de vanidad y autocomplacencia, el varón envainó su espada y atravesó a grandes zancadas la sala de entrenamiento. Liriel aguardó hasta que llegó a la puerta y luego lo llamó por su nombre.

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