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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (51 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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—Préstame ese vestido, muchachita, y trato hecho.

—De acuerdo. Liriel, ¿estás preparada para enfrentarte a Nisstyre?

—Me sentiría mejor si tuviera el amuleto —respondió la joven hechicera con una sombría sonrisa—, pero estoy todo lo preparada que se puede estar. ¿Dejaste mi gema en la sala del tesoro de Pharx, Zip?

—Sí, y casi me muero al hacerlo —refunfuñó la personalidad de la cabeza derecha del reptil, emergiendo por un instante para llorar el tesoro que había escapado de entre sus dedos de color púrpura—. ¡Un zafiro negro!

—¿Qué queréis que haga yo? —inquirió Fyodor.

El joven guerrero había pasado los últimos días observando con atención los preparativos. Lo que vio lo tranquilizó en gran manera, pues los dedicados comandantes drows le recordaban a los Colmillos de Rashemen, los astutos caudillos que defendían su diminuto país contra adversarios mucho más poderosos. No obstante, no estaba seguro de su lugar en todo aquello.

—Desde luego nos iría muy bien tu espada, sin embargo es mejor que permanezcas en el templo, lejos de la batalla. Si el frenesí combativo se apoderara de ti, ¿podrías diferenciar a un drow de otro? —repuso Elkantar.

El rashemita no podía rebatir este argumento, pero sus ojos azules reflejaron su frustración mientras escuchaba cómo los drows planeaban cada etapa de su ataque. Nunca, ni siquiera en todos los meses transcurridos desde que la magia de su furia de
bersérker
se torció, se había sentido Fyodor tan impotente. Registró su depósito de antiguos relatos, con la esperanza de encontrar la respuesta allí; pero la inspiración, cuando por fin llegó, no consiguió tranquilizar su ánimo.

Cuando la reunión finalizó y los presentes se desperdigaron con el fin de prepararse para la batalla, el joven hizo una seña a uno de ellos para que fuera con él a un pasillo apartado. Mientras exponía los términos de su oferta, en su mente resonó la advertencia de un viejo proverbio rashemita: «Quien hace tratos con un dragón o es un loco o un cadáver».

Los barcos de El Tesoro del Dragón estaban bien custodiados, pues al estar completamente cargados y amarrados al muelle, presentaban un blanco tentador. Mercenarios drows recorrían los muelles, y arqueros elfos oscuros vigilaban desde los castillos de popa y torres de vigía de las naves que esperaban. Los comerciantes de El Tesoro del Dragón no ignoraban que los drows de Eilistraee habían mostrado un vivo interés por sus negocios, y no tuvieron que pensar mucho para comprender el motivo. Apiñada en la bodega de uno de los barcos había una veintena de niños drows: varones que nadie quería que alcanzarían un buen precio como esclavos en las lejanas ciudades del sur. Las sacerdotisas de la Doncella Oscura veían con malos ojos tales cosas y eran lo bastante estúpidas para intentar un rescate. Hasta el momento, habían demostrado un admirable comedimiento, pero no había forma de pronosticar lo que pudieran hacer las drows del Templo del Paseo.

No lejos de las naves, muy por debajo de la superficie de las fétidas aguas, Iljrene y diez de sus compañeras sacerdotisas se aferraban al rocoso lecho marino y aguardaban. Según la hembra de dragón de las profundidades de Liriel, el túnel procedente de la fortaleza de los comerciantes finalizaba allí, en la roca maciza del suelo del puerto. Cada miembro de El Tesoro del Dragón llevaba un colgante mágico que le permitía atravesar el rocoso muro a voluntad, y la tarea de Iljrene era hacerse con unos cuantos de aquellos colgantes.

Armadas con espadas cortas y un hechizo que les permitía respirar bajo el agua durante un corto período de tiempo, las sacerdotisas aguardaban impacientes, aguzando los oídos para captar los sonidos del combate en la superficie. Iljrene confiaba en Elkantar —era su comandante y ella había luchado bajo sus órdenes durante casi un siglo— pero aquella tarea precisaba una coordinación perfecta. Si la patrulla de Elkantar no atacaba pronto, las sacerdotisas ocultas se quedarían sin aire. Sin embargo no podían salir a la superficie, pues hacerlo alertaría a los mercenarios de El Tesoro del Dragón y pondrían en peligro a la fuerza del comandante; así pues, Iljrene obligó a sus pensamientos a mantener una fría calma, y aguardó el momento adecuado.

Bajo el mando de Elkantar, una patrulla doble de Protectores nadó en dirección a los barcos amarrados. Habían venido desde las Cuevas Marinas, descendiendo por los portales acuosos que transportaban barcos al oculto fondeadero de Puerto de la Calavera, y desde las oscuras aguas situadas más allá de los muelles. Sus hombres chapotearon con sigilo en dirección a las naves: una veintena de drows, con las plateadas cabezas cubiertas por ceñidas capuchas oscuras, seis hombres y un halfling. Todos aventureros rescatados por las sacerdotisas de Eilistraee y que habían jurado servir a la Doncella Oscura.

Mientras nadaba, Elkantar evaluó las fuerzas dispuestas contra su grupo. Al menos una docena de bien armados mercenarios drows patrullaba los muelles, y un número igual recorría las cubiertas de cada uno de los dos barcos. Sus filas estaban respaldadas por minotauros y letales arqueros elfos oscuros. La batalla tendría un alto precio, pero Elkantar no reconsideró ni por un momento su línea de acción; pues Qilué Veladorn no era tan sólo su consorte, sino su señora. Le había jurado lealtad; haría de buen grado cualquier cosa —incluso morir— por ella. Pero aquella tarea la habría hecho a pesar de todo. Los largos años se difuminaron mientras el drow recordaba otro navío similar. En aquella ocasión, Elkantar había estado encadenado en la bodega: un joven adiestrado como guerrero, nacido noble pero demasiado rebelde para el gusto de su madre matrona. Lo que había soportado durante su esclavitud, y cómo había conseguido escapar finalmente, pesaba con fuerza sobre él en aquel momento.

Pero había llegado la hora de actuar, no de recordar.

La proa del barco más próximo apuntaba fuera de los muelles y era la zona menos custodiada. Un solitario minotauro paseaba por la cubierta del castillo de proa. Elkantar alzó un pequeño arpón en forma de ballesta y apuntó; el proyectil voló en silencio hacia su blanco, arrastrando con él una casi invisible cuerda de hilo de araña. La afilada arma se hundió en el enorme pecho del hombre-toro, y la criatura cayó muerta al instante, desplomándose contra la barandilla, con la cabeza balanceándose sobre el agua. A los ojos de cualquiera, parecía como si se tratara de un marinero mareado que reconsideraba su última comida.

Elkantar nadó hasta el barco y tiró de la cuerda; ésta aguantó, y él trepó por el curvado casco hasta el castillo de proa. Usando el cuerpo del minotauro como escudo, se izó por encima de la barandilla. La alarma se dio al instante, y una flecha pasó rauda desde la torre de vigía, sin darle a él pero hundiéndose con un carnoso golpe sordo en el minotauro que se hallaba sin vida. Elkantar devolvió el ataque con un pequeño arco, lanzando a toda velocidad un dardo tras otro en dirección al arquero.

Entre tanto, su banda había encontrado una red de cuerdas junto a las naves y había trepado a las cubiertas. Los guardias de las naves se apresuraron a presentar batalla, y los drows que custodiaban los muelles corrieron por las planchas para entrar en las naves, desenvainando sus armas mientras lo hacían. Las espadas entrechocaron mientras los elfos oscuros combatían entre sí.

Los Elegidos podrían haber contenido a los luchadores, pero los arqueros que ocupaban los puestos de vigía eliminaban a los valientes invasores uno tras otro. Elkantar contempló, impotente, cómo una flecha alcanzaba a uno de sus hombres en la garganta, y se volvió hacia su segundo —un halfling alto de aspecto lúgubre que lo había seguido por la maroma— y señaló en dirección al puesto de vigía. El halfling asintió y se dejó caer sobre una rodilla tras el cuerpo protector del minotauro, para lanzar una flecha tras otra en dirección al mástil, hasta dejar totalmente inmovilizado al diestro arquero.

Mientras, un pequeño grupo de sacerdotisas seguían a Qilué por las oscuras aguas. Una de ellas, sostenida fuera del agua por dos de sus hermanas, consiguió arrojar una soga alrededor del bauprés. Qilué fue la primera en subir, trepando con agilidad por la cuerda para saltar a continuación al castillo de proa de la nave.

El espectáculo que apareció ante sus ojos la dejó sin habla. Elkantar, su amado, corría con acrobática gracia subiendo por una soga que ascendía casi en vertical desde el castillo de popa a la punta superior del mástil. Llevaba el cuchillo en la mano, y estaba claro que intentaba acabar con el molesto arquero. Era la clase de plan arriesgado y valeroso que había llegado a esperar siempre de su consorte, y, considerando la lluvia de flechas que caía con furia alrededor del mástil, muy bien podría ser el último que llevara a cabo.

La sacerdotisa vivió un instante de desesperación. Había amado y perdido demasiado a menudo en sus muchos siglos de vida; no podía soportar perder también a Elkantar. Pero no era ella quien podía hacer tales elecciones; de modo que Qilué desenvainó su silbante espada y la mantuvo en alto, tomando fuerzas mientras el silbido del arma —los misteriosos y obsesivos tonos de una soprano elfa entremezclados con la llamada del cuerno de caza de Eilistraee— hicieron su aparición.

El mágico sonido galvanizó a las sacerdotisas que la seguían. Cinco espadas más centellearon en la débil luz, uniéndose en un coro que resonaba puro y enérgico por encima del estrépito de la batalla y los alaridos de los moribundos.

Muy por debajo de la batalla a bordo de las naves, Iljrene y sus sacerdotisas se aferraban al suelo del puerto y observaban el oculto portal. De improviso, unos mercenarios drows, respondiendo sin duda a una llamada procedente de los asediados barcos, surgieron veloces de la piedra maciza. Los luchadores drows ascendieron hacia la superficie, con la atención fija en las oscuras formas de los navíos.

Iljrene contó con atención mientras treinta elfos oscuros pasaban raudos junto a su escondite de camino a la batalla. De toda la información que sus espías habían reunido, no parecía muy probable que quedaran más de cuarenta drows en la fortaleza. Los últimos diez, por lo tanto, eran sus objetivos. Cuando éstos hubieron pasado, la maestra de las batallas asintió con la cabeza, y cada sacerdotisa nadó rápidamente en dirección al blanco que había elegido. Las mujeres atacaron por detrás, cada una rebanando la garganta de un drow y liberando el colgante mágico de un solo golpe. Iljrene no tenía nada en contra de tales tácticas; se trataba de una emboscada, no un duelo de honor.

Triunfantes, las sacerdotisas descendieron nadando hasta el portal y, sujetando con fuerza los colgantes, las diez se lanzaron a través de la mágica puerta invisible. Rodaron, empapadas y jadeantes por falta de aire, sobre un túnel cuyo suelo era de roca viva.

Justo delante de unos cuarenta varones armados que llegaban a la carrera.

Los recién llegados se detuvieron en seco, sobresaltados por la inesperada aparición de las fuerzas del Paseo. Iljrene se incorporó de un salto y blandió una espada, aprovechando la sorpresa del enemigo para obtener un poco de tiempo para sus igualmente anonadadas sacerdotisas.

Cuatro a uno, se dijo sombría mientras se enfrentaba al varón más próximo. Desde luego, el estrecho túnel proporcionaba a las mujeres una cierta ventaja —no más de cuatro podían combatir a la vez— pero los mercenarios podían reemplazar a sus bajas tan rápido como caían. Mientras lanzaba mandobles y danzaba, la diminuta guerrera decidió reducir la desigualdad tanto como pudiera antes de que otra sacerdotisa se viera obligada a sustituirla.

Monedas de oro, una montaña de ellas, se removieron bajo los pies de Liriel. Armas mágicas, estatuas, jarrones de valor incalculable y exquisitos instrumentos musicales estaban amontonados alrededor de la base de la dorada colina tachonada de piedras preciosas. La drow dejó escapar un largo y silencioso suspiro de alivio; había penetrado en la sala de El Tesoro del Dragón.

La joven se inclinó y recogió un reluciente zafiro negro que había a sus pies, la gema que Zz'Pzora había colocado allí. Hechizada con el conjuro apropiado, el zafiro había sido el ingrediente final para abrir el portal al interior del baluarte de Nisstyre. Pero Liriel no se detuvo a saborear su triunfo y descendió con cautela del montón de riquezas, resbalando sobre las movedizas monedas a cada paso. Por lo general el más ligero alboroto en el tesoro de un dragón atraía a la maligna criatura rugiendo enfurecida para presentar batalla; pero los sonidos que provenían del cubil de Pharx sugerían que Zz'Pzora se ocupaba de la tarea asignada con inhabitual energía y entusiasmo. El dragón macho se hallaba perfectamente entretenido.

Puesto que no quería correr demasiados riesgos con la caprichosa Zz'Pzora, Liriel marchó a toda prisa por los túneles que conducían a los alojamientos de los comerciantes. En las alturas, ahogados por la piedra, oía los débiles sonidos de la batalla, pero los pasillos se hallaban desiertos. Entonces, por debajo de una de las puertas de piedra cerradas, detectó un hilillo de luz. Se aproximó con sigilo y abrió la puerta en silencio.

En un pequeño aposento se hallaba sentado el hechicero de cabellos cobrizos, envuelto en un chal y estudiando el Viajero del Viento a la luz de una única vela.

—¿Has tenido suerte? —inquirió Liriel, burlona.

Nisstyre se sobresaltó al oír el sonido de su voz y se volvió. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto, y sus ojos negros ardían en su rostro ojeroso. El rubí incrustado en la frente llameaba con enfurecida luz roja.

—¿Cómo funciona? —exigió él, esgrimiendo el amuleto—. ¡Sus secretos no se rinden ante la magia drow!

—Te ofreceré amablemente una demostración —le desafió ella—. ¡Dame el amuleto, luego ponme a prueba en combate!

—No deseo hacerte daño.

—¿Tienes miedo de intentarlo? —se mofó Liriel.

El hechicero lanzó un bufido y alzó la mano izquierda. El anillo de oro y ónice que había pertenecido a Kharza-kzad Xorlarrin centelleó bajo la luz de la vela.

—Vencí a tu tutor. ¿Puede hacerlo mejor una estudiante?

Liriel se encogió de hombros.

—Míralo de esta forma: deseas información, y el único modo de obtenerla de mí es matándome y conversando con mi espíritu.

La gema de la frente de Nisstyre volvió a llamear, con más fuerza esta vez. El drow hizo una mueca, y su rostro se crispó de dolor y frustración. Arrojó el amuleto a Liriel, derribando accidentalmente la vela y sumiendo la estancia en una total oscuridad.

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