La hija del Apocalipsis (37 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Tras coger el maletín que contiene las inyecciones de protocolos, Burgh sale al pasillo y se dirige hacia el ascensor. La cabina se abre. Una anciana en el interior. Se llama señorita Sweetle. Una habitual del Four Queens. Conoce bien a Andrew. Pide que le sirvan la cena en su suite. Burgh pone la mano de Andrew sobre la frente arrugada de la vieja y, sonriendo, le hace añicos el cerebro.

Mientras la señorita Sweetle se desploma en el suelo del ascensor, él se muerde los labios. Tiene que calmarse como sea; si no, lo localizarán. Levanta los ojos hacia la cámara de vigilancia confiando en que el guardia de seguridad estuviera mirando hacia otra parte. Pero, aun así, su acto ha quedado grabado en las cintas del casino.

Burgh pulsa el botón de la planta 14 y avanza por los pasillos para cambiar de ascensor. Nota cómo se forman pequeñas burbujas en la superficie del cráneo de Andrew. Suspira. Siempre sucede lo mismo con los cerebros mal preparados: la transferencia los acelera y los fríe. Las puertas se abren y aparece una rubia muy guapa. Burgh tapa la cámara de vigilancia con una mano y coge a la joven por el cuello. Sus ojos se cierran lentamente. Justo un soplo de aire, unas pulsaciones. Ahí también está lleno de imágenes de caniches y de coches deportivos. La rubia se llama Sandy, es modelo. Mientras la envoltura de Andrew permanece pegada a la pared del ascensor, Burgh contempla su nuevo reflejo en el espejo. Se arregla el pelo con las yemas de los dedos al tiempo que pasa revista a los pensamientos de Sandy. Su coche está aparcado al final de Freemont Street, junto a la estación de autobuses.

Cuando se abre la cabina, se oye el bullicio ininterrumpido del casino. Burgh se pone imperceptiblemente tenso al cruzarse con dos hombres que llevan traje oscuro y gafas negras, los cuales se apartan para dejarlo salir. Reguladores. Las puertas se cierran. Kassam se tuerce los tobillos caminando con esos tacones altos. Avanza entre las máquinas tragaperras en dirección a las puertas de cristal que dan a Freemont. Se queda inmóvil. Varios coches frenan con un chirrido de neumáticos y de ellos salen otros agentes que entran en el casino. Uno de los agentes se detiene a la altura de Burgh y acerca una mano a su auricular. Mueve la cabeza y transmite la información: los agentes han encontrado el cadáver de Kassam, pero sus cosas han desaparecido. Había una bandeja del servicio de habitaciones en la mesa de centro y señales de lucha. Se busca a un tal Andrew, miembro del personal. Viste una chaqueta roja y pantalones azul marino. Un silencio. La respuesta no tardará. Los tipos que han subido al ascensor forzosamente recordarán a ese panoli apoyado en la pared y lo relacionarán con la rubia. El agente se aleja.

Burgh se seca una gota de sangre que brota de su nariz. El cerebro de Sandy ya empieza a flaquear. Se acerca el teléfono móvil de la rubia a la oreja y pasa por delante de los guardias que vigilan las puertas cristaleras justo en el momento en el que el micrófono de uno de ellos empieza a crepitar. Mensaje procedente de la sala de seguridad, donde el responsable de la expedición está viendo las cintas de vídeo de los ascensores. Burgh aprieta las mandíbulas. La corriente de aire frío de la climatización, la tibieza de la calle, el ruido del asfalto bajo sus tacones. Acaba de pasar la barrera que forman las limusinas y avanza lo más deprisa posible por Freemont Street. Pasos detrás de él. El corazón de Sandy empieza a latir desacompasadamente. Burgh pasa por delante del casino Golden Nugget y ve un banco donde un negro gordo está tomando el sol. Se sienta y hace como si se masajeara los tobillos. Los reguladores han echado a correr. Todavía inclinado, Burgh pone una mano sobre el brazo del negro y se concentra para transferirse lo más deprisa posible. Los pensamientos de Sandy se diluyen. Pero también están ahí los pensamientos de Andrew. Miles de imágenes y de recuerdos que en cualquier momento pueden provocar otra sobrecarga.

Los pasos se acercan. Burgh ha cerrado los ojos de Sandy con cuidado para no freírle las neuronas. Se incorpora en el cuerpo del negro gordo y se bambolea un poco mientras se acostumbra a su nuevo centro de gravedad. Se esfuerza en andar con normalidad y en no volverse. Siente en su espalda la mirada de los reguladores, que rodean a la rubia y la zarandean. Entra en el Golden Nugget y se pierde entre la muchedumbre del casino antes de tomar la otra salida. Después se dirige hacia la estación de autobuses, monta en uno y se sienta al final escrutando los alrededores a través de las ventanillas. Unos coches patrullan las calles. El autocar arranca. Burgh registra sus bolsillos. Once dólares y un chicle manoseado. No puede evitar sonreír pensando en la cara que pondrá Brannigan.

93

Matt Hill, el nuevo presidente de la Fundación, sopla en el micrófono para asegurarse de que funciona bien. Tiene la garganta seca y la boca pastosa a causa de la diferencia horaria y de las moléculas antiprotocolos que le han inyectado sin pedirle su opinión. Se enteró de su elección hace diez horas, mientras se bronceaba en su yate en medio del océano índico: un simple texto en su teléfono por satélite, un mensaje de felicitación, así como una convocatoria a una reunión en el cuartel general. «Presencia obligatoria.» Así es como acababa el SMS. Unas palabras que echaron un jarro de agua fría sobre el buen humor de Hill.

Un helicóptero cargado de reguladores fue a recogerlo para llevarlo al aeropuerto más cercano, de donde despegó a bordo de un jet privado. Intentó ponerse en contacto con los otros directores de la Fundación para aclarar la situación, pero los reguladores cortaron la comunicación y le confiscaron el juguete. Y así fue como, a los cuarenta y seis años, Hill comprendió que jamás tendría la oportunidad de dirigir el grupo cuya presidencia acababan de confiarle.

—Ni tampoco el talento.

Eso fue lo que le espetó el cretino de Brannigan a su llegada al Chalet. Hill montó en cólera con esa arrogancia que le había dado fama en el seno del grupo.

—¿Cómo se atreve, Brannigan?

El jefe de los reguladores se quita las gafas bifocales y lo miró como si observara a un pez de colores a través del cristal de un acuario.

—Hill, usted es el director más estúpido y más incompetente del grupo. Usted lo sabe y sabe que yo lo sé. Le hemos elegido porque le gusta la pasta y la tranquilidad. Así que deje de dárselas de profesional y suelte su discurso. En la sala hay cuatro supervisores que informarán directamente a los accionistas.

—Ah, los famosos accionistas, ya va siendo hora de que me reúna con ellos, ¿no cree?

—Nadie se reúne con los accionistas, salvo los supervisores. Ahora, cierre el pico y escúcheme atentamente o haré que lo reajusten antes de nombrar a un vigilante de aparcamiento cualquiera para que ocupe su puesto.

Hill palideció bajo su bronceado y, mientras se quitaba la camisa de flores y los pantalones cortos para ponerse el traje de presidente que un ayudante le tendía, escuchó las consignas de Brannigan. De vuelta al presente, sudando bajo el traje de tres piezas pese al aire acondicionado, mira a los directores del grupo con un pánico mal disimulado.

—Apreciados dirigentes de la Fundación, una fuente fiable nos ha informado de que unos agentes del departamento científico supervisado por el doctor Burgh Kassam han liberado en las grandes ciudades del planeta un virus genético creado en nuestros laboratorios. Por lo que sabemos, no deberían tardar en declararse los primeros casos de contaminación. Todavía ignoramos qué molécula se ha utilizado, pero sabemos que es grave y que el grupo corre el riesgo de no sobrevivir a esta crisis si se propaga la noticia de que las cepas proceden de nuestros depósitos. Por ello, les ordeno que vayan inmediatamente a sus departamentos y procedan a destruir todos sus archivos. Mientras tanto, los equipos del señor Brannigan harán lo imposible para encontrar e interceptar a los responsables de este crimen.

—¿Qué pasará si la contaminación se extiende? ¿No habría que alertar a las autoridades?

—Las directrices de nuestros accionistas son claras y no admiten réplica: si la contaminación es tan grave como tememos, la orden es poner a toda la Fundación a disposición de las autoridades internacionales a fin de combatir la plaga. Tan solo esa cooperación podrá garantizar la supervivencia económica del grupo. En cuanto hayamos identificado la amenaza, todas las divisiones tendrán que ponerse a trabajar para encontrar un antídoto, cuya composición registraremos antes de difundirla a gran escala. Con una buena campaña de comunicación y un poco de suerte, nuestros laboratorios farmacéuticos entrarán en la historia como los que salvaron del desastre a la humanidad.

—¿Y qué sucederá si no conseguimos delimitar el alcance de la plaga?

—Tenemos a nuestras espaldas veinte años de investigaciones sobre el ADN de la momia del proyecto Manhattan. Ningún laboratorio puede competir con nosotros en ese terreno. Si nosotros no encontramos la solución, nadie la encontrará. Y eso significará la muerte del grupo, debido a la desaparición de sus clientes. Señores, sus jets privados los esperan. En cuanto lleguen a sus departamentos, cierren con llave los edificios y pongan los dispositivos de climatización en circuito interno. Todas las sedes, todas las fabricas, todos los laboratorios del grupo deben aislarse del mundo exterior a fin de limitar los riesgos de contaminación entre nuestros directivos.

—¿Y nuestras familias?

—Les está prohibido alertarlas. Dejo al señor Brannigan la tarea de recordarles a qué se exponen los que contravengan esta medida. Señores, muchas gracias.

Las últimas palabras de Hill apenas resultan audibles. Los reguladores han desconectado los micrófonos. Furioso, el director se vuelve hacia Brannigan, pero el calvo bajito ni siquiera lo mira. Se está comunicando con sus equipos en Las Vegas. Parece que las noticias son malas.

94

—¿Ethan? ¿Llamar a mi hijo Ethan? Espero que sea una broma, Marvin. Tú eres negro, yo soy negra, él es negro. Así que está descartado que mi hijo lleve un nombre que no sea afroamericano.

Abigail Hockney sonríe a los pasajeros que la dejan pasar. Mueve hacia uno y otro lado su abultada barriga para colarse por el pasillo central del avión. El viaje desde Sidney la ha agotado y el monstruito que golpea en el interior de su abdomen no parece dispuesto a arreglar las cosas.

—¿Cómo que «nuestro hijo»? Marv, cariño, me he explicado mal; hace seis meses que incubo un alien que se divierte provocándome unas náuseas monumentales, vértigos y sofocaciones. Así que hablo muy en serio cuando te digo que nunca será tan hijo tuyo como mío.

Con el móvil todavía pegado a la oreja, Abby echa a andar por la pasarela. Escucha cómo Marvin argumenta a favor de los nombres protestantes que se le han ocurrido mientras ella realizaba su último desplazamiento profesional antes del permiso de maternidad. Abby deja que hable. Sabe que, en definitiva, será ella quien tenga la última palabra. Marvin también lo sabe.

—¿Por qué no Martin o Luther? ¿O los dos?

Abby acaba de entrar en la terminal de llegadas del aeropuerto de Los Angeles y se dirige hacia las cintas transportadoras. Sonríe.

—No, es broma. O tal vez, Malcom… ¿Qué? Sí, muy gracioso.

Abby habla un poco más fuerte de lo debido. Es feliz; no, más que eso: se siente maravillosamente bien. Los últimos días, además de tener las náuseas y los vértigos habituales, había estado bastante pachucha. Había empezado a encontrarse mal al día siguiente de su llegada a Sidney; con fiebre alta y unas agujetas espantosas. Ese estado febril no había cesado hasta el momento de embarcar en el vuelo de regreso. Desde entonces, pese a las patadas del bebé, tiene la sensación de flotar entre algodones.

Abby piensa en Marvin mientras este continúa desgranando su lista de nombres. Piensa en su cuerpo, en su sexo en su mano, en su sexo dentro de su vientre. Ríe como una niña mientras descarta la escena particularmente atrevida que acaba de dibujarse en su mente. Sus primeros pensamientos eróticos desde hace semanas. Continúa avanzando por las cintas transportadoras. No ve las miradas horrorizadas que se posan sobre ella cuando se cruza con grupos de viajeros. Abby empieza a quedarse sin aliento. En los últimos metros, tiene la impresión de estar subiendo una cuesta Sí, eso es; está agotada y sin aliento como si estuviera escalando una pendiente o subiendo una escalera interminable. Es extraña esa sensación de ralentización, esa tensión en los músculos. Repara por fin en las miradas de espanto y se vuelve para ver a quién mira la gente de esa forma. Hace una mueca. Le duele muchísimo el cuello. Nadie detrás de ella. Abby vuelve a fijar su atención en los viajeros. Algunos se tapan la boca al verla, otros profieren exclamaciones de sorpresa, la mayoría de ellos callan y se limitan a observarla con una expresión de terror.

—¿Es a mí a quien fulminan con la mirada estos gilipollas?

—Abby… ¿Qué dices?

—Qué raro, todo el mundo me mira como si fuese un kamikaze de al-Qaida con un cinturón de explosivos. En serio, Marvin, ¿se puede confundir a una bella pantera embarazada como yo con uno de esos cabrones terroristas?

—¿Quién está al aparato? Abby…, ¿eres tú?

—Pues claro que soy yo, ¿quién quieres que…?

Abigail se ha detenido. No puede más. Tiene que descansar. Se lleva las manos al vientre y reprime un sollozo de terror. Su vestido está empapado. Abby levanta las manos y deja escapar el gemido que estaba conteniendo. Sus dedos están manchados de sangre, pero eso no es lo peor. Lo peor son sus dedos. La piel de sus manos ha perdido su bonito color ébano. Parecen unas viejas manos ganchudas deformándose como garras. Abby levanta los ojos en medio de los gritos de los viajeros. Ve en un espejo el reflejo de una viejísima mujer negra cuyos cabellos se desprenden a puñados. La anciana mira a Abby. Como ella, alarga los brazos hacia el espejo.

—Dios mío, Marv, hay algo que va mal. No… no me veo en el espejo.

Los espasmos sacuden el cuerpo de Abby cuando ve que de los labios de la vieja negra sale sangre. La sangre resbala por su barbilla y su cuello. Se pasa una mano por el escote, arrugado y con la carne blanda. Entonces, Abby comprende que es a ella a quien contempla en el espejo, a ella a quien los viajeros señalan con el dedo. Ahora, algunos vomitan; otros se desmayan. Una niña deja escapar un grito agudo mientras algo se desprende de la anciana y aterriza en el suelo con un chasquido húmedo. Abby da unos pasos más en dirección al espejo y cae lentamente de rodillas. Unos enfermeros corren hacia la pequeña criatura, que se retuerce entre unos gemidos roncos.

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