La hora de las sombras (36 page)

Read La hora de las sombras Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

BOOK: La hora de las sombras
10.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Éste es uno de nuestros amigos —dijo Gerlof, y señaló el rostro de Martin Malm—. Un capitán ölandés.

—Ah —repuso Heimersson. No parecía especialmente interesado—. En aquel tiempo esto estaba lleno de barcos. Transportaban madera a Öland. No es que tengan muchos bosques en la isla, la verdad.

—Teníamos bosques, pero la gente del continente los taló —apuntó Gerlof. Volvió a señalar la fotografía—. Y ése es August Kant, ¿verdad?

—Sí, es el director.

—Tenía un sobrino bastante conocido —apuntó Gerlof—. Nils Kant.

—Ah, sí —recordó Heimersson—. El asesino del policía, dio mucho que hablar. También lo leímos en el periódico. Pero murió, ¿no? Huyó del país y murió.

—Sí —confirmó Gerlof—. Pero ¿pasó por aquí antes de eso?

—No creo que al director le gustara mucho Nils —repuso Heimersson—. No hablaba nunca de su sobrino. Así que nadie más hablaba de él, por lo menos cuando el director estaba presente.

—Quizá no quería desvelar que sabía dónde se encontraba Nils —apuntó Gerlof.

—Bueno —dijo Heimersson—, quizá fuera eso. Pero Nils pasó por aquí tras escaparse de Öland, después del asesinato del policía.

—¿En serio? ¿Y vio a su tío?

—Eso no lo sé. Pero estuvo merodeando por aquí durante un tiempo…, hubo gente que le vio en el bosque —añadió Heimersson, y señaló la fotografía—. Gunnar era el chico de los recados, igual que yo, y alardeaba de habérselo encontrado y de haber recibido dinero de él. Pero siempre estaba presumiendo de una cosa u otra… Sólo recuerdo que al final alguien informó a la policía de que Nils Kant vagaba por los alrededores. Vigilaron la serrería durante varios días, por si regresaba. Todos estábamos algo nerviosos, pero seguimos trabajando, claro. Y nadie volvió a ver al asesino del policía.

Gerlof imaginó al joven Nils acechando el edificio de la oficina desde el otro lado de la explanada, agachándose y asomándose a las ventanas en busca del tío August.

—¿Recuerda si mi amigo Ernst hizo algún comentario sobre esta fotografía del muelle?

Heimersson recapacitó.

—Sí. Se detuvo a mirarla y me preguntó los nombres.

—¿Los nombres? —se extrañó Gerlof—. ¿De los trabajadores de la serrería?

—Sí. Y le dije los nombres que recordaba. Uno se olvida de esas cosas con la edad; por ejemplo, ya no…

—¿Podría repetírmelos? —le interrumpió Gerlof.

Había sacado su libreta de la cartera, y un bolígrafo.

—Sí, claro —aceptó Heimersson—. Veamos, de izquierda a derecha…

Heimersson no recordaba el nombre de tres: al parecer eran marineros, pero Gerlof apuntó el resto: Per Bengtsson, Knut Lindkvist, Anders Åkergren, Claes Frisell, Gunnar Johansson, Jan Ekendahl, Mikael Larsson. Después repasó la lista, pero no reconoció a ninguno. Seguía sin saber lo que andaba buscando Ernst.

Heimersson siguió guiándolos despreocupadamente. Se adelantó por el pasillo hacia la otra sala del museo.

—Aquí tenemos nuestro primer ordenador, tan grande como una casa. Así eran antes.

Gerlof asintió con la cabeza, distraído, mientras Heimersson le enseñaba la sala donde se exponían los adelantos tecnológicos de la serrería y la industria maderera, sobre todo una serie de grandes máquinas estáticas.

—Muy interesante —comentó Gerlof después de diez minutos—. Muchas gracias.

—De nada —repuso Heimersson—. Siempre es un placer encontrarse con personas interesadas en la madera.

Los acompañó hasta la explanada asfaltada y señaló hacia uno de los edificios de acero.

—Acabamos de instalar un equipo de rayos X para comprobar la calidad de la madera —explicó—. ¿Desean visitarlo también?

Gerlof vio que John negaba rápidamente con la cabeza: ya había tenido suficiente dosis de madera.

—Gracias —dijo—, es demasiado técnico para nosotros. Pero nos encantaría echar un vistazo al puerto. No es necesario que nos acompañe.

—¿El puerto? —se extrañó Heimersson—. Yo no lo llamaría así. Tiene muy poca profundidad y los grandes barcos no pueden atracar. Toda la madera se transporta en camión.

—Sin embargo, nos gustaría verlo —apuntó Gerlof.

—Muy bien —repuso Heimersson—. Entonces cerraré el museo.

El hombre tenía razón; cuando bajaron los escasos cien metros que los separaban del mar, Gerlof reparó en que apenas había un muelle digno de ese nombre; el asfalto estaba cuarteado y habían desplazado algunas piedras cuadradas de granito dejando enormes huecos.

Junto al muelle había un embarcadero que se adentraba unos metros en el mar. También pedía a gritos una reparación, pensó Gerlof. ¿Acaso no había en la serrería suficiente madera para arreglarlo?

Una vieja barca de remos se mecía quedamente en el embarcadero, a la espera de que su dueño la subiera a tierra antes de las tormentas de invierno.

Desde el interior soplaba un viento gélido, y Öland se distinguía en el horizonte como una línea negra. Aunque la costa de Småland, con sus calas e islas, era muy hermosa, Gerlof ya deseaba estar de vuelta.

—Seguramente los barcos de Martin Malm atracaban aquí —dijo.

—Sí —convino John—. En este lugar tomaron la fotografía.

Apenas quedaba nada por ver. Gerlof sintió cómo el frío le traspasaba el abrigo. No tenía ganas de pasear por el embarcadero con ese viento, y cuando John dio media vuelta para regresar él hizo lo mismo.

Gerlof se detuvo y observó la explanada entre los edificios de la serrería. Seguía desierta.

En ese instante le embargó una repentina certeza. No tenía lógica, surgió de su subconsciente como un pez negro que aparece y ataca justo por debajo de la superficie, y antes de pensarlo dos veces, soltó:

—Todo empezó aquí.

—¿Qué? —preguntó John.

—Todo. Nils Kant y Jens y… Mi nieto murió por algo que empezó aquí.

—¿Aquí en Ramneby?

—Sí, aquí. En la serrería.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo presiento —respondió Gerlof, y se dio cuenta de lo estúpido que sonaba. Sin embargo, se vio obligado a continuar—: Hubo una especie de reunión, creo que fue una reunión. Cuando Nils llegó… Tuvo que verse con su tío August y llegar a un acuerdo. Seguramente pasó algo así.

Pero la sensación de certeza ya había desaparecido.

—Vaya. ¿Nos vamos a casa? —inquirió John.

Gerlof asintió lentamente con la cabeza y empezó a caminar.

Estaba sentado solo en el coche de John, aparcado junto a una casa de piedra en la desierta Larmgatan, en el centro de Kalmar. John había querido detenerse en la ciudad para hacer una breve visita a su hermana Ingrid antes de regresar a Öland.

Gerlof cavilaba. ¿Había sacado algo en claro de su excursión al museo de la madera? No estaba seguro.

Al otro lado de la calle la puerta de la casa de Ingrid se abrió y John salió. Se dirigió directamente al coche y abrió la puerta.

—¿Qué tal estaba? —preguntó Gerlof.

John se sentó al volante sin responder. Encendió el motor y arrancó.

Al salir de Kalmar avanzaron en silencio por la recta autopista hacia Öland, pero Gerlof no se dio cuenta de que éste había durado demasiado hasta que no llegaron al puente.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo malo en casa de Ingrid?

John asintió, lacónico.

—Han detenido a Anders. Han pasado por allí a la hora de comer y lo han arrestado.

—¿Por dónde? —preguntó Gerlof—. ¿Por la casa de Ingrid?

John asintió con la cabeza.

—Anders estaba allí. Se había ocultado en casa de su tía. Y ahora está detenido.

—¿Detenido? ¿Estás seguro? —se extrañó Gerlof—. La policía sólo detiene a alguien si cree que…

—Me ha dicho Ingrid que han entrado sin llamar —le interrumpió John—. Han entrado y le han dicho a Anders que les acompañara a Borgholm. Se han negado a responder a las preguntas de mi hermana.

—¿Sabías que Anders estaba en Kalmar? —quiso saber Gerlof.

John no respondió y se condicionó a asentir con la cabeza una vez más.

—Como ya he dicho esta mañana —observó Gerlof lentamente—, nunca es buena idea largarse si la policía quiere hablar contigo. Sólo consigues que sospechen de ti.

—Anders no confía en ellos —dijo John—. Intentó impedir esa pelea en el camping. Pero el único que acabó compareciendo ante los tribunales fue él; a los de Estocolmo no les pasó nada.

—Lo sé —lamentó Gerlof—. Y fue una injusticia. —Reflexionó un rato, y luego preguntó con toda la delicadeza de la que fue capaz—: Pero en caso de que la policía pensara que Anders tuvo algo que ver con la desaparición de mi nieto y quisiera hablar con él… ¿crees que tendría algún sentido? Tú conoces a Anders mejor que nadie. ¿Has sospechado alguna vez de él?

John negó con la cabeza.

—Anders es un buen chico.

—¿Ni siquiera necesitas pensar en ello?

—La única vez que le he visto cometer una estupidez fue una tarde que se ocultó entre los enebros del muelle. Estuvo mirando a unas niñas mientras se cambiaban para la clase de natación. Tenía doce o trece años. Le dije que no volviera a hacerlo jamás. Y, por lo que sé, nunca más lo hizo.

Gerlof asintió.

—Eso no es tan grave —dijo.

—Es un buen chico —repitió John—. Sin embargo, lo han detenido.

Acababan de cruzar el puente y volvían a estar en la isla.

Gerlof reflexionó y observó el lapiaz castigado por el viento al este de la carretera nacional. Asintió de nuevo.

—Vayamos a Borgholm —decidió—. Hablaré con Martin Malm, una última vez. Tendrá que contarme todo lo que sabe.

25

—No seré yo quien hable con Anders Hagman —le dijo Lennart a Julia mientras se dirigían a Borgholm en el coche de policía—. Un comisario de Kalmar experto en estos casos se encargará de él.

—¿Será largo el interrogatorio? —preguntó Julia, y observó a Lennart.

Iba de uniforme, llevaba una chaqueta acolchada con el escudo de la policía en el brazo. Se había vestido para ir a la ciudad.

—No creo que a eso se le pueda llamar interrogatorio —respondió—. Será sólo una conversación, una charla. No está detenido ni arrestado. No hay pruebas. Pero si confiesa que entró en casa de Vera Kant y que guardaba viejos recortes de periódico, entonces seguro que tocarán el asunto de tu hijo. Y ya veremos cómo reacciona Anders ante eso.

—He intentado recordar si… si alguna vez mostró interés por Jens —dijo Julia—. Pero no recuerdo nada por el estilo.

—Eso te honra. No se puede ir por ahí sospechando cosas de la gente.

Lennart la había llamado el martes al mediodía mientras Julia tomaba café con Astrid. Habían encontrado a Anders Hagman en Kalmar y lo habían trasladado a Borgholm. Media hora después la recogió en el coche de policía. Julia estaba agradecida de que Lennart le permitiera asistir a esta investigación, o lo que fuera, desde el principio, pero al mismo tiempo la incertidumbre de lo que la esperaba la ponía muy nerviosa.

—No tendré que estar en la misma habitación, ¿verdad? —preguntó—. No creo que…

—No, no —la interrumpió Lennart—. Sólo estarán Anders y el comisario Niklas Bergman.

—¿Tenéis espejos de ésos? —preguntó ella.

Al ver que Lennart se echaba a reír, se arrepintió de haber preguntado.

—No, qué va —respondió él—. Eso sólo ocurre en las películas americanas, cuando hay algún careo o una escena emocionante. A veces utilizamos vídeos, pero no es lo habitual. En Estocolmo hacen algunos careos, pero aquí no.

—¿Crees que fue él? —quiso saber Julia al detenerse en la primera señal de tráfico de Borgholm.

Lennart negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero tenemos que hablar con él.

La comisaría de Borgholm se encontraba en una calle transversal al acceso principal de la población. Lennart se detuvo en el aparcamiento y abrió la guantera. Julia lo vio revolver entre papeles, tarjetas de visita y paquetes de chicles.

—No puedo dejarla aquí —dijo—. No es que vaya a necesitarla, pero tengo que llevármela.

Cogió la pistola, que reposaba en una funda de cuero negra con el nombre GLOCK grabado. Lennart se la sujetó rápidamente a la cadera y esperó a que Julia saliera del coche y cogiera las muletas antes de conducirla hacia la entrada de la comisaría.

Julia tuvo que esperar en la sala de personal de la comisaría de Borgholm. Era como cualquier sala de personal, pero en un rincón había un televisor y acabó sentándose a mirar el mismo programa americano de teletienda que solía ver durante el día en su apartamento de Gotemburgo. Ahora le resultaba incomprensible. ¿Cómo podía haberle parecido interesante alguna vez?

Lennart regresó a la sala poco antes de las dos.

—Hemos acabado —comunicó—. Por ahora. ¿Quieres que vayamos a comer?

Julia asintió y no quiso que se le notara la curiosidad que sentía. Seguro que Lennart se lo contaría todo a su debido tiempo. Cogió las muletas y salió con él de la comisaría.

—¿Anders sigue ahí dentro? —preguntó cuando emergieron a la fría Storgatan.

Lennart negó con la cabeza.

—Hemos permitido que se fuera al apartamento que tiene en Borgholm.

Caminaba despacio por la acera e iba al mismo paso que Julia. Ella intentaba saltar con las muletas lo más rápido posible, pero tenía los dedos entumecidos por el viento helado.

—Quizás es el apartamento de su madre, no lo sé —añadió Lennart—. Pero prometió no desaparecer, por si necesitamos hablar con él. ¿Te apetece un chino? Estoy cansado de comer pizza.

—Si no está lejos —aceptó Julia, y dejó que Lennart le mostrara el camino al restaurante chino que se encontraba junto a la iglesia de Borgholm.

Cuando entraron casi no quedaban clientes. Lennart y Julia colgaron sus abrigos y se sentaron a una mesa junto a la ventana. Ella miró el blanco edificio de la iglesia y recordó el cálido verano de su confirmación, cuando estaba enamorada de un chico del grupo de confirmandos que se llamaba… ¿Cómo se llamaba? Su nombre había sido importante en aquella época, pero ya no lo recordaba.

—Pero entonces, ¿qué hacía Anders en la casa? —preguntó Julia después de encargar la comida: cinco pequeños platos—. ¿Os lo ha contado?

—Sí… dice que estaba buscando diamantes —declaró Lennart.

—¿Diamantes?

Lennart asintió y miró por la ventana.

—Es un antiguo rumor…, yo también lo he oído. Al parecer, los soldados alemanes a los que Nils mató llevaban un botín de guerra de los países bálticos. La gente dice que eran piedras preciosas. Anders pensó que Nils las había enterrado en el sótano antes de escapar. Así que cavó y cavó…, pero no las encontró —explicó, y añadió—: Al menos eso es lo que dice. No deja de ser un tipo bastante raro.

Other books

Beggar’s Choice by Patricia Wentworth
The War of Immensities by Barry Klemm
Glass Sky by Niko Perren
Advise and Consent by Allen Drury
Perfect Collision by Lina Andersson
Unlikely Lover by Diana Palmer