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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

La hora del ángel (17 page)

BOOK: La hora del ángel
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No dije nada. Me di cuenta de que lo veía a través de un tenue velo de lágrimas. Cómo me había jactado en mi desesperación. Había sido un joven que al tiempo que se ahogaba luchaba contra un monstruo marino, como si eso tuviera importancia cuando las olas se agolpaban sobre su cabeza.

—En esos primeros años, trabajaste en Europa a menudo. El disfraz importaba poco, porque tu estatura y tu cabello rubio te servían con eficacia. Entrabas en los bancos y en los restaurantes de lujo, en los hospitales y en los mejores hoteles. Nunca volviste a usar un arma de fuego, porque no tuviste necesidad de hacerlo. «El francotirador de la aguja», te llamaban en los reportajes que reseñaban tus éxitos, siempre con mucho retraso respecto de los hechos. En vano repasaban una y otra vez las imágenes borrosas de vídeo en las que aparecías.

»Fuiste solo a Roma y paseaste por la basílica de San Pedro. Viajaste al norte por Asís, Siena y Perugia, y luego fuiste a Milán, Praga y Viena. En una ocasión fuiste a Inglaterra sólo para visitar el paisaje desolado donde las hermanas Brontë habían vivido y escrito sus grandes libros; fuiste solo a ver representaciones de las obras de Shakespeare. Vagaste por la Torre de Londres, anónimo y perdido entre los demás turistas. Has vivido una vida desprovista de testigos. Has vivido tu vida más perfectamente solo de lo que nadie podría imaginar, excepto tal vez el Hombre Justo.

»Pero pronto dejaste de visitarlo. No te importaron su risa fácil ni sus observaciones agradables, ni la forma casual en que discutía las cosas que quería que hicieras. Por teléfono podías tolerarlo; en una mesa de comedor lo encontrabas insoportable. La comida perdía todo su sabor y se te secaba en la boca.

»Y de ese modo te alejaste de ese último testigo, que pasó a convertirse en un fantasma al otro lado de una línea telefónica, y ya no en un pretendido amigo.

Dejó de hablar. Se volvió y pasó los dedos por los lomos de los libros alineados en los estantes. Parecía tan sólido, tan perfecto, tan distinto de un ser imaginario...

Creo que me oí tragar saliva a mí mismo, o puede que fuera un sollozo ahogado para reprimir mis lágrimas.

—En esto se convirtió tu vida —dijo en el mismo tono de voz, baja, sin prisas—, en estos libros tuyos y en viajes seguros por el interior del país, porque era demasiado peligroso para ti arriesgarte a cruzar fronteras. Y te instalaste aquí, hace menos de nueve meses, y bebiste la luz del sur de California con tanta ansia como si antes hubieras pasado tus días encerrado en una habitación oscura.

»Te quiero ahora —dijo—. Pero tu redención depende del Creador, de tu fe en Él. La fe se agita en tu interior. Lo sabes, ¿no es así? Ya has pedido perdón. Ya has admitido la verdad de todo lo que te he revelado, y setenta veces más. ¿Sabes que Dios te ha perdonado? —No pude contestar nada. ¿Cómo podía alguien perdonar las cosas que yo había hecho?—. Estamos hablando de Dios Todopoderoso —susurró.

—Estoy dispuesto —murmuré—. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué es lo que quieres que haga para redimir siquiera la mínima parte de todo esto?

—Convertirte en mi ayudante —dijo—. Ser mi instrumento humano para ayudarme a hacer lo que debo hacer en la Tierra.

Se reclinó en la pared cubierta de libros y juntó las manos, como podría hacerlo un hombre, cruzando los dedos justo debajo de sus labios.

—Deja esa vida vacía que has modelado para ti mismo —dijo—, y préstame tu ingenio, tu valentía, tu agudeza y tu poco común apostura física. Muestras un valor notable en circunstancias en las que otros serían tímidos. Eres hábil donde otros se muestran torpes. Yo puedo servirme de todo lo que eres.

Yo sonreí al oírlo. Porque sabía a qué se refería. Lo cierto es que comprendía todo lo que me iba diciendo.

—Oyes hablar a otros humanos con los oídos de un músico —continuó—. Y amas lo que es armonioso, lo que es hermoso. A pesar de todos tus pecados, el tuyo es un corazón educado. Todo eso lo puedo poner a la obra para responder a las plegarias que el Creador quiere que sean atendidas. He buscado un instrumento humano para cumplir con su petición. Tú eres ese instrumento. Confíate a Él y a mí.

Sentí el primer estremecimiento de verdadera felicidad que había conocido en muchos años.

—Quiero creerte —susurré—. Quiero ser ese instrumento, pero pienso, quizá por primera vez en mi vida, que me da auténtico miedo hacerlo.

—No, no tienes miedo. No has aceptado Su perdón. Debes confiaren que Él puede perdonar a un hombre como tú. Y Él lo ha hecho. —No esperó a que le respondiera—. No puedes imaginar el universo que te rodea. No puedes verlo como lo vemos desde el cielo. No puedes oír las plegarias que se elevan desde todas partes, desde todos los siglos, desde todos los continentes, desde un corazón tras otro.

»Nos necesitan, a ti y a mí, en lo que para ti va a ser una edad antigua, pero no para mí, que puedo ver esos años con la misma claridad que veo este momento. Tú te trasladarás de un Tiempo Natural a otro Tiempo Natural. Pero yo existo en el Tiempo del Ángel, y tú también viajarás conmigo a través de ese tiempo.

—El Tiempo del Ángel... —susurré. ¿Qué era lo que estaba viendo?

Él habló de nuevo.

—La mirada del Creador abarca todo el tiempo. Él conoce todo lo que es, ha sido y será. Conoce lo que podría haber sido. Y es el Maestro del resto de nosotros, en la medida en que podemos comprenderlo.

Algo estaba cambiando en mi interior, de una manera radical. Mi mente se esforzaba en captar la suma total de todo lo que él me había revelado, y por mucha teología y filosofía que supiese, únicamente podía hacerlo sin palabras.

Recordé algunas frases de Agustín, citadas por el Aquinate, y las murmuré para mí entre dientes:

«Aunque nosotros no podemos medir el infinito, sin embargo éste puede ser abarcado por Aquél, cuyos conocimientos no tienen límites.»

Él sonrió. Meditaba.

Ahora se había producido en mi interior un gran cambio.

Yo estaba tranquilo.

Continuó.

—No puedo mover las sensibilidades de los que me necesitan como he zarandeado la tuya. Necesito que entres tú en su sólido mundo bajo mi dirección, un ser humano como son humanos ellos mismos, un hombre igual a ellos. Necesito que intervengas, no para llevar la muerte, sino desde el lado de la vida.

»Di que estás dispuesto y que tu vida se ha apartado del mal, confírmalo y de inmediato te verás sumergido en los peligros y las penalidades de intentar hacer algo que es incuestionablemente bueno.

Peligros y penalidades.

—Lo haré —dije. Quise repetir esas palabras, pero parecían flotar en el aire delante de nosotros—. Donde sea. Basta que me expliques lo que quieres de mí, que me digas cómo he de cumplir tu petición. ¡Enséñamelo! No me importa el peligro. No me importan las penalidades. Dime que es bueno, y lo haré. «¡Dios querido, creo que me has perdonado! ¡Y que Tú me ofreces esta oportunidad! Soy tuyo.»

Sentí una felicidad inmediata e inesperada, una levedad henchida de gozo.

De nuevo cambió la atmósfera que me rodeaba.

Los colores de la habitación se emborronaron y se hicieron más brillantes. Pareció como si me sacaran del marco de un cuadro, y el cuadro mismo se hiciera más amplio y menos nítido, y luego se disolviera a mi alrededor en una neblina tenue, ingrávida y trémula.

—¡Malaquías! —grité.

—Estoy a tu lado —dijo su voz.

Ascendíamos. El día se había diluido en una penumbra purpúrea, pero la oscuridad se llenaba de una luz suave y acariciante. Luego estalló en mil millones de chispas de fuego.

Un sonido me sobrecogió, era tan hermoso como indescriptible. Parecía sostenerme con tanta firmeza como me elevaban las corrientes de aire, con tanta firmeza como me guiaba la cálida presencia de Malaquías, aunque yo no podía ver otra cosa que el cielo estrellado, y el sonido se convirtió en una gran y hermosa nota profunda, como el eco de un gran gong de bronce.

Se había alzado un viento penetrante, pero el resonar de la nota se impuso sobre él, y luego llegaron otras notas, moduladas, vibrantes, como un repique de muchas campanas puras e ingrávidas. Poco a poco la música disolvió enteramente el soplo del viento en sí misma, y creció y se hizo más rápida, y yo escuché un canto más fluido y rico que nada que hubiera oído anteriormente. Trascendía los himnos terrestres de manera tan indescriptible que perdí todo sentido del tiempo. Sólo podía imaginar oír aquellas canciones por siempre, y la conciencia de mí mismo desapareció.

«Dios querido, y yo que te he abandonado, que te he vuelto la espalda... Soy tuyo.»

Las estrellas habían multiplicado su número hasta parecer las arenas del mar. De hecho, su brillo hacía desaparecer la oscuridad, aunque cada estrella titilaba con una perfecta luz iridiscente. Y a mi alrededor, por encima, debajo, a los lados, vi lo que parecían ser estrellas fugaces, que cruzaban veloces sin el menor sonido.

Me sentí incorpóreo en medio de aquel espacio que no deseaba abandonar nunca más. De pronto, como si me lo hubiera dicho alguien, me di cuenta de que las estrellas fugaces eran ángeles. Lo supe sin más. Supe que eran ángeles que viajaban arriba y abajo y a través y en diagonal, y que esos viajes veloces e inevitables formaban parte de la urdimbre y la trama de aquel gran reino universal.

Yo no viajaba a la misma velocidad. Yo iba a la deriva. Pero incluso en esa palabra está implicada la fuerza de la gravedad para que exprese adecuadamente la fácil naturalidad con la que me movía.

De forma muy gradual, la música dio paso a otro sonido. Empezó en un tono muy bajo y fue haciéndose más urgente, un coro de susurros que venían de muy abajo. Muchas voces cuchicheadas, secretas, se unían en aquel susurro que se fundía con la música hasta el punto en que parecía que todo el mundo situado debajo de nosotros, o en torno a nosotros, estaba lleno de aquel cuchicheo. A pesar de que distinguí multitud de sílabas, todas parecían expresar un mismo ruego.

Miré abajo, asombrado de conservar algún sentido de orientación. La música se hizo más tenue al aparecer a la vista un gran planeta sólido. Añoré la música. Sentí que no podría soportar perderla. Pero nos sumergíamos en dirección a aquel planeta, y supe que aquello era justo y bueno, y no me resistí en forma alguna.

Por todas partes las estrellas fugaces seguían cruzando de un lado a otro, y en mi mente no tuve la menor duda de que todas eran ángeles que atendían plegarias. Eran los mensajeros activos de Dios, y me sentí un privilegiado por ver aquello, a pesar de que la música más etérea que jamás había oído ahora casi había desaparecido por completo.

El coro de susurros era muy vasto y a su manera su sonido era también perfecto, aunque más oscuro. «Son los cantos de la tierra —pensé con plena conciencia—, y están llenos de tristeza, y necesidad, y adoración, y reverencia, y respeto.»

Vi aparecer masas oscuras de tierra en las que espejeaban miríadas de luces, y la gran capa satinada de los mares. Las ciudades eran visibles para mí en la forma de grandes redes de iluminación que aparecían y desaparecían bajo una capa tras otra de nubes opacas. Luego distinguí formas más pequeñas, a medida que nos aproximábamos.

La música había desaparecido ahora casi por completo, y el coro de plegarias era el sonido que atronaba en mis oídos.

Durante una fracción de segundo me hice una multitud de preguntas, pero de inmediato quedaron contestadas. Nos acercábamos a la Tierra..., pero en una época distinta.

—Recuerda —dijo Malaquías en voz baja a mi oído— que el Creador conoce todas las cosas, todo lo pasado y lo presente, todo lo que ha sucedido y sucederá, y también lo que podría haber sucedido. Recuerda que no hay pasado ni futuro donde está el Creador, sino sólo un vasto presente de todos los seres vivos.

Yo estaba plenamente convencido de la verdad de sus palabras, y absorto en ello, y de nuevo me sentí henchido de una inmensa gratitud, una gratitud tan abrumadora que empequeñecía cualquier emoción que nunca hubiera experimentado de forma consciente. Estaba viajando con Malaquías a través del Tiempo del Ángel y de regreso al Tiempo Natural, y me sentía a salvo porque era él quien me sostenía.

La miríada de chispas de luz que se movían a gran velocidad iba ahora adelgazándose o desvaneciéndose ante mi vista. Debajo mismo de nosotros, en un borbotón de rezos susurrantes y frenéticos, vi un gran grupo de tejados cubiertos de nieve y de chimeneas que arrojaban al aire su humo enrojecido.

Llegó a mi olfato el delicioso olor de los fuegos de leña. Las oraciones tenían distintas palabras e intensidades variables, pero no conseguí comprender lo que decían.

Sentí que todo mi cuerpo adquiría forma de nuevo, cuando aquel susurro me envolvió, y también me di cuenta de que mis viejos vestidos habían desaparecido. Ahora llevaba algo que parecía ser de lana gruesa.

Pero no me preocupé de mí mismo ni de cómo iba vestido. Estaba demasiado intrigado por lo que veía abajo.

Creí ver un río que fluía entre las casas, una cinta de plata en la oscuridad, y la forma vaga de lo que debía de ser una catedral muy grande, con su inevitable forma de cruz. Sobre una altura se asentaba lo que debía de ser un castillo. Y todo el resto eran tejados apiñados, algunos completamente tapizados de blanco y otros tan empinados que la nieve había resbalado en algunas partes.

De hecho la nieve caía, con una blandura deliciosa que pude oír.

Más y más fuerte llegaba hasta mí el gran coro de susurros superpuestos unos a otros.

—Están rezando, y están asustados —dije en voz alta, y oí mi voz muy inmediata y próxima a mí mismo, como si yo no estuviera en el amplio espacio del cielo. Sentí un frío intenso. El aire me envolvió. Sentí la nieve en la cara y las manos. Quise con desesperación oír por última vez la música perdida, y para mi asombro la oí resonar como un eco poderoso, que enseguida se extinguió.

Quise llorar de gratitud por aquello, pero tenía que descubrir lo que había venido a hacer. Yo no merecía oír aquella música. Y me aferré a la idea de que podía hacer alguna cosa buena en este mundo, mientras me esforzaba por reprimir las lágrimas.

—Están rezando por Meir y Fluria —dijo Malaquías—. Ruegan por toda la judería de la ciudad. Tú serás la respuesta a sus rezos.

—Pero ¿cómo, qué haré?

Me costaba pronunciar las palabras, pero ahora estábamos muy cerca de los tejados y podía distinguir los callejones y las calles que rodeaban la plaza, y la nieve que cubría las torres del castillo, y la cubierta de la catedral que relucía como si la luz de las estrellas brillara a través de la nevada, y empequeñecía todo el resto de aquella pequeña ciudad.

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