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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

La Iguana (12 page)

BOOK: La Iguana
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Entendía a Ulises. Se «compenetraba» con Ulises, y admiraba en él aquella indomable capacidad de recomenzar una y otra vez partiendo de la nada, con una tenacidad que no desfallecía ante los hombres, los elementos, las brujas o los dioses, porque al final del camino sabía que le aguardaba un destino envidiable que él, Oberlus, compartía: ser rey de su propia isla, recuperando al mismo tiempo a la mujer que amaba.

Se preguntaba a veces si algún día encontraría en su vida una mujer semejante, alguien capaz de ver más allá de su rostro deforme y descubrir al auténtico hombre que escondía un cuerpo contrahecho y repelente.

Pero se esforzaba siempre por alejar pronto tales pensamientos que le hacían daño, porque, en esos momentos su mente volaba a los oscuros ojos de la hermosa muchacha que una noche cantara —para él— en la pequeña playa de la ensenada norte.

Ella podía ver más allá de las tinieblas; ella podía presentir una presencia extraña, y, de igual modo, tal vez estuviera también capacitada para captar la fuerza interior de un ser que producía, sin embargo, tan profundo rechazo en los demás.

Ella —nunca sabría su nombre— se había convertido en la representación de todas las mujeres de la Tierra: las que contempló de lejos, y de lejos le rechazaron, repeliéndole, o las que hubiera deseado conocer, conformándose tan sólo con sentarse a su lado y observarlas sin saberse abominado.

Gordas repugnantes, flacas esqueléticas, viejas desdentadas, o jovenzuelas devoradas ya por el «mal francés», le habían vuelto la cara, escupiéndole o gritándole «bestia del Averno» cuando intentaba establecer con ellas una simple comunicación amistosa, ahogando de ese modo en su alma hasta el último asomo de ternura, y sus más íntimos deseos de amar o ser amado.

Aquellos sentimientos —si es que alguna vez existieron realmente— estaban muertos; completamente muertos, salvo en sus sueños, cuando de improviso despertaba, húmedo y avergonzado de su propia debilidad, y tan sólo el frágil rostro pálido y atemorizado, de la joven pasajera del
Virgen Blanca
, había conseguido hacer renacer en su interior, después de tantos años de soledad y olvido el agridulce encanto de su estéril ansiedad frente a la presencia de una mujer cualquiera.

Dulcinea o Penélope; Elena o tantas otras que parecían constituir la más ansiada meta de los hombres, le estaban vedadas por completo y lo sabía, y por ello libraba una angustiosa batalla contra sus más secretos anhelos, pues odiaba sentirse vulnerable y parecerse en algo a todos aquellos de los que había decidido separarse para siempre.

La vida, y ahora los libros, le enseñaban que incluso los héroes —reales o de ficción— perdían gran parte de su fuerza cuando de cualquier forma invadían su existencia las mujeres, y le admiraba confirmar cómo hasta los más duros y enérgicos se dejaban dominar por ellas.

Guyenot fue siempre un capitán violento y temido por su tripulación y a bordo del
Dynastic
, bastaba una orden para que hasta el palo mayor temblara, pero la última puta de la más sucia taberna jugaba con él como con un muñeco destripado, y cuando traía alguna a bordo, embarcándola en una de aquellas inacabables travesías, era más el tiempo que pasaba encerrado en su camarote retozando con la barragana, que el que dedicaba a marcar el rumbo en busca de las grandes familias de ballenas.

Él, Oberlus, no caería nunca en una trampa semejante, y si las mujeres le habían rechazado desde que tenía memoria, y aun desde antes, puesto que su madre, a la que nunca había conocido le rechazó también, él las rechazaba a su vez, y se castigaba a sí mismo mentalmente cuando se sorprendía pensando en la muchacha de la playa.

Consideraba que semejante debilidad no era digna de él, de su fortaleza, o de los proyectos que había forjado para un futuro no demasiado lejano.

El viejo capitán del
María Alejandra
, don Alonso Pertiñas y Gabeiras, había nacido en el minúsculo villorrio de Aldan en la península del Morrazo, agreste punta de tierra que separa las rías de Vigo y Pontevedra, en Galicia, España.

Escondido en el fondo de una larga ensenada —ría a su vez dentro de otra gran ría—, Aldan vivía del mar y para el mar, y ningún hombre nacido allí hubiera imaginado nunca otra vida que la de salir a navegar en cuanto tuviera uso de razón, y no regresar más que durante cortas escalas temporales o para la larga escala final en espera de la muerte, pese a que, por aquellas fechas, casi el sesenta por ciento de los marinos aldaneses habían desaparecido para siempre tragados por las aguas.

Era el suyo un cementerio de mujeres, ancianos y algún que otro niño, pues sabido era que la Muerte, por mucho que se avispara y rápidamente que actuase, rara vez tenía ocasión de atrapar a un marino de Aldan en tierra firme.

—Tengo ocho hijos —admitió el anciano capitán una tarde, al borde de la playa, allí, en el punto exacto en que contempló cómo su nave se hundía para siempre—. Los ocho han sacado mi nariz y mis rasgos, pero, en conjunto, no recuerdo haber pasado más de un par de años de mi vida en casa, sumando todos los días que he dormido en ella… —jugueteó con la arena—. Las mujeres de mi pueblo odian el mar… —«La Mar», la llaman ellas…—. «Puta de ojos verdes y suave runruneo que les roba a los hombres…». Cuando no los devora, los devuelve ancianos, decrépitos, y eternamente melancólicos…

—A mí también me gusta el mar… —admitió Oberlus—. Aborrezco a los barcos y los marinos, pero el mar me gusta…

—Yo amaba a mi barco más que al mar… —replicó el viejo como ausente—. Por eso, tal vez por celos, y como no podía hundirlo por más que lo intentó, ese mar te sacó a ti de los confines del Averno para que al fin lo quemaras… —se volvió a mirarle, despectivo y asqueado—. ¿Cómo puedes ser tan repelente y contrahecho; tan infrahumano y hediondo…? ¿Acaso no sientes vergüenza de ti mismo?

La Iguana Oberlus
sonrió apenas y continuó fumando, paciente, el aromático tabaco que el noruego Knut cultivaba en las zonas altas de la isla.

—No pienso matarte por lo que digas… —le advirtió—. Ni castigarte siquiera porque sé que buscas ese castigo, ya que no soportas la idea de estar vivo, mientras tus hombres se encuentran allí abajo para siempre… —Le apuntó con la boquilla de la cachimba—. Fuiste tú quien decidió azotarme… —le recordó—. Fuiste tú quien cometió el error de humillarme, y un segundo error al dejarme con vida… Fuiste tú quien hizo que decidiera rebelarme contra todo, avivando mis deseos de venganza, por lo que no era más que el capricho de una tonta mañana en la que no se te ocurrió nada mejor que azotarme para divertir a tu tripulación… —Hizo una larga pausa y fumó de nuevo agitando la cabeza como si le pesara lo ocurrido—. Terrible debe de ser para ti descubrir que has despertado a una fiera dormida y ésta ha devorado cuanto amabas…

El español le miró con asombro e indignación.

—¡Fiera dormida…! —exclamó—. ¿Quién te has creído que eres, estúpido…? ¿Dios…? ¡Fiera dormida…! —repitió—. Sucio asesino y basta… Desecho humano que rezuma rencor por algo de lo que nadie más que tú tiene la culpa… ¡Maldito sea yo, en efecto!, pero no por lo que hice, sino por ser un viejo caduco y sin fuerzas… Aún no hace diez años que te hubiera estrangulado con mis propias manos, sin importarme esa artillería de fantoche que te cuelgas a la cintura para asustar a tus esclavos.

La Iguana Oberlus
rió de buena gana por primera vez en mucho tiempo, o quizá por primera vez en su vida, pues en verdad que no recordaba haberse sentido nunca tan alegre y satisfecho. Aquel curtido lobo de mar, Alonso Pertiñas y Gabeiras, natural de Aldan, en la gallega península del Morrazo, buscaba provocarle, insultándole, no para menospreciarle o enfrentarse a él en una riña abierta y excitante, sino como forma de recibir un castigo que le redimiera de una culpa que, en su origen, no era otra que la de haberle menospreciado en demasía.

El pobre viejo pedía la muerte, no con llantos, sino con amenazas e invectivas, y era digna de ver la humillación que eso debía de significar para él, incapaz de humillarse, sin embargo rogando.

—No me hubiera gustado verte llorar —le dijo—. Ni pedir clemencia por tu vida, porque a un cobarde no vale la pena derrotarle… Pero me gusta comprobar que reclamas tu muerte sin mendigarla, porque te avergüenza tu actual existencia y no eres capaz de poner fin a ella… —le observó muy de cerca, casi inclinándose sobre él—. ¿Por qué…? ¿Sólo porque tu religión te prohíbe el suicidio…? Aquí nadie te va a expulsar del camposanto… Suicídate si quieres… —le animó—. Yo lo apruebo. En realidad, es lo que estoy esperando desde el momento en que te dejé en libertad…

—La muerte me llegará cuando Dios quiera… —fue la serena respuesta del gallego—. Si Él me exige sobrevivir en esta isla en la que cometí un error imperdonable, aquí me quedaré mientras me lo ordene… —Le devolvió la mirada con idéntica intensidad como si de improviso hubiera recuperado su entereza y se sintiera otra vez dueño de sí mismo…—. Y si algo me alegra… —añadió— es haber descubierto que a ti ni siquiera te queda el consuelo de confiar en la misericordia divina, y en que algún día tu existencia sea menos deleznable. Hagas lo que hagas, estás condenado a seguir encerrado en ese asqueroso cuerpo hasta que se lo coman los gusanos, y como no crees en el infierno, ni siquiera allí te verás libre de él.

La Iguana Oberlus
se puso en pie con tranquilidad. Vació su pipa golpeándola contra una roca e hizo un leve gesto con la mano, como si se limitara a despedirse de un agradable contertulio.

—Ha sido un hermoso discurso, viejo… —dijo—. Muy hermoso. Pero nada de cuanto has dicho me afecta, porque lo sabía de antemano… —Agitó la cabeza pesimista—. Tenía unos seis años cuando me sujetaron entre cuatro obligándome a contemplarme largo rato en un espejo. De entonces acá, no ha pasado un solo día sin que me asaltara ese recuerdo… Y si lo olvidaba, allí estabais vosotros para refrescarme la memoria… ¿Sabes en cuántos idiomas soy capaz de reconocer la palabra «monstruo»? En dieciocho, incluidos el quechua, el chino y el malayo. ¿Cómo puedo creer en la existencia de un Dios que tuvo el valor de echarme al mundo con esta cara…? —Rió de nuevo—. Si alguna vez lo hubo, se murió del susto, o de vergüenza, al verme.

14

Casi un mes más tarde el anciano capitán se refirió, en una charla extensa y un tanto incoherente, a la vida en su Galicia natal, a las supersticiones de su pueblo, y al extraño y gigantesco mono blanco que acompañaba a menudo a los pescadores y marinos de Aldan cuando se dirigían, al amanecer, hacia sus barcas.

Recordó luego de igual modo, sin conseguir situarlo exactamente en el tiempo, a su tío Santiago, al que ahorcaron por «pirata de tierra», y, oyéndole, Oberlus comprendió que el pobre viejo perdía día a día la razón, o había entrado en un rápido proceso de senilidad, ya que desvariaba sobre las cosas más simples.

——¿Qué es un «pirata de tierra»? —quiso saber, puesto que aquel era un término nuevo para él, pese a que durante un corto período de tiempo había sido auténtico pirata de mar.

—Uno como mi tío —fue la ilógica respuesta—. Mi tío Santiago era «pirata de tierra», y bien merecido tuvo que lo ahorcaran de una higuera.

¿Pero qué hacía?

—Él no nació en Aldan… —quiso puntualizar el español—. Los de Aldan nunca encallarían un barco a propósito… Él era de tierra adentro… De algún lugar de Orense…

—¿Cómo los hacía encallar…?

—Como lo hacen siempre los piratas de tierra…

—Pero ¿cómo…? —se impacientó Oberlus.

El otro le miró sorprendido, como si la pregunta se le antojara estúpida:

—Con luces…

—¿Luces…?

—¡Luces…! —Ahora fue el viejo el que se impacientó de veras—. ¿Acaso no sabes lo que son las luces de situación de un barco…?

Oberlus no respondió, consciente de que su interlocutor estaba atravesando uno de sus frecuentes momentos de crisis, y optaría por enmudecer por completo si advertía que el tema le interesaba en exceso.

Guardó silencio por lo tanto; comentó algo intrascendente sobre las ridículas evoluciones de una pareja de alcatraces de patas azules, que llevaban más de tres horas danzando cómicamente el uno frente al otro sin decidirse a poner fin al rito prenupcial, y abandonó al gallego, que parecía sumirse cada vez más profundamente en sus extrañas obsesiones, y murmuraba confusas órdenes destinadas al parecer al primer oficial del
María Alejandra
.

Pero Oberlus volvió sobre el tema a la semana siguiente, cuando encontró al capitán cocinando un puchero repleto de cangrejos escarlatas que pululaban a millares en torno a las colonias de iguanas marinas y las familias de focas.

Inocentemente, Alonso Pertiñas le explicó entonces, con todo lujo de detalles, los trucos que utilizaban algunas gentes de su tierra gallega para engañar en las noches oscuras a los navíos extranjeros que bordeaban sus peligrosas costas, haciéndoles creer que precedían a otra nave que seguía un rumbo correcto. Se encontraban de ese modo súbitamente encallados en una playa o estrellados contra un bajío, sufriendo el ataque inmediato de los piratas, que les asaltaban pasándoles a cuchillo y despojándoles, en cuestión de horas, de su carga.

—Es astuto —admitió Oberlus.

—Es cobarde… —replicó el otro—. La más cobarde forma de pillaje que ha inventado el hombre… Hunden un barco y ahogan a sus tripulantes por conseguir un puñado de fardos empapados… La mayor parte de la mercancía valiosa se guarda bajo cubierta y acaba siempre en el fondo del mar.

—Pero resulta comprensible que, quien no tiene un barco para abordar a otro, emplee su inteligencia para traerle a un terreno donde pueda vencerle con menor esfuerzo…

El capitán Pertiñas se envaró bruscamente, como si de pronto, en su mente, confusa a ratos desde semanas antes, se hubiera abierto paso la idea de que su verdugo le había utilizado, sonsacándole una información que pensaba utilizar algún día.

No dijo nada. No hizo comentario alguno, pero esa tarde, cuando Oberlus leía en lo alto de su roca, espiando de tanto en tanto a sus cautivos con ayuda del catalejo, reparó en la encorvada figura del anciano que ascendía cansinamente la suave pendiente que conducía a los acantilados de barlovento.

Alcanzó la cima a menos de cuatrocientos metros de donde él se encontraba, y tras contemplar un largo rato el mar lamiendo dulcemente las piedras que dejaba al descubierto la marea respiró por última vez, profundamente, y se lanzó, decidido, al abismo.

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