La insoportable levedad del ser (4 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
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El compromiso alcanzado salvó al país de lo peor: de los fusilamientos y de las deportaciones en masa a Siberia que espantaban a todos. Pero uña cosa ya estaba clara: Bohemia iba a tener que inclinarse ante el conquistador; iba a tener que atragantarse ya para siempre, que tartamudear, que quedarse sin aliento como Alexander Dubcek. Se había acabado la fiesta. Habían llegado los días hábiles de la humillación.

Todo esto se lo decía Teresa a Tomás y él sabía que era verdad, pero que por debajo de esa verdad había otro motivo más, aún más esencial, para que Teresa quisiera irse de Praga: no era feliz con la vida que había llevado hasta entonces.

Los días más hermosos de su vida los había vivido fotografiando en las calles a los soldados rusos y exponiéndose al peligro. Fueron los únicos días en los que el serial televisivo de sus sueños se interrumpió y sus noches fueron felices. Los rusos le trajeron en sus tanques el equilibrio interior. Ahora, terminada ya la fiesta, vuelve a tener miedo de sus noches y querría huir de ellas. Sabe ya que hay situaciones en las que es capaz de sentirse fuerte y satisfecha y por eso desea ir a recorrer el mundo, con la esperanza de volver a encontrar situaciones similares.

—¿Y no te importa —le preguntó Tomás— que Sabina también haya emigrado a Suiza?

—Ginebra no es Zurich —dijo Teresa—. Seguro que allí me molestará menos de lo que me molestaba en Praga.

La persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz. Por eso Tomás aceptó el deseo de emigrar de Teresa, como el culpable acepta la condena. Se sometió a ella y un buen día se encontró, con Teresa y Karenin, en la mayor ciudad de Suiza.

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Compró una cama para el piso vacío (aún no tenían dinero para los demás muebles) y se puso a trabajar con la furia de una persona que empieza una nueva vida después de los cuarenta.

Llamó varias veces a Sabina a Ginebra. Había tenido la suerte de que una exposición de cuadros suyos se inaugurara una semana antes de la invasión rusa, de modo que los suizos amantes de la pintura se dejaron llevar por la ola de simpatía hacia el pequeño país y compraron todos sus cuadros.

«Gracias a los rusos me he hecho rica», bromeaba por teléfono e invitaba a Tomás a visitarla en su nuevo estudio que al parecer no era muy distinto del que Tomás conocía ya de Praga.

Le hubiera gustado visitarla pero no encontraba disculpa alguna que justificara su viaje ante Teresa. Así que Sabina vino a Zurich. Se alojó en un hotel. Tomás fue a visitarla al terminar su jornada de trabajo, llamó por teléfono desde la recepción y subió a su habitación. Ella le abrió la puerta y apareció ante él con sus hermosas y largas piernas, sin vestir, sólo con el sujetador y las bragas. En la cabeza llevaba un sombrero hongo negro. Le miró largamente, inmóvil y sin decir palabra. Tomás también permanecía en silencio. De pronto se dio cuenta de que estaba emocionado. Le quitó el sombrero y lo colocó encima de la mesa, junto a la cama. Después hicieron el amor sin decir ni una sola palabra.

Cuando salió del hotel hacia su casa de Zurich (en la que ya desde hacía tiempo había una mesa, sillas, sillones, alfombra) se dijo, feliz, que llevaba consigo su modo de vida igual que un caracol su casa. Teresa y Sabina representaban los dos polos de su vida, dos polos lejanos, irreconciliables, y sin embargo ambos hermosos.

Sólo que precisamente porque él llevaba consigo su modo de vida a todas partes, como parte de su cuerpo, Teresa seguía teniendo los mismos sueños.

Llevaban ya en Zurich seis o siete meses cuando llegó una noche tarde a casa y encontró encima de la mesa una carta. Ella le comunicaba que había regresado a Praga. Regresaba porque no tenía fuerzas para vivir en el extranjero. Sabía que debía haberle servido de apoyo a Tomás, pero sabía también que no era capaz de hacerlo. Había pensado ingenuamente que en el extranjero cambiaría. Había creído que después de lo que había vivido durante los días de la ocupación ya no volvería a ser puntillosa, que se volvería mayor, sagaz, fuerte, pero se había sobreestimado. Es para él una carga y no quiere serlo. Quiere sacar las conclusiones pertinentes antes de que sea demasiado tarde. Y le pide disculpas por haberse llevado a Karenin.

Tomó un somnífero fuerte y a pesar de eso no se durmió hasta la madrugada. Por suerte era sábado y podía quedarse en casa. Analizaba la situación por quincuagésima vez: las fronteras entre su país y el resto del mundo ya no están abiertas como cuando emprendieron el viaje. Ya no hay telegrama ni teléfono alguno que sea capaz de devolverle a Teresa. Las autoridades no la dejarán salir. Su partida es increíblemente definitiva.

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La conciencia de que era absolutamente impotente le hizo el efecto de un mazazo, pero al mismo tiempo lo tranquilizó. Nadie le obligaba a tomar ninguna decisión. No tiene que mirar a la pared del edificio de enfrente y preguntarse si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha decidido todo por su cuenta.

Fue al restaurante a almorzar. Estaba triste pero durante la comida pareció como si la desesperación inicial se hubiera fatigado, como si hubiera perdido fuerza y no hubiera quedado de ella más que melancolía. Miraba hacia atrás, hacia los años que había vivido con ella, y le parecía que su historia común no podía haberse cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera podido terminarla de otro modo:

Teresa llegó un día a su lado sin que él la hubiera invitado. Otro día, del mismo modo, se fue. Llegó con una pesada maleta. Con una pesada maleta se fue.

Pagó, salió del restaurante y se puso a pasear por las calles, lleno de una melancolía que se hacía cada vez más hermosa. Había pasado siete años de su vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido.

El amor que había entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo, manteniéndola contenta, consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor, siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose culpable, justificándose y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido ahora y permanecía la belleza.

Se acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto. Su vida de soltero le había sido devuelta, una vida para la cual antes estaba seguro de haber nacido, seguro de que era la única que le permitía ser tal como de verdad era.

Hacía ya siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado por los ojos de ella. Era como si le hubiera atado al tobillo una bola de hierro. Su paso era ahora, de pronto, mucho más ligero. Casi flotaba. Se hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.

(¿Tenía ganas de telefonear a Sabina a Ginebra? ¿De llamar a alguna de las mujeres que había conocido en Zurich en los últimos meses? No, no tenía la menor intención de hacerlo. Intuía que, si se reuniera con alguna mujer, el recuerdo de Teresa se haría al instante insoportablemente doloroso.)

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Aquel extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Teresa irrumpió en su mente: sentía el estado de ánimo de ella cuando le escribía la carta de despedida; sentía cómo le temblaban las manos; la veía arrastrando la pesada maleta en una mano, la correa de Karenin en la otra; se la imaginaba abriendo la cerradura de la casa de Praga y sentía en su propio corazón la orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la puerta.

Durante aquellos dos hermosos días de melancolía su compasión no había hecho más que descansar. La compasión dormía, como duerme el minero el domingo después de una serrana de trabajo duro para el lunes poder bajar otra vez al tajo.

Atendía a un paciente y, en lugar de verlo a él, veía a Teresa. El mismo se lo reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses en ella! Se decía: precisamente porque estoy enfermo de compasión, es bueno que se haya ido y que ya no la vea. ¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi compasión, de esa enfermedad que antes no conocía y con cuyo bacilo me contagió!

El sábado y el domingo sintió la dulce levedad del ser, que se acercaba a él desde las profundidades del futuro. El lunes cayó sobre él un peso hasta entonces desconocido. Las toneladas de hierro de los tanques rusos no eran nada en comparación con aquel peso. No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos.

Se hacía reproches para no rendirse a la compasión y la compasión lo oía con la cabeza gacha, como si se sintiera culpable. La compasión sabía que se estaba aprovechando de sus poderes y sin embargo se mantenía calladamente en sus trece, de modo que al quinto día de la partida de ella Tomás le comunicó al director del hospital (al mismo que después de la invasión rusa le llamaba a diario a Praga) que debía regresar de inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que su actitud tenía que parecerle al director irresponsable e imperdonable. Tenía ganas de confesárselo todo, de hablarle de Teresa y de la carta que había dejado para él en la mesa. Pero no lo hizo. Desde el punto de vista de un médico suizo, la actuación de Teresa tenía que parecer histérica y antipática. Y Tomás no estaba dispuesto a permitir que nadie pensase mal de ella.

El director estaba verdaderamente afectado.

Tomás se encogió de hombros y dijo: «Es muss sein. Es muss sein».

Era una alusión. La última frase del último cuarteto de Beethoven está escrita sobre estos dos motivos: Para que el sentido de estas palabras quedase del todo claro, Beethoven encabezó toda la frase final con las siguientes palabras: «Der schwer gefasste Entschluss»: «Una decisión de peso».

Con aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía a referirse, en realidad, a Teresa, porque había sido precisamente ella la que le había obligado a comprar los discos de los cuartetos y las sonatas de Beethoven.

La alusión resultó más adecuada de lo que él hubiera podido suponer, porque el director era un gran aficionado a la música. Se sonrió ligeramente y dijo en voz baja, imitando la melodía de Beethoven: «¿Muss es sein?»

Tomás dijo una vez más: «Ja, es muss sein».

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A diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo positivo. «Der Schwer gefasste Entschluss», una decisión de peso, va unida a la voz del Destino («es muss sein»); el peso, la necesidad y el valor son tres conceptos internamente unidos: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo aquello que tiene peso, vale.

Esta convicción nació de la música de Beethoven y, aunque es posible (y puede que hasta probable) que sus autores hayan sido más bien los comentaristas de Beethoven y no el propio compositor, hoy la compartimos casi todos: la grandeza del nombre consiste en que carga con su destino como Atlas cargaba con la esfera celeste a sus espaldas. El héroe de Beethoven es un levantador de pesos metafísicos.

Tomás partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales y tocándole, para su despedida de la emigración, una marcha llamada «Es muss sein!».

Pero luego Tomás atravesó la frontera checa y se topó con una columna de tanques soviéticos. Tuvo que detener el coche en un cruce de caminos y esperar media hora a que pasaran. Un horrible soldado en uniforme negro dirigía el tráfico en el cruce, como si todas las carreteras checas fueran de su propiedad.

«Es muss sein», repetía Tomás, pero pronto empezó a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser así?

Sí, era insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en Praga.

¿Pero cuánto tiempo le torturaría la compasión? ¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un mes? ¿O sólo una semana?

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?

Cualquier colegial puede hacer experimentos durante la clase de física y comprobar si determinada hipótesis científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o no.

Con estos pensamientos abrió la puerta de la casa. Karenin le saltó a la cara y le hizo así más fácil el momento del encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa (unas ganas que aún sentía en Zurich, en el momento de subir al coche) habían desaparecido por completo. Le parecía que estaba frente a ella en medio de una planicie nevada y que los dos temblaban de frío.

17

Desde el primer día de la ocupación, los aviones rusos volaban durante toda la noche sobre Praga. Tomás se había desacostumbrado a aquel ruido y no podía dormir.

Daba vueltas en la cama mientras Teresa dormía y se acordaba de lo que había dicho hacía tiempo en una conversación intrascendente. Estaban hablando de su amigo Z. y ella afirmó: «Si no te hubiera encontrado a ti, seguro que me hubiera enamorado de él».

Ya en esa ocasión aquellas palabras le produjeron a Tomás una extraña melancolía. Y es que de pronto se dio cuenta de que era mera casualidad el que Teresa lo amase a él y no a su amigo Z. Se dio cuenta de que, además del amor de ella por Tomás, hecho realidad, existe en el reino de lo posible una cantidad infinita de amores no realizados por otros hombres.

Todos consideramos impensable que el amor de nuestra vida pueda ser algo leve, sin peso; creemos que nuestro amor es algo que tenía que ser; que sin él nuestra vida no sería nuestra vida. Nos parece que el propio huraño Beethoven, con su terrible melena, toca para nuestro gran amor su «es muss sein!».

Tomás se acordaba del comentario de Teresa sobre el amigo Z. y constataba que la historia del amor de su vida no iba acompañada del sonido de ningún «es muss sein!», sino más bien por el de «es kónnte auch anders sein»: también podía haber sido de otro modo.

Hace siete años se produjo casualmente en el hospital de la ciudad de Teresa un complicado caso de enfermedad cerebral, a causa del cual llamaron con urgencia a consulta al director del hospital de Tomás. Pero el director tenía casualmente una ciática, no podía moverse y envió en su lugar a Tomás a aquel hospital local. En la ciudad había cinco hoteles, pero Tomás fue a parar casualmente justo a aquél donde trabajaba Teresa. Casualmente le sobró un poco de tiempo para ir al restaurante antes de la salida del tren. Teresa casualmente estaba de servicio y casualmente atendió la mesa de Tomás. Hizo falta que se produjeran seis casualidades para empujar a Tomás hacia Teresa, como si él mismo no tuviera ganas.

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