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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (29 page)

BOOK: La isla de los hombres solos
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La maluca que le picó era una cascabel y a otro le hubieran faltado piernas para correr hasta la enfermería a que le pusieran una inyección de las que ahora se usan, pero él en cambio siguió trabajando tranquilamente como si nada hubiera pasado.

Cuando uno de los compañeros se hacía una herida con el machete, hacha o cualquier otro accidente que sufriera donde corra la sangre, de inmediato se acercaba.

Estrugildo y miraba la herida detenidamente para luego echarse a reír a mandíbula llena como si le causara suma gracia el que su compañero estuviera sintiendo. Por lo anterior supongo que la vista de la sangre le causaba alegría.

Las cosas que a nosotros nos daba un gran contento como la mujer, la gritería de una vieja marimba, a él le dejaban totalmente frío. Para él ver el sufrimiento de los demás era el mayor goce que podía tener. Una vez alguien contó que el mar no era hombre sino mujer.
La mar
, y que prueba era que cuando la mar se cubría de rojo en sus orillas era señal de estar enferma en su tiempo del mes como les pasa a las mujeres.

Desde entonces, mes a mes, cuando la mar se tiñe de rojo, Estrugildo se sentía alegre de bañarse en las olas y bebía sorbos de la espuma morada y a veces roja que la mar lanza sobre la playa.

El delito de Estrugildo era, a no dudar, terrible.

Cuando él lo contaba, se nos paraban los pelos a pesar de que es cosa común y corriente que en una cárcel se cuenten esos horrores de cuando un hombre se vuelve bestia o menos que bestia.

Era natural de las faldas del volcán Arenal.

Tenía un rancho, una mujer y dos hijos: hembra y varón. La mujer murió y él quedó al cuidado de los niños. Trabajaba sacando hule de los árboles que luego vendía a buenos precios en Tilarán o Cañas.

El hijo se llamaba Ricardo, su niña Ana Luz.

El hizo de padre y madre de los niños hasta que el primero cumplió 19 años y la niña 16.

Contaba que en esos tiempos «se estaba haciendo», pues tenía más de 20 manzanas de potrero, cuatro cabezas de ganado y unas pocas manzanas donde sembraba arroz, maíz, frijoles, como «para no comprar en todo el año». El muchacho le ayudaba a todo esfuerzo y la niña se hizo cargo desde muy temprana edad del manejo de la casa o rancho que ellos tenían en el linde de la socola.

Nunca llegamos a saber si Ana Luz era bonita, pues cuando la citaba decía:

—No sé si era bonita, pero era mi hija…

Y lo anterior tenía que bastar por todas las cosas que siguieron.

Hasta su rancho un día un hombre salió «como un vómito de la montaña».

Se llamaba Rafael «y no sé más».

Durante tres meses trabajó muy bien. Era un valiente para el hacha y se ganó la confianza de la familia hasta el día en que padre e hijo a su regreso del trabajo encontraron a la niña ultrajada. El hombre después le propinó unos golpes hasta dejarla moribunda.

Agonizó la muchacha durante varios días.

«Y en tanto que mi hija se iba muriendo recé todas las oraciones buenas y malas que los brujos me habían vendido contra los enemigos, para salvarme de la picada del terciopelo, los temblores del volcán.»

¡Pero todo fue inútil!

Allá muy lejos se miraba la cresta del volcán Arenal siempre erecta como un seno de mujer. Y un vuelo de garzas negras y rosadas pasaban rumbo al río donde los guapotes asoman su trompa para tomar el sol. En ese mismo lugar gustaba de sentarse la muchacha para pensar y pensar. Y ahí fue donde la enterraron: en la misma tierra donde ella tenía sembrados una clase de lirios que su padre le había traído desde el río San Carlos. Después de un día así, tan lleno de tristeza, lo que cuenta Estrugildo es una danza terrible en pos de la venganza. Lo narraba con una risa grande en la boca, como si estuviera viviendo de nuevo, como si repetir las cosas le hiciera muy feliz.

Vendieron la finca y sus pocos animales a un precio de necesidad.

Alistaron como navaja de barba su largo machete de 28 pulgadas y se lanzaron en busca del asesino. Para ellos en largos tres años no hubo otra necesidad que estuviera primero al sueño de encontrar al criminal. Tres años anduvieron recorriendo el país, mostrando una foto del hombre malo a toda persona que la quisiera ver. Golfito, Limón, Mohín, Puerto Viejo, Los Altos del Talamanca, Quepos, Puntarenas, Liberia.

Una tarde, tres años después, en un caserío cercano a la ciudad de Gracia, el hijo de Estrugildo vio por casualidad al hombre en una cantina.

Desde ese momento le siguieron los pasos hasta enterarse que vivía en una hacienda de San Carlos donde habitaba un rancho con mujer e hijo. Una vez averiguado todo, entre ambos se dieron a montar un plan de venganza como en el presidio jamás se escucharon dos.

Recorrieron la montaña salve que a la espalda hasta dar con la huella de una culebra boa que por las señas debía de tener unos diez metros de largo.

Estrugildo sabía muy bien la costumbre de estas culebras, porque cuando era muchacho en su rancho el padre tenía una mansa que al final de muchos años la mató un rayo. Sabía que una culebra grande no tiene su cueva muy lejos de la quebrada próxima donde acude a tomar agua una vez alimentada y después se echa a dormir un año entero, hasta que sobre su cuerpo crecen helechos y lama, lo que hace confundirla con un tronco viejo.

Una tarde en que el fugitivo estaba picando leña sintió que le caían encima y en menos de un minuto los hombres le tenían maniatado en el suelo.

Vanos gritos de la mujer que les siguió corriendo con el niño en los brazos.

Con su risa negra y fea cuenta Estrugildo que la mujer le gritaba:

—¡Hágalo por mi hijito, por favor!

Por toda respuesta el hijo de Estrugildo le dio una patada tirando al niño al suelo y luego le puso los tacones de sus botas sobre la cabecita. La mujer quedó por un instante hecha como de piedra y después tomando el despojo de su niño entre los brazos salió corriendo a esconderse al monte y dando alaridos como de coyote con hambre.

—Y en cuanto al desgraciado no decía nada. No le escuchamos una sola palabra de queja, cólera, o súplica, y cuando mi hijo agredió al niño lo único que hizo fue apretar los dientes y cerrar fuertemente los ojos.

Era valiente el jodido ese…

Luego le condujeron montaña adentro donde era seguro tenía una boa su cueva.

Una vez que estuvieron ciertos de que el hombre no se iba a soltar del árbol al que lo ataron con fuertes bejucos, regresaron a la casa de la mujer donde ella se encontraba gimiendo. Sin hacer caso del llanto de la mujer que todavía estrechaba el cadáver ensangrentado del niño en los brazos, hicieron café y comida para quitarse el hambre. En la noche velaron por turnos cada uno para evitar que ella fuera a dar parte a la policía. Otro día la dejaron atada y regresaron al lugar donde habían dejado amarrada a la víctima. No había huellas de que la culebra hubiera salido de su cueva durante la noche, por lo que se dieron a torearla prendiendo en la entrada de la cueva una fogata con hojas secas y semillas de chile picante.

—Y cuando escuchamos unos ruidos raros salimos corriendo.

Lo demás fue fácil imaginar.

Cuando otro día regresaron, se encontró el cuerpo del enemigo desmadejado, ojos y lengua de fuera, todos los huesos quebrados. Manchas de sangre las había hasta en los árboles que distaban cinco y seis metros de distancia, lo que daba a entender que la culebra se arrolló a él y luego haciendo una sola contracción, le hizo estallar.

—Aquel día gocé de lo lindo e imaginé lo que pasó: la culebra salió y vio al hijo de… con lo que le pareció que él fue quien dio fuego a su cueva quitándole el sueño. Lo destrozó como se hace con una cáscara de huevo.

Luego fueron por la mujer y la dejaron al par del hombre, la que venía sin soltar a su niño muerto. Poniéndole ella junto a su padre se abrazó a los dos y empezó a sollozar mansamente…

Una urraca copete azul partió la montaña de un solo vuelo de filo. Y huyeron por la montaña hasta que con su encuentro con el Resguardo mataron al hijo de Estrugildo. Este logró escapar a una celada posterior que le hicieron, pero dos días después él mismo se entregó a las autoridades, silencioso, sin dar explicaciones, aceptando todo con una resignación que asombró a sus mismos captores.

Al cumplir su mandato de odio, la vida ya para él no tenía alicientes.

Ahora se había convertido en «otra cosa» que no era un ser humano.

Era como un saco al que se había dado vuelta para que se le escurra el alma.

En el agua estancada de las salinas, el batracio marino le hace gárgaras a la luna.

La niebla salosa riega sobre los potreros y va poco a poco llenando de viejo todo lo que toca hasta que se despedaza.

En el negro calabozo un hombre se pasa orando las horas con un par de ojos clavados en la oscuridad.

Una manada de bueyes se alimenta con la cáscara de los jocotes. Los pozos se han secados.

El tiburón traza rúbricas de muerte con su espina dorsal sobre la cresta de las olas.

Un chilindrín de cadena va subiendo, en su ayer que ya se fue, cada cuesta, y se hace serpiente sobre las curvas.

La cascabel muda que un día vino flotando desde los grandes ríos del norte se acurruca melosa y acechante entre las matas de la escobilla.

El centinela, fusil al hombro, va gastando suelas de zapato sobre las piedras duras del fortín.

El cuyeo del mar ronda también sobre los cangrejos que salen del cementerio.

Un olor a vinagre cubre el salón donde cien reos duermen.

El grito de un reo salta como una flecha sobre el presidio y se queda clavado en la montaña aquella.

A lo lejos los botes de los vecinos son pañuelos que van a la deriva flotando en la corriente.

El viento norte asuela la isla. El abanico de las palmeras bate furioso contra la nada como quien ahuyenta un espíritu malo. En el monte los venados corren a sus madrigueras de bejucos. Los peces se meten en el fondo del mar acurrucados sobre las rocas.

Hay fuga.

Un temblor de ojos se enciende sobre el rostro de los reclusos. El estampido de los disparos busca acurruco en la cresta de un árbol viejo y se oye un lamento estridente, sordo, repetido, como un grito que va saliendo de los infiernos.

El cielo se tiñe de azul pálido y el cañón retumba sobre el mar. Las olas como asustadas se encrespan sobre sí mismas.

Una oración callosa del reo que ora pidiendo a Dios un puñado de imposibles.

Una cadena de hombres serpentea bajo las piernas de otro en un contubernio de vicio y pecado.

El agua de lluvia golpea sobre el corazón y los reos resbalan sobre el lodo de los caminos. La punta de un látigo estampa acuarelas de luz y de dolor sobre una espalda flácida y cansada.

Sobre las piedras duras del corral un hilo de sangre va en un mudo silencio de importancia, en tanto que el puñal corre a esconderse en quién sabe dónde.

Nadie sabe nada.

La fe y la caridad como un tornasol que revienta se ilumina sobre el horizonte.

Dios ya no mira para otro lado.

Hay papas cada día.

La cadena se queda atormentada sobre el fondo del mar.

La mano buena de una mujer como símbolo de la piedad, va acariciando ya para siempre el sendero de cada recluso.

El látigo se queda ahí en una esquina como una serpiente que duerme.

El eco de una marimba va tañendo sobre las tardes.

Empiezan a germinar las flores sobre cada orilla del camino. Los mangos estallan en rubores de hembra suave y bonita.

Hay una guitarra que suavemente murmura una inmensa cadencia de amor.

Tomadas de la mano, recatadas y buenas como niñas al colegio, llegan las mujeres.

La isla de los hombres solos borra su nombre escrito sobre la arena del mar.

El hombre ya puede con las dos manos juntas acunar un seno de mujer pequeñito y dulce. Dulce y pequeñito.

Juanita sin nombre pone la firma en un mundo nuevo.

De tarde en tarde la canción de un recuerdo cruza sobre el penal siguiendo la estela que dejó la garza cuyo graznar se estrelló sobre una ladera del monte.

Nombres bonitos se acunan en la memoria. Hay una piedra que canta. Sobre el cielo de la isla los patos canadienses cruzan en V de la victoria con rumbo a las lagunas del sur.

Llega el mes y la mar se enferma como una mujer que todavía no ha sido preñada.

Sobre la ruta de los barcos siguen las algas a la deriva con rumbo a no sé dónde.

Pero desgraciadamente algo se rompe siempre cuando resbala de las manos.

El buen director no dura mucho. El puesto de director es de favor político. Y cuando gana el contrario, el viento sopla para otros caminos.

Cuando un director bueno es dado de baja, con él se marcha la bondad.

Cuando uno está preso hay muchas cosas que nos duelen y son tantas que mejor he tratado de no contarlas a usted todas porque me harían sufrir de nuevo.

He contado solamente aquellas que le sirven a usted para dar a conocer en su libro lo que es el horror de un penal. Y aunque alguna historia me ha dolido mucho, ahí la tiene porque como dice usted se debe contar para que la gente de mañana conozca este ayer sarmentoso de la patria.

Algo de lo que más hiere es saber que la mayoría de los hombres que mandan un penal son malos y puede contar que conocí directores y comandantes que tenían piedra de sapo en el corazón. Eran más terribles que el peor de nosotros que arrastraba cadena en nuestro patio. Carceleros sin alma que gozan mucho al ver cómo van reduciendo al hombre hasta no dejar de él sino una piltrafa humana, al extremo de que si a algún reo fuera posible retorcerle el corazón en busca de algo en vez de un poco de sangre buena, solamente restañaría el odio convertido en gotas.

Hoy, ¡cómo me da pena recordar a los hombres corazón piedra de sapo que me hicieron sufrir tanto!

Actuaban en el nombre de una sociedad inocente que de torturas no sabía nada. Unos fueron perversos por el placer de hacer sufrir al hombre. Otros pobres ignorantes hasta la estupidez. Hombres que no tenían ni una mínima lección sobre la manera buena de tratar al presidiario. Y es doloroso reconocer que muchas veces mandaron en el penal hombres cuya condición moral estaba muy por debajo de la conocida por muchos reos.

De la justicia también hay que decir algo.

Sobre mi persona a fuerza de tortura se me hizo aceptar un crimen que yo no cometí. Yo que me encuentro preso puedo hablar la verdad sobre cada tribunal, cada juez, cada agente de policía.

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