La línea negra (24 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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—Soy yo —contestó en inglés.

—Doctor Alang. Me ha dejado un mensaje.

Hablaba alargando las palabras, casi con acento estadounidense. Marc se levantó de un salto y apagó el aire acondicionado, que hacía un ruido infernal; luego se presentó con todo detalle y manifestó su deseo de entrevistarlo.

—No es usted el primero,
man
.

—Lo sé, pero…

—La instrucción está abierta. No puedo decir nada.

—Claro, pero…

Alang profirió una carcajada atronadora.

—Podemos vernos de todas formas. Le espero en el club de polo de Sengora.

—¿Dónde?

Deletreó a toda velocidad el nombre del club.

—Hasta ahora,
man
.

Marc no tuvo tiempo de contestar; el otro ya había colgado.

34

A la hora del crepúsculo, Kuala Lumpur era rosa y azul. Las torres incandescentes ardían a fuego lento, como mosaicos de brasas, mientras que otros bloques, de color verde translúcido, parecían a punto de apagarlas con su frescor.

Marc había dado al taxista el nombre del club de polo. Su mirada no se apartaba de las torres Petronas, hacia las que se dirigían. A aquella distancia, evocaban dos mazorcas de maíz gigantes coronadas por antenas colosales. Pasaron junto a un hipódromo. La atmósfera onírica se intensificaba más. Todo parecía salpicado de partículas de oro, de neblina rosa. Pero lo más extraño era la ausencia de contraste entre los edificios azulados y las colinas verdosas. A esa hora, los dos frentes intercambiaban sus colores, a la manera de flujos líquidos. Los inmuebles adquirían una tonalidad vegetal y los bosques se llenaban de reflejos cristalinos, de charcos plateados.

El taxi se detuvo junto a una hilera de árboles. Marc se encontró en una especie de sabana. Cercas de madera delimitaban un vasto corral. El nombre del club de polo estaba puesto en una tabla, al estilo del Far West. Más allá se recortaban en el polvo gris unas construcciones hechas con vigas de madera, entre las que se veía, en algunos puntos, el espejo verde del hipódromo.

Entró en el recinto. Sus pies se hundían en la arena. El aire se cargaba de efluvios de estiércol y sudor de caballo. Pese al aspecto deteriorado de las cuadras y al hedor, Marc percibía que se estaba moviendo en el mundo de los privilegiados. Vio un picadero cubierto donde niños vestidos con polos de Ralph Lauren arqueaban el cuerpo sobre la silla de montar, unos boxes donde purasangres esperaban con los cascos enfundados en calcetines. Verdaderos camerinos de artistas. ¿Dónde estaba el espectáculo?

—¿Eres el
Frenchie
?

Marc se volvió. Un hombre delgado y estrecho de hombros, con bata blanca, salía de una caballeriza. Cabello largo y negro, bigote largo de bandido mexicano. El hombre se acercó quitándose unos guantes de goma ensangrentados.

—Alang. —Le estrechó la mano—. Mucho gusto,
man
.

Mustapha Ibn Alang se parecía a su voz. Un malayo puro de estilo moderno. Tez dorada, rasgos de zorro, ojos negros y alargados bajo unas cejas pobladas. El corte de pelo era lo mejor: un tupé sobre la frente y una larga onda engominada en la nuca. Alang parecía un roquero de los años setenta, estilo
glitter
. Metió los guantes en los bolsillos de la bata, manchada también de sangre.

—Me pillas en plena faena —dijo con su acento peculiar—. Hoy toca romper las mandíbulas de los caballos jóvenes para el polo. ¡Así me olvido un poco de los cadáveres!

Se echó a reír. Sus dientes claros atravesaron su rostro oscuro; una imagen que hacía pensar en un coco al partirlo. De repente, su expresión astuta, clandestina, se tornó franca, altiva, deslumbrante. Marc recordó las palabras de la periodista: «Un personaje pintoresco». Sí, tenía delante a una estrella de Kuala Lumpur. El suelo se puso a temblar.

—Empieza el partido. ¿Tomamos una cerveza en el edificio social?

El edificio social era una larga terraza elevada, bajo un tejadillo de palmas. Un bar tropical, de madera negra, destacaba en el centro. Un fuerte olor a cerveza recalentada por el sol flotaba en el aire.

A lo lejos, en el terreno de polo, los jinetes partían furiosos en una dirección y luego regresaban tranquilamente, como apaciguados de su cólera pasajera. Marc se acercó a la tribuna. A esa distancia, los caballos parecían caramelos a medio chupar, y los jugadores, partículas blancas saltarinas. El cielo, por encima, estaba sublime: largas nubes de color malva, rojo, plateado, extendidas sobre el horizonte verdoso como lánguidas princesas junto a un estanque de nenúfares.

Alang volvió con dos jarras. Presentó a Marc a unos aristócratas septuagenarios; a unos hijos de papá, con cazadora de piel, que jugaban a ser niños malos; a unas chinas guapas y muy sexis con su equipo de polo de piel rojiza. Musculosas, empapadas de sudor, representaban exactamente lo contrario que las malayas con
tudung
que, inmóviles y gordas, comían pasteles con expresión enfurruñada, haciendo abiertamente caso omiso del partido.

Marc miró el reloj: ya había pasado una hora. Tenía experiencia en entrevistas. Al primer golpe de vista adivinaba el perfil de su interlocutor: charlatán impenitente que te abrumaba con detalles inútiles, taciturno al que había que arrancarle las palabras o campeón de la digresión que tardaba horas en llegar al meollo del asunto. Alang pertenecía a esta última categoría. La entrevista amenazaba con durar parte de la noche. Como para confirmar sus inquietudes, el forense preguntó:

—¿Has cenado?

Destrozado por la diferencia horaria, Marc esperaba un pequeño restaurante europeo, discreto y retirado. Alang lo llevó al Hard» Rock Café, en pleno centro de la ciudad. Un lugar ruidoso y mal iluminado, donde el olor a salsa barbacoa te asaltaba nada más entrar.

Se instalaron en un box, rodeados de trofeos de rock: la guitarra de Éric Clapton, las gafas de Elton John, la torera de Madonna… Marc miraba a su alrededor con incredulidad. Los camareros, con delantal rojo y un lápiz tras la oreja, corrían entre las mesas llevando montañas de tacos y de hamburguesas de queso. La clientela era variada: adolescentes escandalosos vestidos con disfraces americanos, madres de familia con velo controlando a catervas de colegiales ya demasiado gordos, y occidentales achispados que lanzaban miradas burlonas hacia la barra.

Allí era donde estaba la principal atracción: chicas excesivamente desvergonzadas para ser honestas. Chinas, tailandesas, birmanas, indias… Pieles broncíneas, cobrizas, de porcelana, ojos de líneas asiáticas infinitamente variadas y cuerpos de una flexibilidad exquisita que se contoneaban al ritmo de los grandes éxitos de otros tiempos.

—No están incluidas en el menú.

Marc se volvió hacia Alang. La música hacía temblar los cubiertos.

—¿Qué?

—Digo que no están incluidas en el menú, pero puedo ir a hablar con ellas en los postres.

Marc notó que se sonrojaba. Se concentró en la carta.

—¿Qué edad tienes? —preguntó, gritando, el forense.

—Cuarenta y cuatro años.

—Yo, cuarenta y seis. ¿Te gusta el rock?

—¿Qué?

Marc no oía la mitad de las palabras. Alang se acercó. Había un brillo malicioso en sus ojos.

—¿Sabes qué es lo que está sonando?


Sweet Home Alabama
. Lynyrd Skynyrd.

—No está mal. ¿Y sabes lo que les pasó?

—La mitad del grupo se mató en un accidente de avión, en 1977.

—Veo que estoy tratando con un experto. El rock es mi pasión. Estoy preparando una enciclopedia en inglés para el Sudeste Asiático.

Marc tuvo la sensación de que se acercaba un peligro. Alang apoyó los codos en la mesa. Llevaba un sello en un dedo y una pulsera de oro en la muñeca.

—¿Te animas a participar en un pequeño concurso?

Marc se dio cuenta de pronto de que su peinado era la réplica exacta del corte que llevaba David Bowie en la época de
Diamond Dogs
.

—¿Cuál es el premio? —preguntó.

—Poder preguntarme lo que quieras.

—¿Sobre el caso Reverdi?

—Te diré todo lo que sé al respecto. Sin ningún tipo de censura.

Marc poseía una cultura musical prodigiosa. Aunque había abandonado el piano hacía años, no había olvidado nunca su primera pasión. Y aunque su especialidad era la música clásica, también conocía a fondo el universo del rock.

Se bebió la cerveza de un trago y dijo:

—Espero tus preguntas.

Salió todo. ¿El origen de los ojos de distinto color de David Bowie? Una pelea con un amigo de la infancia que le dejó paralizada la pupila izquierda. ¿El nombre del cantante de soul que, después de caerse del escenario, se hizo pastor porque interpretó su caída como una «señal de Dios»? Al Green. ¿El nombre del músico que se había impuesto en el seno de un famoso grupo echando al batería en pleno concierto para ocupar su lugar? Keith Moon, legendario batería de los Who.

Dos horas más tarde salieron al bochorno de la noche. Marc se tambaleaba. No había tocado la comida. Las cervezas acumuladas, las preguntas de Alang, la proximidad de las prostitutas, todo aquello había hecho que su cabeza estuviera en plena ebullición.

En la calle, un indonesio de mirada apagada les dio unas tarjetas de visita. Marc creyó que se trataba de publicidad de un servicio de reparto de pizzas, pero el documento estaba a nombre de monsieur Raymond y precisaba: «Todas las chicas que necesita». Bastaba con hacer el pedido por teléfono.

—Ven —dijo Alang tirando la tarjeta al suelo—. Conozco cosas mucho mejores.

Montaron de nuevo en el coche de Alang. Atravesaron barrios en construcción, recorrieron descampados, se adentraron en una calleja y se detuvieron bajo una luz de neón roja en la que ponía El Niño. Pese a estar un poco bebido, Marc era consciente de lo absurdo de la situación. La segunda parte del concurso iba a desarrollarse en un bar mexicano. En plena capital malaisia.

Marc cumplía sus promesas: era imbatible. ¿Qué cantante
destroy
se había presentado como candidato a la alcaldía de San Francisco con el eslogan «Apocalypse Now»? Jello Biafra, el líder de los Dead Kennedys. ¿Qué compositor multaba a sus propios músicos si se equivocaban de nota? James Brown. ¿Qué artista había estado a punto de morir asfixiado en su casa, cuando era pequeño, víctima de un malhechor? Marilyn Manson.

A las dos de la madrugada, después de varios tequilas, Marc intentó llevar la conversación al tema que le interesaba. A modo de respuesta, Alang dirigió una mirada de experto a las pequeñas filipinas disfrazadas de mexicanas que se dormían junto a las botellas. Las pantallas acústicas difundían una versión mariachi de
Hey Joel
cantada por Willy de Ville.

—¿Por casualidad sabes a qué se dedica su mujer? —dijo—. Me refiero a Willy.

—Es bruja. Bruja vudú, en Luisiana.

El forense levantó su minúsculo vaso:

—Man, me gustas de verdad.

—Hablemos de Jacques Reverdi.

—Paciencia. Tenemos toda la noche por delante.

Fueron a parar a un club de jazz saturado de humo. Al fondo de la sala brillaban los reflejos caoba de un contrabajo y los destellos de la laca de un piano. También pasaban algunos vestidos rojos de putas chinas. Marc empezaba a preguntarse quién era Alang. ¿Por qué le dedicaba toda la noche? Empezó a temer que fuera homosexual.

—¿Te acuerdas de Peter Hammill? —le preguntó el forense al oído.

Marc no podía más, pero asintió: Hammill era el líder de un grupo de culto de los años setenta, Van Der Graaf Generator. Un autor-intérprete único, de timbre desgarrado, llamado el «Jimi Hendrix de la voz».

—¿Conoces sus discos en solitario? Los que grabó después de la disolución del grupo…

Marc ya no contestaba.

—Todos esos discos —prosiguió su interlocutor— hablan de una sola cosa,
man
: su divorcio. —Alang le rodeó los hombros, en un gesto de solidaridad de borrachos—. Voy a decirte una cosa: de un divorcio no te recuperas jamás.

Marc comprendió por fin a quién —o a qué— debía su noche de pesadilla. Alang era un hombre abandonado, una herida abierta que se negaba a cicatrizar.

A las cuatro de la madrugada, en una discoteca de música techno, en el sótano de un gran hotel, preguntó por fin:

—¿Qué quieres saber exactamente?

Marc había preparado una serie de preguntas que debían llevarlo progresiva y sutilmente a las fotos del cuerpo limpio de Pernille Mosensen. Pero después de las horas que acababa de vivir, y con la cantidad de alcohol que circulaba por sus arterias, dijo simplemente:

—Quiero ver el cuerpo de la víctima.

—Hace mucho que la enterraron en Dinamarca.

—Hablo de las fotos. Las fotos del cuerpo. Lavado.

En la oscuridad lacerada por destellos estroboscópicos, Alang se inclinó hacia él.

—¿Quién te ha dado el soplo?

En un segundo, Marc se despejó por completo. Una sonda de hielo lo atravesó de arriba abajo. Un descubrimiento esencial estaba ahí, al alcance de su mano.

—Nadie —mintió—. Es simplemente para… completar mi trabajo.

Alang se levantó dándole unas palmadas a Marc en la espalda.

—Entonces el viaje no te decepcionará.

35

Era un dibujo.

Una red precisa de heridas.

Al primer golpe de vista, Marc comprendió lo que Reverdi quería mostrar a Élisabeth. Los cortes eran numerosos, pero estaban perfectamente ordenados. Un verdadero esquema anatómico, constituido de incisiones horizontales que partían de las sienes, surcaban el cuello, seguían por encima de las clavículas y se extendían a lo largo de los brazos: bíceps, sangradura del codo, muñecas… En el torso, el motivo continuaba bajo las axilas, rodeaba los pulmones y se estrechaba en las caderas. Las heridas descendían a continuación hacia la región genital y luego por las piernas.

La serie recordaba el punteado de los patrones que se utilizan en costura para indicar las líneas por donde hay que cortar, coser, etc.

Hasta entonces se había hablado de las veintisiete puñaladas y evocado la crueldad del asesino. Marc, como todo el mundo, había dado por supuesto que se trataba de una violencia anárquica, de un desorden bárbaro. El cadáver limpio mostraba, por el contrario, las marcas de un acto minucioso, metódico.

Pese a la hora y a la angustia, Marc había recuperado por completo la lucidez. Aquellas fotografías cambiaban totalmente el juego. Reverdi no era un asesino compulsivo que actuaba bajo los efectos de un ataque. Se había tomado el tiempo necesario para dibujar ese motivo abominable, y el suplicio había durado horas.

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