—Vaya a ver a Wong-Fat. Es uno de los comerciantes han.
Marc seguía moviendo los brazos. Una nieve negra se arremolinaba alrededor de su cabeza.
—Los he visto a todos hoy. —Soplaba y escupía para evitar tragarse un insecto—. Ninguno conocía a Reverdi.
—Este lo conoce. Conoce a todo el mundo. Es un tipo importante. Vive en las montañas de Tanah Rata, en una gran villa construida sobre pilotes. No tiene pérdida.
Percibía la impaciencia del hombre, que no paraba de observar su trampa. Pero Marc tenía una última pregunta:
—¿Las mariposas se sienten atraídas por el azúcar?
—No. Más bien por la sal.
—¿La sal?
—Conozco aquí manantiales salinos donde se pueden ver esplendidas concentraciones. ¿Le interesa?
La escena que había imaginado —las mariposas chupando la sangre azucarada de las mujeres— se desvaneció.
—No, gracias.
Se quitó las gafas de sol y se las devolvió. Solo entonces tomó conciencia de que la luz eléctrica había disminuido de intensidad. Cuando su mirada encontró el foco, detrás de la sábana, vio que la lámpara también estaba cubierta de insectos. Un caparazón negro, móvil, se aglutinaba sobre el cristal ardiente. El rostro del cazador también hormigueaba de arrugas animadas y marrones.
Balbució unas palabras de agradecimiento y bajó corriendo la pendiente.
La casa de Wong-Fat tenía un aire de villa californiana. Una construcción de madera marrón, sobre pilotes, situada en la cima de la colina que domina la ciudad. Al llamar, Marc vio, abajo, los cables telefónicos que atravesaban el cielo y la cinta de la carretera que se estrechaba a medida que descendía. Pensó en San Francisco y sus calles en pendiente.
La puerta se abrió. Le hicieron esperar en un jardincillo gris. Una baldosa escasa de cemento, al lado de una piscina turquesa no mayor que un pozo. Un árbol había crecido junto a la vega. Sus raíces agrietaban la piedra y se extendían hasta un balancín rosa. El cazador de mariposas tenía razón: Marc no había visitado a ese comerciante.
A lo largo de las paredes se alineaban cajas metálicas. Latas de conserva y botes de pintura que gruñían, vibraban y tenían una molesta tendencia a moverse solas. A Marc no le costaba nada imaginar lo que bullía allí adentro. La noche anterior, después de su expedición campestre, sus sueños habían estado poblados de avispas y de zumbidos. Había también botellas llenas de miel y tarros que contenían cera de abeja.
—¿Qué desea?
El tono era hostil. Wong-Fat aparecía enmarcado por las cristaleras, junto al balancín. Debía de tener unos sesenta años, pero llevaba su edad al estilo chino: sin arrugas ni canas. Un rostro semejante a la piel de una naranja. Nada que delatase algo de su persona.
Marc se disculpó —era domingo— y explicó en su mejor inglés las razones de su visita. La investigación.
Le Limier
. Jacques Reverdi.
—No diré nada.
Aquello tenía el mérito de ser claro. Transcurrieron unos segundos en un silencio interrumpido por crujidos y zumbidos procedentes de las cajas. Marc andaba escaso de ideas, así como de energía.
—Oiga —dijo sin convicción—, he recorrido doce mil kilómetros y…
—Ni una palabra sobre ese hombre. Adiós, señor.
A su alrededor, los gruñidos sonaron más fuerte, como si los insectos percibieran la cólera de su amo. Marc hizo un gesto de lasitud y dio media vuelta, pero de repente volvió sobre sus pasos.
—Por favor, es muy importante para mí.
—No tengo nada que decirle. Si tuviera que hablar, lo haría con la policía de mi país.
Marc percibió un matiz soterrado en la entonación. Cuando entrevistaba a alguien, prestaba atención al timbre, a las inflexiones de la voz. Siempre resultaba perceptible un discurso subliminal. En el caso del vendedor de insectos, quería decir exactamente lo contrario. Hablar con la policía era lo último que deseaba. Marc probó suerte marcándose un farol:
—En ese caso, vayamos juntos. Hablaremos en el puesto de Tanah Rata.
El hombre le lanzó una mirada furiosa.
—Adiós.
Se dirigió hacia la salida y asió la manivela de la verja. Marc fue también, pero para interponerse en su camino.
—Muy bien. Iré solo y volveré con ellos.
Los dedos se crisparon sobre los barrotes.
—¿Qué quiere exactamente?
La voz era menos agresiva.
—Todo lo que sabe sobre Reverdi. Lo que le compraba y para qué. Le juro que quedará entre nosotros.
—¿Entre nosotros? ¿Siendo periodista?
El sol estaba ya alto. Marc se puso a la sombra del árbol.
—Hablaré de ello en mi artículo, pero sin citar mis fuentes.
—¿Qué garantía puede darme?
—La garantía del sentido común. Mis lectores son franceses. Les interesa Jacques Reverdi, no Wong-Fat. Su nombre no le diría nada a nadie.
El comerciante no soltaba la verja, pero su cuerpo se relajó. Marc intuía que no volvería a moverse. Lo que tuviera que pasar, pasaría allí, en unos minutos. Atacó de inmediato:
—¿Qué le vendió a Reverdi?
—No puedo decirlo.
—¿Tiene miedo de que lo acusen de complicidad?
Wong-Fat lo miró con asombro.
—No se trata de eso. En absoluto.
—¿Qué teme, entonces?
El hombre miraba fijamente el suelo. La sombra de las hojas danzaba sobre sus rasgos rugosos.
—Es por mi hijo.
—¿Su hijo?
Marc no entendía nada.
—Mi hijo… —Señaló la casa, la piscina, las cajas que seguían temblando—. Cada una de las mariposas, cada uno de los escorpiones los he vendido por él. Para ofrecerle lo mejor. Colegios privados, la facultad de derecho en Gran Bretaña…
Se interrumpió. Los bichos, en su prisión, parecían calmarse también, al unísono con su amo.
—Mi hijo. Un inútil. Un hombre malo.
—¿Malo?
Su rostro parecía crispado por esa idea. La levedad de las sombras contrastaba con la firmeza de sus rasgos. Marc echó un vistazo a las ramas: estaban consteladas de largos insectos verdes, en forma de briznas. Inexplicablemente, el nombre de esos bichos le vino a la mente: fasmos. ¿De dónde lo había sacado?
Wong-Fat repitió:
—Pulsiones malas.
Marc no veía la relación con Jacques Reverdi, pero debía escuchar la confesión.
—Estamos en un país donde ciertas cosas son más fáciles que en otros sitios… Por unos ringgits se pueden satisfacer muchos deseos. En Tailandia es peor. Un puñado de bahts y todo es posible.
El hombre se quedó callado. Sus palabras iban dirigidas a sí mismo. Marc estaba fascinado por los fasmos que desfilaban por su cara.
—Cuando regresó de Inglaterra, mi hijo iba cada vez más a menudo al norte, a la frontera tailandesa. Una vez lo seguí. Localicé todos los burdeles a los que iba e interrogué a los
tauke
, los chinos que regentan ese tipo de establecimientos, sobre los gustos, las preferencias de mi hijo. Lo que averigüé me horrorizó.
De nuevo el silencio, con un
pianissimo
de timbales al fondo, de débiles redobles de tambor.
—Al principio buscaba simplemente vírgenes… —En sus labios apareció una breve sonrisa, una especie de tic—. Es odioso, pero en nuestras regiones es habitual, sobre todo desde la aparición del sida. Además, entre los han las vírgenes están consideradas una fuente de juventud. Pero no era eso lo que le interesaba a mi hijo. En absoluto.
Los insectos continuaban trazando un dibujo de terror sobre su tez de color humo.
—Se bebía su sangre. —Clavó los ojos en los de Marc como para desafiar su juicio—. Las desvirgaba y se bebía su sangre.
Marc pensó en las sospechas de Alang: Reverdi transformado en vampiro. Recordó también la información que este había pedido a Élisabeth: la sangre de la regla, de la virginidad. No. No lo creía.
—Descubrí cosas más inmundas aún —continuaba Wong-Fat, como si ya no pudiera parar—. Pedía a las otras chicas que le guardaran los preservativos usados. Exigía que le orinaran encima. Que le ataran el sexo para que no pudiera gozar. Hacía a las niñas cosas que no me atrevo a decirle. Me di cuenta de que robaba escorpiones y serpientes para sus sesiones. Niñas de diez años. Aterrorizaba a todos los burdeles de la frontera. ¡Y era yo quien pagaba eso!
Nuevo silencio. El sol empezaba a resultar insoportable, pero el comerciante no parecía darse cuenta.
—Cuando volví a Tanah Rata, me abalancé sobre él. No podía articular palabra. Le escupí en la cara. Él me sonrió y me dijo: «Sigue, me encanta». Empecé a pegarle. A golpearle con todas mis fuerzas.
Wong-Fat contuvo con dificultad un sollozo. Marc presentía que no era frecuente ver a un chino llorar.
—No podía parar. Golpeé más y más… Un odio increíble me movía. Cualquiera hubiera dicho que siempre lo había odiado.
De repente sonrió, admirando el paisaje devastado de su vida.
—Cuando por fin conseguí dominarme, él estaba cubierto de sangre. Oí algo agudo, tenue… Estaba llorando. Mi pequeño lloraba. Me precipité hacia él. Todo mi odio había desaparecido. Lo abracé y entonces creí morir: estaba riendo. ¡Riendo!
Wong-Fat se quedó en silencio y le dio una patada a una caja de achicoria que andaba por allí; la tapa se abrió y salieron grandes insectos que echaron a volar con un zumbido de helicóptero.
—Ese cerdo estaba acurrucado sobre su propio goce. Vi sus manos: las tenía cerradas sobre la entrepierna. Mientras yo lo apaleaba, él se tocaba.
Miró a Marc con sus ojos negros de contornos amarillentos. —Yo soy un hombre sencillo, señor. Siempre he vivido con los insectos. Todo lo que he ganado ha sido gracias a ellos. ¿Cómo voy a poder comprender semejantes desviaciones? Lo eché. Es un monstruo.
Se produjo un largo silencio. Marc seguía sin entender el motivo de aquella confesión. Se dio cuenta de que un fasmo corría por una de sus manos, pero no se movió por miedo a interrumpir las confidencias.
—¿Y Reverdi? ¿Cuál es el vínculo con su hijo? ¿Se conocen?
—Actualmente mi hijo es abogado en Kuala Lumpur.
—¿Y?
—Mi hijo es el abogado de Jacques Reverdi. Se supone que ha sido nombrado de oficio, pero yo sé que ha pagado para hacerse cargo del caso. Está fascinado por ese asesino.
La revelación explotó en su mente. ¿Cómo no había caído en la cuenta, si había enviado sus cartas a «Jimmy Wong-Fat»? El vampiro era el defensor de Jacques Reverdi. De repente se sintió desazonado: Jimmy era el único ser humano, además de él y de Reverdi, que sabía de la existencia de Élisabeth. Sacudió el brazo para liberarse de los insectos.
—Se ha acercado a Reverdi como un discípulo se acerca a su maestro —concluyó el chino—. Para perfeccionarse en el dominio del mal. No quiero que se sepa que yo también conocía a ese asesino. Eso podría agravar las sospechas contra mi hijo.
Marc intuyó que la confesión del comerciante había finalizado sin que este le hubiera revelado lo esencial.
—¿Puede decirme al menos lo que le compraba?
El vendedor negó con la cabeza y abrió la verja.
—No. Quiero olvidar todo eso. Ahora que sé que Reverdi es un asesino, imagino lo que les hace a las chicas.
—¿Qué?
El hombre escupió al suelo.
—Déjelo. Sobrepasa el entendimiento.
La verdad estaba allí, cerquísima, pero Marc sabía que no la obtendría.
—Se lo ruego… ¿Qué le compraba? Contésteme. Si no, iré a ver a la policía, iré…
—Vaya a ver a quien quiera. Me tiene sin cuidado. En el fondo, ya solo espero una cosa: que cuelguen a Reverdi. Lo antes posible. Antes de que convierta a mi hijo en un asesino.
La carretera se incendiaba en el crepúsculo.
Marc circulaba pisando a fondo el acelerador, sin preocuparse de mantenerse ni a la derecha ni a la izquierda. Dominado por su sentimiento de derrota. La dirección que le había indicado Reverdi era la de las Cameron Highlands. Allí era donde había un secreto que descubrir. Pero no lo había conseguido. No había encontrado los «Jalones de Eternidad».
Un viaje perdido.
Y unas consecuencias definitivas.
«No podrás cometer ningún error», había escrito Reverdi. Marc notaba que un regusto amargo le quemaba la garganta. Golpeó el volante y se concentró en la carretera.
Los bosques se hacían más espesos, la línea del horizonte ardía. El paisaje entero se convertía en un licor rosa, denso, languideciente. En ese marco, los automóviles, flechas de metal recalentado, pasaban a gran velocidad, vibraban, como imágenes aceleradas. Era domingo por la noche: un regreso de fin de semana en versión fulminante.
A la salida de la autopista, en los alrededores de Ipoh, en la nacional que ya le había llamado la atención a la ida por sus peligros, el caos alcanzaba su punto culminante. Mientras que el paisaje perdía toda precisión, los coches circulaban sin ninguna prudencia. Adelantaban por la derecha, por la izquierda, por el centro, invadiendo los arcenes, tocando el claxon para abrirse un paso que no existía, que no podía existir.
Agarrado al volante, Marc evitaba por los pelos las colisiones. Muy pronto, el polvo ocre se ensombreció hasta hacerse negro. La circulación se ralentizó. Todo el mundo tuvo que aminorar la marcha. Charcos de aceite en la calzada: un accidente. Una humareda negruzca que dejaba escapar, convulsivamente, una visión del infierno.
Un coche se había salido de su carril y había chocado contra un camión que circulaba en sentido inverso. Estaba ardiendo, encastrado bajo el parachoques del semirremolque. Imposible no imaginar al conductor partido en dos. No se veía nada, pero la sangre, las llamas y el olor no dejaban lugar a dudas. Como todos los demás, al llegar a la altura de la escena, Marc miró de pasada en esa dirección, temiendo lo que podría ver.
Los servicios sanitarios aún no habían llegado, pero varios automovilistas caminaban por la calzada agarrados a su teléfono móvil. Marc continuaba avanzando. Creyó, aliviado, que había dejado atrás la zona amenazadora, cuando vio una forma oscura descansando sobre la hierba.
Un brazo.
Un brazo seccionado, proyectado a más de veinte metros del lugar del impacto.
Algunos conductores lo habían visto, pero nadie se atrevía a tocarlo. Marc interpretó ese detalle terrorífico como un presagio. Debía abandonar la investigación…, en el caso poco probable de que la investigación no lo abandonara a él. Planeaba un peligro. Tenía que poner fin a aquella maquinación. Volver a París lo más deprisa posible.