La línea negra (43 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Reverdi podía pasar a la acción.

Se quitaba la mascarilla y se ponía en apnea.

Esa era la increíble verdad: Reverdi no temía ese espacio mortal porque podía permanecer varios minutos sin respirar. La pureza de la choza era «su» pureza.

Una vez más, Marc pensó en las palabras de la doctora Norman acerca de la escena del crimen, que era una extensión de la personalidad de Reverdi. La psiquiatra tenía toda la razón. La Cámara de Pureza se había convertido en una proyección de su cuerpo. Su ser, su poder se habían extendido hasta las paredes de la celda.

La víctima moría realmente en el «reino» de Reverdi. En el seno de su fortaleza: la apnea.

Marc retomó la escena. Prácticamente ya no quedaba aire sano, las velas temblaban, la mujer se debilitaba.

Entonces, antes de que exhalara el último suspiro, Reverdi cogía una vela y pasaba la llama sobre las heridas para abrirlas haciendo que la miel seca se fundiera. Al mismo tiempo, quitaba la mordaza a su víctima a fin de que pudiera dar las últimas bocanadas de aire. Había un vicio extremo en ese método, pues la boca jadeante y la llama se disputaban las últimas parcelas de oxígeno. La vela mataba a la mujer de dos maneras distintas: fundiendo la miel de las heridas y robándole aire.

Marc congeló la imagen. ¿Por qué Reverdi mataba dos veces a su víctima, asfixiándola y sangrándola?

Aún no lo había comprendido todo.

Siguió concentrándose y se situó en el punto de vista del asesino. Contemplaba la sangre que brotaba de los brazos, de los muslos, del torso (advertía, de pasada, la razón de ser de las linternas frontales desperdigadas por el suelo de las cabañas: en una habitación privada de aire, las velas acababan por apagarse; para ver su obra hasta el final, Reverdi tenía que utilizar la electricidad). Marc admiraba, a su pesar, la hemoglobina que manaba por sus múltiples fuentes, como torrentes de montaña. Ese cuerpo torturado se convertía en un glaciar de sangre fundido con fuego.

Tuvo otro destello. El rojo. El ritual iba encaminado exclusivamente a eso. A contemplar el color escarlata en un espacio absolutamente puro.

La ausencia de oxígeno debía de provocar determinado efecto en el color de la sangre. Debía de producirse una transmutación química entre la hemoglobina y el gas carbónico.

Marc necesitaba la ayuda de un experto. Un solo nombre acudió a su mente: Alang, el forense. Rebuscó en sus bolsillos y encontró el teléfono móvil que había alquilado en Phuket.

El médico contestó enseguida. En cuanto reconoció la voz, rompió a reír. Esa espontaneidad y esa alegría emocionaron a Marc. Estuvo a punto de echarse a llorar, pero se aferró a sus propias palabras.

—Te llamo para pedirte un consejo. Tengo que preguntarte una cosa.

—Yo también: ¿quién es un trovador escocés, con abrigo rojo, reconvertido en criador de salmones?

Marc suspiró. Se apartó del momento presente y buscó entre sus recuerdos musicales. Lo absurdo de la situación superaba todo lo imaginable.

—Ian Anderson, del grupo Jethro Tull.

—Eres una joya. ¿Qué quieres saber?

Marc cerró los ojos. El calor lo estaba matando. Una cortina de sudor se aglutinaba sobre sus párpados.

—Imagina…, y digo exactamente eso, imagina…, que alguien hace manar sangre en una habitación totalmente privada de oxígeno.

—Sé más concreto. ¿Te refieres a sangre almacenada en un laboratorio o a sangre de un cuerpo herido?

—De un cuerpo. De una herida.

—¿Está relacionado con Reverdi?

—¿Con quién si no? La sangre fluye en una atmósfera cerrada, sin oxígeno.

—No lo entiendo. En ese caso, ¿la víctima ya está muerta?

Marc estuvo a punto de gritar, pero logró contenerse.

—Todo sucede a la vez: la víctima se desangra al mismo tiempo que se asfixia. La escena se desarrolla en una habitación al vacío, ¿comprendes?

—Continúa.

—Esa ausencia de oxígeno, ¿influye en el color de la sangre?

—Más bien sí.

—¿De qué color sería en ese caso?

—No tendría color.

—¿Cómo?

—La sangre sería negra. Absolutamente negra. Es el oxígeno lo que da el color rojo a la hemoglobina. Sin él, la sangre se vuelve muy oscura. Por eso las venas, en la superficie de la piel, son azules; la sangre, poco oxigenada ahí, es pardusca. También por eso el cuerpo de una víctima asfixiada es gris. Se trata de un fenómeno conocido con el nombre de cianosis, del griego
kuanos
, que significa azul oscuro. En el caso que me planteas, yo creo que la sangre sería especialmente oscura.

Marc, incrédulo, insistió:

—¿Por qué?

—Porque la hemoglobina ya no tendría ningún contacto con moléculas de oxígeno, ni en el interior del cuerpo ni en el exterior. Sería una desoxihemoglobina pura. Una sangre tan oscura que sería negra. En Malaisia, esa «sangre negra» es objeto de muchas leyendas. Es el color de la muerte y…

Marc ya no escuchaba las palabras de Alang. Había tenido esa información desde el principio. La ginecóloga con la que había hablado en París al comienzo de la investigación le había dicho: una sangre oscura. Una sangre venosa, poco oxigenada.

El negro.

La sangre negra.

La búsqueda de Jacques Reverdi.

Transformar a cada mujer en fuente de sangre negra.

«El Color de la Verdad, que es también el Color de la Mentira.»

Marc colgó. La blancura del sol lo hacía tambalearse. Manchas oscuras danzaban bajo sus párpados. Estaba a punto de desmayarse. La verdad lo penetraba como una sustancia lenta y demasiado densa, saturada de evidencias, de lógica, de locura…

Iba a tener que acostumbrarse a esa demencia.

Porque era esa pulsión criminal lo que había querido mirar directamente a los ojos.

¿A cuántas mujeres había matado Reverdi para maravillarse ante el negro absoluto?

66

Huir.

Huir con el secreto.

Marc tomó un taxi y atravesó Bangkok en dirección al aeropuerto. No veía nada, no oía nada, no sentía nada. Ensordecido por los latidos de su propio corazón. Sus dedos se hundían en la bolsa de viaje hasta hacer que los nudillos se pusieran blancos. Alejarse de ese país. Alejarse de la pesadilla. Llevarse su secreto lo más lejos posible.

La neutralidad del aeropuerto fue un alivio. Se dirigió hacia el mostrador de las clases económicas, pero cambió de parecer. Teniendo en cuenta su estado, y el tesoro que tenía en su poder, decidió regalarse una vuelta de lujo.

Se acercó a la ventanilla de la Cathay Pacific, una de las compañías aéreas asiáticas más prestigiosas, y compró un billete de primera clase. Un violento martillazo en su hucha: casi cinco mil euros por un simple billete de vuelta. Pero ¿y qué? Era una buena manera de empezar a gastar el adelanto sobre los derechos de autor que iba a sacarles a los editores. Seguía apretando maquinalmente su bolsa de viaje. Su ordenador. Su libro. Su futuro.

El billete que había comprado permitía acceder al salón VIP del aeropuerto. Un gran espacio cálido, de líneas y simetrías sobrias.

Marc vio en ese lugar austero un símbolo. Había llegado el tiempo del orden, de la estructura. Decidió escribir la trama definitiva de la novela mientras esperaba su vuelo. Ahora que sabía cuál era el punto de llegada, le resultaba fácil trazar la línea decisiva.

Se dirigió al bar y se preparó un plato de tapas. Se sirvió una copa de champán y fue directamente al
business-center
, una gran jaula de cristal donde había ordenadores, teléfonos y faxes alineados.

Se sentó y conectó su ordenador a la corriente. Antes de empezar con el trabajo propiamente dicho, tenía que hacer limpieza. Se conectó con su servidor, Voilà, y abrió la página de inicio. En unos pasos, canceló su cuenta de correo. El programa le preguntó si estaba seguro de su decisión y le informó de que tenía un mensaje sin leer: sin duda la última cita de Reverdi, en el locutorio de la prisión de Kanara. Marc confirmó la cancelación. Borró para siempre el último mensaje y su dirección de correo electrónico.

A partir de ese momento era imposible ponerse en contacto con Élisabeth.

Élisabeth Bremen estaba muerta.

Muerta y enterrada.

Unas semanas más tarde le tocaría el turno a Reverdi.

Juzgado y ejecutado.

Ya no quedaría nada de esa pasión epistolar, de ese gran amor ficticio. Nada, excepto una novela que, si Marc se aplicaba un poco, podía convertirse en un éxito.

Pero Élisabeth merecía un funeral más serio. Cerró el ordenador, lo metió en la cartera y se fue a los lavabos con el aparato bajo el brazo, después de haber cogido una caja de cerillas de la barra del bar. Se encerró en una cabina y registró el bolsillo posterior de la cartera. Allí era donde llevaba, a modo de amuleto, el retrato de Jadiya.

Se aseguró de que no había detectores de calor encima de él y, con precaución, mantuvo la fotografía sobre la taza del váter y le prendió fuego. Contempló la llama mordiendo el papel brillante, devorando la cara de la chica.

—Adiós, Élisabeth —susurró, dirigiéndole una sonrisa.

Cuando los últimos restos negruzcos aterrizaron en el fondo del agua, tiró de la cadena y recordó una escena idéntica vivida años antes. Cuando había destruido en los lavabos de una famosa revista el certificado de defunción de lady Diana. En aquella época, esa pequeña hoguera había marcado su adiós a la princesa y a su oficio de
paparazzo
.

Ahora su destino daba de nuevo un giro.

Dejaba a Élisabeth y se hacía escritor.

De vuelta en el centro de negocios, empezó a elaborar el esquema de la novela. Su propia calma lo sorprendía. En realidad, era una paz superficial, precaria. Seguía sintiendo náuseas y su angustia amenazaba con explotar en un largo grito de un momento a otro. Era cómplice de un asesino. Era el único ser del mundo que poseía su secreto.

Durante un breve instante, se sintió tentado de cambiar totalmente de rumbo: vuelta a Malaisia, entrevista con el juez, declaración bajo juramento y cartas a modo de pruebas… Aquello no duró. Vació la copa de champán y se puso a escribir. ¿De qué serviría aclarar esos crímenes en el marco de un proceso cuyo resultado se sabía por anticipado, cuando podía convertirlos en un espléndido thriller?

Se concentró en la sinopsis. Tardó menos de una hora en redactar el texto. Sin volver atrás ni una sola vez. Luego leyó las veinte páginas con satisfacción. No, eso era quedarse corto. Saboreó cada palabra con una exaltación cercana al éxtasis. Le temblaban las manos. El corazón le latía desacompasadamente. Estaba seguro de que tenía una intriga «explosiva». Una pequeña revolución. Y lo que le hacía estar más convencido era que él no tenía nada que ver.

Contemplaba, en la superficie reluciente del ordenador, un diamante puro. La locura, mostrada con absoluta transparencia, de Jacques Reverdi. La había encontrado, aislado, limpiado… y ahora la contemplaba desde todos los ángulos.

Llevado por su entusiasmo, Marc se dijo que ya podía buscar un editor. Solo conocía a uno, un especialista en sucesos para el que había escrito varios textos.

Buscó en su cuenta de correo —la verdadera, la de Marc Dupeyrat— la dirección electrónica de su contacto.

Transformó la sinopsis en mensaje electrónico y redactó unas líneas de introducción, explicando que en el transcurso de un viaje al Sudeste Asiático se le había ocurrido esa intriga. Acababa el mensaje con la pregunta: «¿Le interesa?».

Conocía la respuesta. Se disponía a enviar el mensaje cuando se percató de que la novela no tenía título. Sin vacilar, escribió al principio del texto, en letras mayúsculas:

SANGRE NEGRA

El regreso
67

Cuando abrió los ojos, el avión estaba atravesando las nubes de París.

Marc pensó en viejos harapos pringosos. La suciedad y el olor de la ciudad habían permanecido en el fondo de sus ojos, de su nariz…, e incluso en el interior del avión, en la clase
business
, le parecía notarlos. Miró por el ojo de buey: las luces de la Île-de-France, minúsculas, parpadeaban en la turbulencia del amanecer. La mañana de ese jueves, 5 de junio, Marc era incapaz de pensar absolutamente nada.

Solo había dormido unas horas, revolviéndose en el asiento. Había hecho el viaje en tensión. Miembros rígidos, manos ardientes. Nada más despegar, su exaltación del salón VIP se había transformado en angustia y nada había podido eliminarla: ni los pinchitos con salsa satay, ni las encantadoras azafatas, ni la elección de películas en su pantalla. Marc había revivido toda su experiencia. El vuelo se había convertido en una enfermedad de catorce horas.

—Abróchese el cinturón, por favor.

Marc obedeció. A medida que se despertaba, sus ideas iban ordenándose. Vio la bandeja con el desayuno a su lado. Mientras devoraba huevos revueltos y cruasanes, pensó en su aventura, en sus descubrimientos, en su libro. Lo había conseguido. Se había apoderado de la mente de un asesino. Permanecía en el seno de su locura como el arqueólogo que penetra en la cámara funeraria de una reina. Y ahora estaba lejos. A doce mil kilómetros del asesino. A salvo en su ciudad. Dueño y señor de su botín. Podría continuar su viaje con la imaginación. Llevado por la ficción, profundizaría en su estudio, explotaría la menor señal, la menor coherencia del universo del criminal.

Cuando el avión tomó tierra, su presentimiento se convirtió en certeza. Había llegado al límite de la angustia: la luz lo esperaba, la verdad iba a coincidir con la fama, la riqueza y, por fin, la paz.

A las seis de la mañana, el aeropuerto de Roissy se asemeja a los cuadros metafísicos de Giorgio De Chirico. Inmensa rotonda desierta, donde la existencia parece perder todo punto de referencia, toda legitimidad. Un gran vacío en forma de concha, donde la vacuidad del ser resuena interminablemente.

Su bolsa fue una de las primeras en aparecer en la cinta transportadora: privilegio de las primeras y de las
business
. La cogió y salió a la incierta luz del día. A bordo del taxi, el efecto de harapos se reforzó. La luz lúgubre parecía impregnar los cristales. A lo largo de la autopista se extendían llanuras, descampados olvidados, campos de batalla sin cadáveres. Había experimentado muchas veces esa sensación de fin del mundo después de un largo viaje, al amanecer. El presentimiento de que había sucedido algo durante su ausencia. Una guerra atómica, un terremoto. Tan solo quedaban en pie las vallas publicitarias, últimas convulsiones de un mundo acabado.

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