Read La mano de Fátima Online

Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (104 page)

BOOK: La mano de Fátima
6.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Es una buena solución, señor! —prosiguió el tullido, animado por el silencio de su amigo—. Tú estás solo, ella debe casarse si no quiere acabar encerrada en un convento… todo se arreglaría.

Hernando le escuchaba, atónito. ¿Podía estar hablando en serio? Comprendió que así era.

—Miguel —dijo despacio—, tú mejor que nadie sabes que ésta no es una cuestión fácil para mí.

El joven le sostuvo la mirada, desafiante.

—Miguel —continuó Hernando, tratando de buscar una respuesta—, aun en el supuesto de que yo estuviera dispuesto a contraer matrimonio con esa muchacha, a la que por cierto ni siquiera conozco, ¿crees que un altivo jurado de Córdoba lo consentiría? ¿Crees que permitiría que su hija se casase con un morisco? —Miguel intentó contestar, como si tuviera la solución, pero Hernando le impidió hacerlo—. Espera… —le instó.

De pronto se dio cuenta de lo que realmente le sucedía a Miguel. Había estado tan absorto en sus propios pensamientos aquellos últimos tiempos que no había reparado en la transformación del muchacho.

—Creo que existe otro problema todavía más difícil de solucionar… —Clavó sus ojos azules en los de aquel que podía contarse como su único amigo y dejó transcurrir unos instantes—. Tú…, tú estás enamorado de esa muchacha, ¿verdad?

El tullido escondió su mirada, unos instantes tan sólo, antes de volver a enfrentarla a la de Hernando con determinación.

—No lo sé. No sé qué es amar a alguien. A Rafaela… ¡le gustan mis historias! Se tranquiliza cuando acaricia a los caballos y les habla. En cuanto entra en las cuadras deja de llorar y se olvida de sus problemas. Es dulce e ingenua. —Miguel dejó caer la cabeza, negó con ella, y se llevó la mano al mentón. Ante aquella visión, Hernando notó que le flaqueaban las fuerzas y se le hacía un nudo en la garganta—. Es… es delicada. Es bella. Es…

—La quieres —afirmó en voz baja y firme. Carraspeó un par de veces—. ¿Cómo viviríamos en esta casa? ¿Cómo podría casarme con la mujer de la que me consta estás enamorado? Nos cruzaríamos todo el día, nos veríamos. ¿Qué pensarías, qué imaginarías durante las noches?

—No lo entiendes. —Miguel continuaba cabizbajo. Hablaba en susurros—. Yo no pienso nada. No imagino. No deseo. Yo no puedo amar a una mujer como la ama un esposo. Nunca me han respetado. ¡Sólo soy escoria! Mi vida no vale una blanca. —Hernando trató de intervenir, pero en esta ocasión fue Miguel quien se lo impidió—. Nunca he tenido más aspiración que la de llevarme un hueso o un pedazo de pan podrido a la boca. ¿Qué más da si la quiero o no? ¿Qué importa lo que yo desee? Siempre, a lo largo de los años, mis ilusiones se han perdido, enmarañadas en mis piernas. Pero hoy tengo una, señor. Y es la primera vez en mi asquerosa existencia que creo que, con tu ayuda, podría conseguir que se cumpliera. ¿Te das cuenta? Durante los diecinueve años con los que debo contar, nunca, ¡nunca!, he tenido la oportunidad de ver cumplido uno de mis deseos. Sí. Tú me has recogido y me has dado trabajo. Pero ahora te estoy hablando de mi anhelo, ¡únicamente mío! Sólo pretendo ayudar a esa muchacha.

—Y ella, ¿te quiere?

Miguel alzó el rostro y torció el gesto en una amarga sonrisa.

—¿A un tullido? ¿A un criado? Te quiere a ti…

—¿Qué dices…? —Hernando llegó a levantarse de la silla.

—Le he hablado tanto de ti que creo que sí, que te quiere; por lo menos te admira profundamente. Tú has sido el caballero de mis historias, el salvador de doncellas, el domador de fieras, el encantador de serpientes…

—¿Te has vuelto loco? —Los ojos azules de Hernando parecían a punto de salirse de sus órbitas.

—Sí, señor —respondió Miguel, con el semblante congestionado—. Es una locura lo que llevo viviendo desde hace algún tiempo.

Esa misma noche, Miguel subió a buscarle a la biblioteca, donde Hernando había empezado a transcribir de nuevo el evangelio de Bernabé a petición de los de Granada. Si don Pedro y sus amigos de Granada insistían en enviar el ejemplar que él escondía en su biblioteca, debía necesariamente hacer una transcripción del texto. Los había convencido de que no era el momento de desprenderse de ella, pero tal vez no tuviera tanta suerte la próxima vez. Hernando no podía evitar albergar dudas respecto al sultán. ¿Sería el otomano capaz de ayudar al pueblo morisco? Aunque, en esta ocasión, cuando llegara el momento, sólo tendría que dar a conocer el evangelio que anunciaba el Libro Mudo; no se trataba de lanzar a su armada contra los dominios del rey de España, tan sólo debía convertirse en ese rey de reyes que anunciaba la Virgen María y desvelar las mentiras de los papaces.

—Señor —le distrajo el muchacho—, me gustaría que conocieras a Rafaela.

—Miguel… —empezó a quejarse.

—Por favor, acompáñame. —Su tono de voz era tan implorante que Hernando no pudo negarse. Además, en el fondo, sentía cierta curiosidad.

Rafaela esperaba junto a Estudiante. Entrelazaba los dedos de una mano en sus largas y tupidas crines mientras con la otra le acariciaba el belfo. La luz era escasa; una sola lámpara alejada de la paja iluminaba tenuemente las caballerizas. Hernando vio a la muchacha, que lo recibió con recato, cabizbaja. Miguel se quedó algo por detrás, como si pretendiera con ello separarse de la pareja. Hernando titubeó. ¿Por qué estaba nervioso? ¿Qué le habría contado Miguel además de convertirle en el protagonista de sus historias? Se acercó hasta Rafaela, que continuaba con la mirada clavada en la paja. La muchacha vestía una saya, terciada en su cintura para que no se ensuciara, con lo que mostraba una vieja basquiña que le llegaba a la altura de los zapatos, y, en el cuerpo, un jubón abierto con mangas, sobre la camisa. Todo en color pardusco; todo cayendo a peso, como si aquellas sencillas ropas no encontrasen turgencia en la que apoyarse. ¿Qué le habría prometido Miguel? Quizá…, ¿habría sido capaz de decirle que se casaría con ella para librarla del convento antes de consultárselo?

De repente se arrepintió de haber acudido a las cuadras. Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, pero se topó con Miguel, plantado en el pasillo, firme sobre sus muletas.

—Señor, te lo ruego —le suplicó el muchacho.

Hernando cedió y se volvió de nuevo hacia Rafaela. La encontró mirándole con unos ojos castaños que incluso en la penumbra pregonaban su desconsuelo.

—Yo… —trató de excusar su intento de huida.

—Os agradezco de corazón lo que estáis dispuesto a hacer por mí —le interrumpió Rafaela.

Hernando se sobresaltó. La dulzura de la voz de la muchacha le sobrecogió; sin embargo, ¿qué era lo que había dicho? ¡Miguel! ¡Había sido capaz! Iba a volverse hacia el tullido, pero la muchacha continuó hablando:

—Sé que no soy gran cosa; mis padres y hermanos no cesan de repetírmelo, pero estoy sana. —Sonrió para acompañar tal afirmación, dejando a la vista sus dientes, blancos y perfectamente alineados—. No he padecido ninguna enfermedad y en mi familia somos extremadamente fértiles —continuó. Hernando se sintió abrumado. La sinceridad y vulnerabilidad de aquella voz le estremecían—. Soy una buena y piadosa cristiana y os prometo ser la mejor esposa que podáis encontrar en toda Córdoba. Os compensaré con creces el que mi padre no aporte dote alguna —añadió poniendo fin a su discurso.

El morisco no encontró palabras. Gesticuló y se removió inquieto. La candidez de la muchacha despertó su ternura; sus tristes ojos castaños expresaban un dolor desapasionado que hasta Estudiante, extrañamente quieto junto a ella, parecía palpar todavía. Sólo la respiración acelerada de Miguel, a sus espaldas, desentonaba en el ambiente.

—Soy cristiano nuevo. —Fue lo primero que se le ocurrió decir.

—Sé que vuestro corazón es limpio y generoso —afirmó ella—. Miguel me lo ha contado.

—Tu padre no permitirá… —balbuceó Hernando.

—Miguel cree tener la solución.

En esta ocasión sí que giró la cabeza hacia el tullido. ¡Sonreía! Lo hacía con aquellos dientes rotos en sierra, tan diferentes a los de Rafaela. Miró al uno y a la otra alternativamente. Las miradas ansiosas de ambos parecían acorralarlo. ¿Qué solución sería aquélla?

—¿No será nada contrario a las leyes? —le preguntó a Miguel.

—No.

—Ni a la Iglesia.

—Tampoco.

¿Cómo iba a permitir don Martín Ulloa la boda de su hija con un morisco hijo de una condenada por la Inquisición?, se preguntó entonces. Era de todo punto inimaginable. Ni siquiera necesitaba excusarse con Rafaela; sería su propio padre quien impidiera la boda, por lo que bien podía seguir el plan propuesto por Miguel sin necesidad de ser él quien frustrase las expectativas de ambos.

—Estoy cansado —se excusó—. Mañana hablaremos, Miguel. Buenas noches, Rafaela.

—Espera, señor —le rogó Miguel cuando Hernando pasaba por su lado.

—¿Qué quieres ahora, Miguel? —inquirió con voz cansina.

—Tienes que verlo tú, personalmente. Sólo te robaré un rato más de tu descanso. —Hernando suspiró, pero la actitud de Miguel le obligó a ceder de nuevo. Asintió con la cabeza—. Ven —le pidió el muchacho—, tenemos que apostarnos en el primer piso.

Tal y como lo dijo, giró sobre sus muletas y se dispuso a salir de las cuadras.

—¿Y Rafaela? —protestó Hernando—. Ella no puede acceder a nuestra casa. Es una joven soltera. —Miguel no le hizo caso, como si pretendiera que Rafaela esperase allí su vuelta—. Regresa a tu casa, muchacha —la instó entonces Hernando.

—Ahora no puede hacerlo —oyó que decía Miguel, saltando ya hacia la puerta—. Es peligroso.

—¿Qué quieres decir?

—Ella nos esperará aquí, con los caballos.

La voz se perdió tras el tullido, que salió al patio sin esperar.

Hernando se volvió hacia Rafaela, que le contestó con una sonrisa, y siguió a Miguel. ¿Por qué no podía volver a su casa la muchacha? ¿Qué peligro corría? Miguel, agarrado a la barandilla, ya ascendía por las escaleras al piso superior. Le dio alcance en los últimos peldaños.

—¿Qué pasa, Miguel?

—Silencio —le rogó el tullido—. No deben oírnos. Ahora lo verás.

Recorrieron la galería superior hasta donde el edificio se cortaba sobre el callejón ciego que daba a la salida de las caballerías. Miguel se movió despacio, tratando de no hacer ruido. Al llegar al final, Hernando le imitó y se pegó a la pared, oculto, en la esquina que permitía la vista sobre el callejón.

—No creo que tarden mucho más, señor —susurró, uno al lado del otro, hombro con hombro, pegados a la pared—. Es la hora de costumbre. —Hernando no quiso preguntar—. Te felicito, señor —volvió a murmurar Miguel al cabo de un rato de espera—: te llevas a la mejor mujer de toda Córdoba. ¿Qué digo Córdoba? ¡De España entera!

Hernando negó con la cabeza.

—Miguel…

—¡Ahí están! —le interrumpió el joven—. Silencio ahora.

Hernando asomó la cabeza para vislumbrar en la oscuridad cómo dos figuras se detenían ante la portezuela por la que solía escapar Rafaela. Entonces comprendió la razón por la que la muchacha no podía abandonar las cuadras. Al cabo, un hombre con una linterna abrió la portezuela desde el patio del jurado y la luz iluminó el rostro de dos mujeres, que se acercaron a don Martín Ulloa, a quien no le costó reconocer. Las mujeres le entregaron algo al jurado y desaparecieron al amparo de las sombras del callejón. Don Martín cerró la puerta y los destellos de su linterna fueron apagándose.

Hernando abrió las manos hacia su amigo.

—¿Y bien? ¿Era esto lo que tenía que ver? —inquirió.

—Hará dos semanas —le explicó Miguel en el momento en que consideró que el jurado ya debía de estar en el interior de su casa—, mientras estabas de viaje en Granada, de poco nos topamos con las mujeres y el padre de Rafaela. Desde entonces, noche tras noche, he tenido que comprobar que se iban para que Rafaela pudiera volver a su casa.

—¿Qué significa esto, Miguel? —Hernando se separó de la pared y se irguió frente al muchacho.

—Esas mujeres, como tantas otras que vienen por aquí, son mendigas. Una noche reconocí a una de ellas: la Angustias, la llaman. Volví a salir a las calles y me mezclé con…, con mi gente. No conseguí ni una moneda de vellón, ni siquiera falsa. —Sonrió en la oscuridad—. Debo de haber perdido la costumbre…

—Abrevia, Miguel —atajó Hernando—. Es tarde.

—De acuerdo. Estuve haciendo preguntas aquí y allá. Esas dos que has visto esta noche se llaman María y Lorenza. Lorenza era la más bajita…

—¡Miguel!

—Alquilan niños para mendigar —soltó Miguel, con voz firme.

Hubo un momento de silencio, antes de que Hernando reaccionara.

—¿Al jurado? —preguntó, por fin, sorprendido.

—Sí. Es un buen negocio. El jurado pertenece a la cofradía que se ocupa de los niños expósitos y se encarga de decidir a quién deben entregarse. Los niños se adjudican a mujeres cordobesas, a las que se les pagan unos pocos ducados al año para que les den el pecho si todavía son mamones o para que los mantengan si ya no maman. Esas amas de cría, a su vez, se los alquilan a las mujeres que has visto para que mendiguen con los niños. Mueren muchos de ellos… —La voz de Miguel se quebró en la última frase.

—¿Qué tiene que ver el jurado en ello?

—Todo —replicó el joven, a quien el interés de Hernando dio nuevos ánimos—. Los estatutos de la cofradía disponen que un visitador compruebe periódicamente si los niños que se han entregado se encuentran con las personas a las que se les paga por ello; si viven y cuál es su estado de salud. Don Martín y el visitador están conchabados. Uno los entrega a las mujeres que le interesan y el otro hace la vista gorda. Cada semana, las mendigas vienen a pagar la parte que corresponde al jurado; lo mismo hacen con el visitador. Rafaela me ha contado que su padre necesita mucho dinero para sus lujos, para equipararse a los veinticuatros del cabildo municipal. Podría cantarte los nombres de la última docena de niños que han sido entregados, los de aquellas a quienes se les han dado y los de las mendigas que hoy los arrastran por las calles.

Hernando entrecerró los ojos.

—¿Dices que mueren muchos? —preguntó, mientras negaba con la cabeza.

—Esto no es más que un negocio, señor. Por desgracia lo conozco bastante bien. Hay algunos niños que logran arrancar las lágrimas y la compasión de la gente; otros no. Estos últimos no sirven. Tampoco se puede pedir limosna con niños gordos y bien alimentados; es la regla fundamental de este oficio. Todos ellos están en los huesos. Sí, señor, mueren de hambre, mordidos por las ratas o de la más benigna de las calenturas, y nada de eso termina reflejándose en los libros de la cofradía.

BOOK: La mano de Fátima
6.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

TAUT by JA Huss
Donnel's Promise by Mackenzie, Anna
Payback Ain't Enough by Clark, Wahida
Darkness at Noon by Arthur Koestler, Daphne Hardy
Tall Cool One by Zoey Dean
Future Indefinite by Dave Duncan
Two Bowls of Milk by Stephanie Bolster
Year of Being Single by Collins, Fiona