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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (28 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Limbeck se dijo que tenía que descubrirlo de una vez por todas, y el único medio de hacerlo era espiar a los elfos. Averiguaría dónde llevaban a Haplo y, a ser posible, qué hacían con él. Y qué les hacía él.

Hizo un ovillo con lo que quedaba del segundo calcetín, lo depositó en un rincón y, moviéndose con más sigilo (sin las botas) de lo que había hecho ningún enano en toda la historia de su raza, avanzó por el pasadizo tras Haplo y el elfo.

Haplo no tenía idea de dónde estaba, salvo que lo habían llevado a uno de los túneles subterráneos excavados por la Tumpa-chumpa. Aquél no era un túnel sartán... No. Una rápida mirada a la pared le confirmó su impresión. No había runas sartán por ninguna parte. Reprimió el pensamiento tan pronto como le vino a la mente.

Por supuesto, si no lo conocían previamente, las serpientes ya estaban, a aquellas alturas, al corriente de la existencia de los túneles secretos de los sartán. Aún así, era mejor no ponerlas al corriente de nada más, si podía evitarlo.

A no ser porque Bane...

—¿El muchacho? —La serpiente elfo se volvió hacia él—. No te preocupes. Lo he mandado con mis hombres. Elfos verdaderos, naturalmente. Yo soy su capitán, Sang-Drax; es mi nombre en elfo. Muy adecuado, ¿no te parece?
{27}
Sí, he mandado a Bane con los elfos. Será mucho más útil para nosotras en sus manos. Un mensch muy notable, ese Bane. Tenemos depositadas en él grandes esperanzas.

»No, no, te lo aseguro,
amo
. —Sus ojos centellearon—. El chiquillo no está bajo nuestro control. No es necesario. ¡Ah!, ya hemos llegado. ¿Te sientes mejor? Estupendo. Queremos que estés en condiciones de concentrar toda tu atención en lo que el Regio tiene que decirte.

—... antes de que me matéis —murmuró el patryn.

Sang-Drax sonrió y sacudió la cabeza, pero no respondió. Dirigió una mirada despreocupada a un extremo y otro del pasadizo. Después, sujetando al patryn con firmeza, la serpiente elfo alargó la mano y llamó a una puerta.

Abrió un enano.

—Échame una mano —dijo Sang-Drax, señalando a Haplo—. Pesa.

El enano asintió. Entre los dos, condujeron al patryn, aún semiinconsciente, al interior de la estancia. El enano dio un puntapié a la puerta para cerrarla, pero no se molestó en comprobar si lo había hecho realmente. Era evidente que se sentían seguros en aquel reducto.

—Lo he traído, Regio —anunció Sang-Drax.

—Entra y acomoda a nuestro invitado —fue la respuesta, en el idioma de los humanos.

Limbeck, en su avance tras la pareja, pronto se sintió completamente desorientado. Sospechó que el elfo había vuelto hacia los túneles por donde él acababa de pasar y prestó atención con nerviosismo, casi temiendo que el elfo tropezaría con el hilo de lana en cualquier momento. Con todo, el enano llegó finalmente a la conclusión de que debía de haberse equivocado, pues en ningún momento dieron con el rastro.

Recorrieron una gran distancia por los pasadizos subterráneos. Limbeck se sentía fatigado de andar. Tenía los desnudos pies helados y los dedos llenos de arañazos y contusiones de tropezar con ellos contra las paredes. Esperaba que Haplo empezara pronto a recuperarse; después, entre los dos, podrían reducir al elfo y escapar.

Sin embargo, Haplo no parecía especialmente animado, y un gruñido vino a confirmarlo. El elfo no demostraba estar preocupado por su prisionero. De vez en cuando hacía una pausa, pero sólo para colocarse la carga mas cómodamente en los hombros. Después, continuaba la marcha, acompañado de una espectral luz rojiza —surgida no sabía de dónde— que iluminaba el camino a su paso.

«¡Caramba, esos elfos son poderosos! —Se dijo Limbeck—. ¡Mucho más de lo que había imaginado!»

Tomó nota mental del dato para tenerlo en cuenta en el caso de que alguna vez se produjera una guerra a plena escala contra el enemigo.

Dieron muchas vueltas y revueltas por los sinuosos pasadizos hasta que, por fin, el elfo hizo un alto. Apoyó al herido patryn contra la pared y echó una mirada somera en una y otra dirección del corredor.

Limbeck se encogió en la boca de un oportuno túnel situado directamente enfrente de donde se encontraba el elfo y se aplastó contra la pared. En aquel momento, descubrió la fuente del fantasmagórico resplandor rojizo: emanaba de los ojos del elfo.

Los extraños ojos de feroz mirada brillaron como llamas en dirección a Limbeck. Su luz espantosa, antinatural, casi lo cegó. El enano sabía que lo habían descubierto y se agachó, aguardando el momento de la captura. Pero la mirada encendida pasó justo por encima de él, barrió el resto del pasadizo y se volvió otra vez hacia adelante.

Limbeck quedó enervado de puro alivio y recordó la ocasión en que uno de los lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa se había vuelto loco y se había puesto a escupir grandes centellas hasta que los enanos habían conseguido dominarlo. Una de las chispas había pasado rozándole la oreja. De haber estado cuatro dedos mas a la izquierda de donde se encontraba, lo habría alcanzado. Esta vez, de haber estado cuatro dedos mas adelante en el túnel, el elfo lo habría descubierto sin remedio.

Al cabo, el elfo pareció seguro de que nadie lo observaba, aunque en ningún momento había dado muestras de que tal cosa lo preocupara demasiado. Asintió para sí con aire satisfecho, se volvió y llamó a una puerta.

Cuando se abrió, una luz potente bañó el túnel. Limbeck parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban al súbito resplandor.

—Échame una mano —dijo el elfo.
{28}

Limbeck, que esperaba ver aparecer a otro elfo en ayuda del primero, se quedó boquiabierto de asombro al ver aparecer en el umbral a un enano.

¡Un enano!

Por fortuna para él, la sorpresa de descubrir a uno de los suyos ayudando a un elfo a transportar al debilitado Haplo al interior de aquella sala secreta subterránea fue tan extraordinaria que le paralizó el habla y todas las demás facultades. De lo contrario, se le habría escapado un «¡Eh!», un «¡Hola!» o un «Por las patillas de la tía abuela Sally, ¿qué crees que estás haciendo?», y se habría descubierto.

Así pues, cuando por fin el cerebro de Limbeck restableció contacto con el resto de su cuerpo, el elfo y el enano ya habían entrado a rastras en la sala a un Haplo aún medio inconsciente. Los dos porteadores cerraron la puerta tras ellos, y a Limbeck se le cayó el alma a los pies. Entonces advirtió una rendija de luz y el corazón le dio un brinco, aunque pareció que no conseguía volver donde estaba antes y se quedaba latiendo no mucho más arriba, daba la impresión, de las rodillas. La puerta había quedado ligeramente entreabierta.

No fue el valor lo que impulsó a Limbeck hacia adelante. Fueron los interrogantes: ¿qué?, ¿por qué?, ¿cómo?

La curiosidad, la fuerza que daba impulso a su vida, lo atrajo a la puerta de la estancia igual que los mágicos lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa atraían el hierro. Limbeck se encontró pegado a la puerta, con un ojo tras el correspondiente cristal de las gafas aplicado a la rendija, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo o reflexionara sobre el peligro que corría.

¡Enanos que colaboraban con el enemigo! ¿Cómo era posible? Descubriría quiénes eran los traidores y entonces..., bueno, entonces los..., o tal vez...

Limbeck observó por la rendija y pestañeó. Se echó hacia atrás y aplicó ambos ojos a la abertura, como si mirar con uno solo le produjera alucinaciones. Pero no lo eran. Se quitó las gafas, se frotó los ojos y miró otra vez.

¡En la sala había humanos! ¡Humanos, elfos y enanos! Todos juntos, en paz. Relacionándose los unos con los otros. Todos unidos, aparentemente, en una gran fraternidad.

De no ser porque los ojos de todos ellos despedían aquel fulgor rojo y porque verlos lo llenaba de un terror frío, inexpresable, Limbeck habría dicho que era la visión más maravillosa que había presenciado en su vida.

Humanos, elfos, y enanos, unidos...

Haplo se encontró en la sala y miró a su alrededor. La horrible alternancia de ardores y tiritones había cesado, pero ahora se sentía débil, exánime. Deseaba dormir y reconocía este deseo como un intento de su cuerpo para recuperarse, para restablecer el círculo de su ser, su magia.

Pero estaría muerto mucho antes de que tal cosa pudiera suceder.

La estancia era amplia y estaba iluminada por el débil resplandor de unas cuantas lámparas de luz vacilante colgadas de unos ganchos en las paredes. Al principio, a Haplo lo confundió lo que veía. Pero luego, al pensarlo mejor, lo encontró lógico. Era coherente y brillante. Se dejó caer en una silla que Sang-Drax colocó bajo sus flácidas piernas.

Sí. Era perfectamente lógico.

La sala estaba llena de mensch: elfos como Sang-Drax, humanos como Bane, enanos como Limbeck y Jarre. Un soldado elfo se daba golpecitos en la puntera de la bota con la punta de la espada. Un noble elfo alisaba las plumas de un halcón que sostenía en su puño. Una mujer humana, cubierta con una falda hecha jirones y una blusa deliberadamente provocativa, mataba el tiempo apoyada contra una pared con aire aburrido. A su lado, un hechicero humano se entretenía lanzando una moneda al aire y haciéndola desaparecer. Un enano, con la indumentaria de los gegs, sonreía entre una espesa barba revuelta. Todos mensch, y todos completamente distintos de aspecto y facciones, salvo en una cosa: todos ellos miraban a Haplo con unos brillantes ojos rojos.

Sang-Drax, situado al lado del patryn, hizo una señal a un humano, vestido de obrero común, que se adelantó hasta quedar en el centro del grupo.

—El Regio —anunció la serpiente elfo, en la lengua del patryn.

—Pensaba que habías muerto —dijo Haplo con voz vacilante y pastosa, pero inteligible.

La serpiente humana pareció desconcertada por un instante, pero enseguida soltó una carcajada.

—¡Ah, sí! Chelestra... No, no estoy muerto. Nosotros no podemos morir.

—Pues a mí bien me pareció que lo estabas, cuando Alfred hubo terminado contigo.

—¿El Mago de la Serpiente? Reconozco que mató una parte de mí pero, por cada parte de mí que muere, nacen otras dos. Nosotras vivimos mientras vosotros sigáis vivos. Vosotros nos mantenéis vivas. Estamos en deuda con vosotros.

La serpiente humana hizo una reverencia. Haplo lo contempló, perplejo.

—Entonces, ¿cuál es vuestra verdadera forma? —Quiso saber—. ¿Sois serpientes, dragones, mensch o qué...?

—Somos cualquier cosa que queráis que seamos —respondió la serpiente humano—. Vosotros nos dais forma, igual que nos dais vida.

—Lo cual significa que os adaptáis al mundo en que estáis y utilizáis cualquier forma que sirva a vuestros intereses. —Haplo habló lentamente, mientras sus pensamientos se abrían paso con esfuerzo entre una bruma narcótica—. En el Nexo eras un patryn. En Chelestra, convenía a vuestros propósitos manifestaros en forma de esas aterradoras serpientes...

—Aquí, podemos ser más sutiles —apuntó la serpiente humano con un gesto de despreocupación—. No tenemos necesidad de aparecer como monstruos feroces para sembrar en este mundo el caos y la confusión que nos da vida. Nos basta con ser sus habitantes.

El resto de los presentes confirmó su declaración con una carcajada de coro.

«Transformistas», pensó Haplo. El mal podía tomar cualquier forma, asumir cualquier disfraz. En Chelestra, serpientes dragón; en Ariano, mensch; en el Nexo, su propio pueblo. Nadie las reconocería, nadie sabría que estaban allí. Podían ir a cualquier parte, hacer cualquier cosa, fomentar guerras, forzar a luchar a enanos contra elfos, a elfos contra humanos... a sartán contra patryn. «Todos nosotros, demasiado impacientes por dar rienda suelta a nuestro odio, sin darnos cuenta de que ese odio nos debilita, todos estamos abiertos y somos vulnerables al mal que terminará por devorarnos.»

—¿Por qué me habéis traído aquí? —preguntó, casi demasiado abatido y desesperado como para que le importara. —Para contarte nuestros planes. Haplo soltó un soplido de ironía. —Una pérdida de tiempo, si lo que pretendéis es matarme.

—¡No! Eso sí que sería una pérdida lastimosa. El rey de las serpientes avanzó entre filas de elfos, enanos y humanos hasta llegar ante Haplo.

—Todavía no has entendido el asunto, ¿verdad, patryn?

El humano alargó la mano, clavó un dedo en el pecho de Haplo y le dio unos golpecitos.

—Nosotras vivimos mientras lo hagáis vosotros. El miedo, el odio, la venganza, el terror, el dolor, el sufrimiento; ése es el légamo repulsivo y turgente del cual nos alimentamos. Si vosotros vivís en paz, todas nosotras morimos un poco. Si vivís en el temor, vuestra existencia nos da vitalidad.

—¡Os combatiré! —murmuró Haplo.

—¡Por supuesto! —se rió la serpiente humano. Haplo se frotó la cabeza dolorida y los ojos llorosos. —Ya comprendo: eso es lo que queréis que haga. —Por fin empiezas a entender. Cuanto más te resistas, más fuertes nos harás. «¿Qué hay de Xar? —Se preguntó el patryn—. Las serpientes juraron servirle.

¿Será otro truco...?»

—Serviremos a tu señor. —La serpiente humana era sincera. Haplo frunció el entrecejo. Había olvidado que aquellas criaturas podían leerle el pensamiento. La serpiente continuó—: Serviremos a Xar con entusiasmo. Ya estamos con él en Abarrach, bajo el aspecto de patryn, naturalmente. Lo estamos ayudando a penetrar en los secretos de la nigromancia. Cuando lance su ataque nos uniremos a su ejército, lo ayudaremos en su guerra, libraremos sus combates y haremos con gusto todo lo que nos pida. Y después...

—Después, lo destruiréis.

—Me temo que nos veremos obligadas a hacerlo. Xar quiere paz y unidad. Conseguidas mediante la tiranía y el miedo, es cierto, y ello nos procuraría cierto alimento, pero la dieta acabaría por resultar demasiado pobre.

—¿Y los sartán?

—Sí, claro; nosotras no apostamos por un solo favorito. También estamos colaborando con ellos. Samah ha quedado sumamente complacido de sí mismo cuando varios «sartán» han respondido a su llamada y han acudido a «sus queridos hermanos» a través de la Puerta de la Muerte. Samah también ha ido a Abarrach, pero, en su ausencia, los «sartán» recién llegados están incitando a sus congéneres a declarar la guerra a los mensch.

»Y, muy pronto, incluso los pacíficos mensch de Chelestra terminarán peleándose entre ellos mismos. O quizá debería decir... entre
nosotros
mismos.

Haplo hundió la cabeza, que le pesaba como si fuera una roca. Sus brazos eran piedras; sus pies, guijarros.

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