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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (11 page)

BOOK: La mansión embrujada
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—No, ni uno. Son de sus árboles.

Alcé rápidamente la mirada y recordé el aspecto estéril de los frutales de Thornyhold, pero en ese comentario no había nada malicioso ni provocador, era una mera afirmación de la realidad. El chaval volvió a sonreír cándidamente.

—¿Encontró la bici de la anciana dama?

—Sí, estaba en el cobertizo. Pero no logré dar con la mancha. ¿Sabes dónde está?

—No. Se lo preguntaré a mamá. —Al tiempo que hablaba, miraba distraídamente a su alrededor—. Puede que esté en la cocina antigua, pero le costará mucho trabajo encontrar algo en medio de este desorden.

—¿Tienes bici?

—Sí, pero casi siempre voy andando. Hay un atajo a través del bosque por el que se ahorra casi un kilómetro. Si quiere se lo enseño.

—Gracias, pero lo dejaremos para otro día. Jessamy, da las gracias a tu madre en mi nombre y dile que mañana intentaré ir a comprar. Adiós.

Me volví para subir la escalera del desván y descubrí que, en lugar de irse, Jessamy Trapp me pisaba los talones.

—Señorita, no se imagina lo que puede encontrar ahí arriba. Debe de hacer una eternidad desde la última vez que alguien pasó la escoba.

Como no encontré un modo cortés de impedir que me acompañara, ascendí y Jessamy me siguió.

En los peldaños había polvo revuelto, como si recientemente alguien hubiese utilizado la escalera. A la altura del primer piso había un pequeño rellano cuadrado y a partir de ese punto la escalera giraba hacia el fondo de la casa. Al final del tramo siguiente, iluminada por una bombilla que colgaba del techo, aparecía una puerta. Estaba cerrada y, cuando giré el picaporte, comprobé que con llave. En un clavo contiguo a la puerta colgaba una Yale.

Abrí la puerta con Jessamy a mis espaldas y entré en el desván. Se componía de una única y larga habitación que ocupaba la longitud de la casa y estaba iluminada por las tres buhardillas que ya había visto. Aquella tarde soleada estaba inundado de luz y aire, pero muy sucio. En la pared opuesta a las buhardillas había una doble fila de cajas puestas de pie, cada una de las cuales contenía un trozo de madera sesgada cubierto de cerámica ocupados por lo que parecían viejos nidos. En el centro del desván se alzaba un alimentador tapado, una especie de farol con techo que impedía que la suciedad se mezclara con el alimento, y varios espacios a través de los cuales se alimentaban los pájaros. Junto al alimentador había un abrevadero metálico. No contenían ni comida ni agua. Por todas partes cundía la suciedad, las plumas, el polvo y las deposiciones.

El desván era, en realidad, un palomar en desuso.

No tan en desuso. Con un estampido y un aleteo, una paloma abandonó su percha en una de las cajas e ilusionada y con la cabeza en alto se pavoneó hacia el alimentador que se alzaba en medio de la estancia.

—Vaya, parece que una de ellas ha vuelto —comentó Jessamy a mis espaldas.

—¿Ha vuelto? ¿De dónde?

—No lo sé. Ella siempre dejaba abiertas las ventanas para que volaran libremente. Pero las palomas siempre vuelven a casa.

—¿Cuántas tenía?

—Tampoco lo sé. Solía ver una bandada bastante grande volando en círculo sobre el bosque. Las palomas son unas aves encantadoras. Y amistosas.

—Estoy segura de que hace mucho que no vienen por aquí. El abrevadero está totalmente seco y no hay alimento. Estoy convencida de que al enfermar la señorita Saxon se ocupó de que alguien…

—El alimento está allí. —Señaló.

Entre las buhardillas había un cacharro como el que utilizaba mi madre en invierno para «conservar» los huevos en silicato sódico. Estaba cubierto por una pesada tapa de madera. Jessamy la quitó, sacó un puñado de granos mezclados y los arrojó a la paloma que deambulaba por el suelo. El ave dejó de pavonearse y se puso a picotear con ansia.

—El agua está abajo —añadió Jessamy—. Ella solía subirla en una jarra. De hecho, mi madre siempre le decía que tuviera cuidado con su condenado gato.

—¿Qué gato? ¿Qué sabes de…?

Callé. Era evidente a qué se refería Jessamy. En el suelo, detrás de la puerta, había una paloma muerta.

—Mamá siempre se lo decía —insistió Jessamy y se agachó a recogerla.

Las alas se abrieron y arrastraron un ligero revoloteo de polvo. Tenía el cogote roto y la cabeza le colgaba.

—¿Fue Hodge? —pregunté dudosa y observé al ave muerta—. La puerta estaba cerrada a cal y canto. ¿Cómo pudo entrar Hodge?

—Por la ventana —respondió Jessamy llanamente—. Ya le dije que siempre las dejaba abiertas para que los pájaros entraran y salieran. ¿Sabe que Hodge existe?

—Sé que vivía aquí y que mi prima le tenía mucho cariño. Pero también se ha ido, ¿no es así, Jessamy?

—Así es. Por suerte ella no se enteró de lo que Hodge tramaba. Se largó al día siguiente de que se la llevaran al hospital. Las palomas se fueron y el gato también. Daba la impresión de que nada se quedaba porque ella se había ido. Y supongo que usted no quiere que la molesten. No se preocupe, me llevaré la paloma muerta.

Alzó la mano con la que sostenía el ave. La paloma viva, que nos había observado atentamente con un ansioso ojo de color rubí, emprendió el vuelo con un estentóreo aleteo y desplegó un penacho de polvo. Volvió a posarse en la caja de la que había salido.

Con un hábil movimiento y la velocidad de un gato, Jessamy se acercó a la caja y, antes de que la agitada paloma pudiera emprender la escapada, la cogió, la sujetó y la giró en su mano.

—Señorita, como ya he dicho, supongo que no quiere que los pájaros la molesten. También me llevaré esta paloma. Estoy seguro de que tendrá un buen hogar.

—Bueno, si realmente conoces a alguien…

Esta vez no hubo una llamarada luminosa ni el roce del aire, sino el vivido parpadeo de la memoria, como si alguien hubiese abierto el postigo de un farol. Jessamy estaba delante de mí, sonriente, con el pájaro vivo ahuecado entre las palmas de sus manos y debajo, colgando, el pájaro muerto. Era negro y parecía un cuervo ahorcado para espantar a sus congéneres.

No lo noté conscientemente. Lo que vi en esa extraordinaria ráfaga del recuerdo fue el coadjutor de mi padre llevándose mi conejo para convertirlo en relleno de un pastel.

Añadí a toda velocidad:

—No, no, quiero quedarme con esa paloma, al menos de momento. Te agradeceré que te lleves a la muerta y la entierres, pero me gustaría que dejáramos a la viva en su sitio, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, señorita —replicó afablemente y me entregó el ave—. ¿Quiere que baje a buscar agua?

—No, gracias. No te molestes. La subiré más tarde. De todos modos, la ventana está abierta. Jessamy, te agradezco que hayas venido y te pido que transmitas mi gratitud a tu madre.

Para mi profundo alivio, el chaval aceptó esas palabras de despedida y partió. Me asomé a la ventana con la paloma en la mano y vi alejarse a Jessamy. Cuando el portillo se cerró con un chasquido, me volví para examinar el patético palomar.

Sin duda olía a paloma y el aire estaba impregnado con el polvo que constantemente caía de sus plumas. Existían indicios, que no le había comentado a Jessamy, de que muchas otras aves utilizaban el desván. Los pares —el desván se encontraba directamente bajo el tejado— sustentaban nidos de golondrina abandonados y en el polvo próximo al alimentador y sobre los profundos alféizares había infinidad de huellas que correspondían a las patas de aves más pequeñas. Tal vez lo más interesante fuese un pequeño objeto gris, del tamaño de un cacahuete, situado bajo una viga del rincón más oscuro. Una caca de buho. La observé detenidamente. Se suponía que, por muy bien recibidos que fuesen los pájaros salvajes, un buho era persona non grata en el desván donde se reproducían las palomas. Debió de utilizarlo para dormir desde que el desván fue abandonado por las aves domesticadas y su protectora. A decir verdad, desde la partida de la prima Geillis. La caca era reciente, de color gris oscuro y aún estaba húmeda. Miré a mi alrededor y encontré dos más; sólo una había empezado a secarse y a adquirir un color gris más claro.

De modo que los pájaros se habían marchado. No me extrañaba. Lo sorprendente era que William no los hubiese mencionado.

Abrí las manos y, una vez libre, la paloma se posó a mis pies, junto a la puerta, y volvió a picotear. Salí del desván y cerré la puerta. La cerré con llave y esta vez me la guardé en el bolsillo y me la llevé. Bajé la escalera y salí nuevamente al jardín.

William había dejado la bicicleta en el cobertizo de las herramientas y, tal como había prometido, había hinchado los neumáticos. No me habría sorprendido encontrar la mancha desaparecida en las abrazaderas de la bici, pero no estaba. Busqué y encontré lo que debía de ser el «lecho de Hodge en el cobertizo»: una gran pila de sacos, alfombras viejas y periódicos, situado en un rincón, detrás del cajón de té que hacía las veces de paragüero de bastones y una vara de abedul. Ni la más mínima señal del gato. Los sacos y los periódicos estaban fríos. Bajé por el sendero enlosado hasta el jardín de las hierbas y grité su nombre, pero sin hacerme ilusiones. Volví a casa. Como tenía la cena resuelta, ya no tenía ganas de bajar al pueblo. Decidí fregar un poco y ocuparme de las provisiones a la mañana siguiente.

Probablemente el descubrimiento más insólito de aquella jornada fue comprobar que las tareas domésticas me divertían. La casa de mis padres, la casa del párroco, no era nuestra y, además, «ayudar a mamá» no es lo mismo que trabajar para ti en tu propia casa. Sin duda había sido ama de casa después de la muerte de mi madre y saboreado algunas satisfacciones, pero nunca con la embriagadora certeza de que el lugar y todo lo que contenía me pertenecían. De hecho, era lo primero que poseía. Durante la juventud nada había sido mío; hasta los juguetes y los libros de la niñez, los cuadros y los pequeños adornos del dormitorio fueron tranquilamente regalados y retirados cuando yo no estaba en casa, lo mismo que el conejo, el perro y todo aquello que creí que era mío. Ni a mi madre ni a mí se nos había pasado por la cabeza que las tonterías del presente son los tesoros del mañana. Simplemente sabía que habían desaparecido las naderías que configuran los hitos del paso de los años. Había llegado a Thornyhold prácticamente con las manos vacías, como una novia sin dote. Y ahora esto…

La prima Geillis debió de percibirlo y entendió que Thornyhold y todo lo demás me ayudarían a desarrollar el fuerte sentimiento de propiedad que tenía, la necesidad de arraigo y el sentido de responsabilidad casi abrumador que suponía. Thornyhold y todo lo que contenía estarían a salvo conmigo.

Durante el resto del día limpié mi cocina, hasta el último armario y el último estante. Fregué todos y cada uno de los trastos y lavé todas las piezas de la vajilla. Puse a remojar las cortinas en la bañera y saqué las esteras para que se airearan.

Cuando me sentí realmente cansada y casi todo volvió a estar en su sitio, la cocina tenía otro aspecto. En realidad lucía tan bonita que salí, hice un gran ramo de ásteres y dragones que crecían en el enmarañado jardín del frente, lo puse en un florero y lo dejé en el alféizar de la ventana. Sobre la mesa había un mantel limpio y las fundas de los cojines de la silla Windsor y de la mecedora antigua acabaron en la bañera, junto a las cortinas. Mañana las tendería con la esperanza de que soplara una buena brisa que las secara.

Anocheció y llegó la hora de cenar. Puse a calentar en el horno el pastel que Agnes me había enviado, subí y llené la bañera de agua caliente. Cuado me sequé y me puse la bata y las zapatillas, afuera era noche cerrada. Al correr las cortinas del dormitorio, oí un buho que ululaba a poca distancia. Pensé: mañana bajaré al pueblo y me ocuparé de la lista de la compra, el banco, las provisiones y el teléfono. Ya me ocuparía de limpiar lo que faltaba. ¿Podía retrasarlo hasta que alguien viniera a hacerme compañía? Presa de una extraña animación, me di cuenta de que no necesitaba compañía. Nunca en mi vida había sido tan feliz.

Al abrir la puerta de bayeta rumbo a la cocina, me pareció oír un sonido que procedía del fondo. Un golpe seco, como de algo que cae. Franqueé la puerta. No había nada. La puerta trasera seguía abierta y salí unos segundos. La noche era cálida y olía a fresco y a dulce. Contemplé a través de los árboles el cielo tachonado de estrellas y los grupos de nubes que se deslizaban ociosamente. El buho volvió a ulular. Me pregunté si iba de camino hacia la percha del desván, pero en la noche nada se movió. Al volverme para entrar en casa, las aromáticas ramitas de menta rozaron mi bata y percibí el aroma del romero.

La felicidad, fugazmente expulsada por la ligera preocupación ante aquel sonido inexplicable, retornó de sopetón. Busqué detrás del jazmín y saqué la llave del clavo. Entré en la casa caldeada y acogedora, en mi casa, y cerré la puerta. Le puse el cerrojo y eché los pestillos. Bebería una copa de jerez, cenaría y…

Entré en la iluminada cocina.

En el felpudo situado junto a la Aga había un gato. Flaco, con el pelaje enmarañado, los ojos grandes y las pupilas dilatadas, fijas y muy brillantes; allí estaba el gran gato negro de pecho y patas blancas, con el pelo del lomo erizado y rígido de miedo o de odio.

Pero no hacia mí. El gato se desperezó, se irguió, habló y empezó a ronronear.

Capítulo 12

—¿Fuiste tú quien mató a la paloma? —pregunté.

Había pasado un rato. Lo primero es lo primero y el gato estaba famélico. Calenté un poco de leche y se la puse en un cuenco. Luego busqué una lata de alimento para gatos que había visto en un armario y le di tanto como me atreví. Los devoró vorazmente pero con modales impecables, se desperezó, saltó a la silla Windsor y empezó a asearse. El gato se limpió mientras yo bebía el jerez; se limpió mientras servía la cena; se limpió mientras comía una manzana y sólo cuando terminé mi taza de café consideró que estaba en condiciones de repantigarse al amor de la lumbre y se enroscó, ronroneando a toda marcha y sin dejar de mirarme con los ojos muy abiertos.

—No te molestes en responder —le dije—. Fue una pregunta disparatada. Si la hubieras matado, te la habrías comido. Pero no fuiste tú, ¿eh? Porque evidentemente eres Hodge, ¿no?

Lo confirmó con un movimiento de la cabeza y un centelleo de esos ojos extraordinarios.

Me serví otra taza de café, tomé asiento en la mecedora, frente al gato, y me puse a pensar.

Hodge era el gato de la prima Geillis. Había desaparecido cuando ella dejó Thornyhold. Retornó cuando yo me presenté y tuve la casa para mí. Fue el gato que, dicho sea de paso, debió de producir el sonido que me perturbó al bajar después de bañarme.

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