La máquina del tiempo (6 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La máquina del tiempo
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El Psicólogo, el Doctor y yo éramos los únicos que habíamos asistido a la comida anterior. Los otros concurrentes eran Blank, el mencionado Director, cierto periodista, y otro —un hombre tranquilo, tímido, con barba— a quien yo no conocía y que, por lo que pude observar, no despegó los labios en toda la noche. Se hicieron algunas conjeturas en la mesa sobre la ausencia del Viajero a través del Tiempo, y yo sugerí con humor semijocoso que estaría viajando a través del tiempo. El Director del diario quiso que le explicasen aquello, y el Psicólogo le hizo gustoso un relato de «la ingeniosa paradoja y del engaño» de que habíamos sido testigos días antes. Estaba en la mitad de su exposición cuando la puerta del corredor se abrió lentamente y sin ruido. Estaba yo sentado frente a dicha puerta y fui el primero en verlo.

—¡Hola! —dije—. ¡Por fin!

La puerta se abrió del todo y el Viajero a través del Tiempo se presentó ante nosotros. Lancé un grito de sorpresa.

—¡Cielo santo! ¿Qué pasa amigo? —exclamó el Doctor, que lo vio después. Y todos los presentes se volvieron hacia la puerta.

Aparecía nuestro anfitrión en un estado asombroso. Su chaqueta estaba polvorienta y sucia, manchada de verde en las mangas, y su pelo enmarañado me pareció más gris, ya fuera por el polvo y la suciedad o porque estuviese ahora descolorido. Tenía la cara atrozmente pálida y en su mentón un corte obscuro, a medio cicatrizar; su expresión era ansiosa y descompuesta como por un intenso sufrimiento. Durante un instante vaciló en el umbral, como si le cegase la luz. Luego entró en la habitación. Vi que andaba exactamente como un cojo que tiene los pies doloridos de vagabundear. Le mirábamos en silencio, esperando a que hablase.

No dijo una palabra, pero se acercó penosamente a la mesa e hizo un ademán hacia el vino. El Director del diario llenó una copa de champaña y la empujó hacia él. La vació, pareciendo sentirse mejor. Miró a su alrededor, y la sombra de su antigua sonrisa fluctuó sobre su rostro.

—¿Qué ha estado usted haciendo bajo tierra, amigo mío? —dijo el Doctor.

El Viajero a través del Tiempo no pareció oír.

—Permítame que le interrumpa —dijo, con vacilante pronunciación—. Estoy muy bien.

Se detuvo, tendió su copa para que la llenasen de nuevo, y cogiéndola la volvió a vaciar.

—Esto sienta bien —dijo; sus ojos grises brillaron, y un ligero color afloró a sus mejillas; su mirada revoloteó sobre nuestros rostros con cierta apagada aprobación, luego recorrió el cuarto caliente y confortable, y después habló de nuevo, como buscando su camino entre sus palabras—: Voy a lavarme y a vestirme, y luego bajaré y explicaré las cosas. Guárdenme un poco de ese carnero. Me muero de hambre y quisiera comer algo.

Vio al Director del diario, que rara vez iba a visitarlo, y le preguntó cómo estaba. El Director inició una pregunta.

—Le contestaré en seguida —dijo el Viajero a través del Tiempo—. ¡Estoy... raro! Todo marchará bien dentro de un minuto.

Dejó su copa, y fue hacia la puerta de la escalera. Noté de nuevo su cojera y el pesado ruido de sus pisadas y, levantándome en mi sitio, vi sus pies al salir. No llevaba en ellos más que unos calcetines harapientos y manchados de sangre. Luego la puerta se cerró tras él. Tuve intención de seguirle, pero recordé cuánto le disgustaba que se preocupasen de él. Durante un minuto, quizá, estuve ensimismado. Luego oí decir al Director del diario:

—«Notable conducta de un eminente sabio» —pensando (según solía) en epígrafes de periódicos; y esto volvió mi atención hacia la brillante mesa.

—¿Qué broma es ésta? —dijo el Periodista—. ¿Es que ha estado haciendo de pordiosero aficionado? No lo entiendo.

Tropecé con los ojos del Psicólogo, y leí mi propia interpretación en su cara. Pensé en el Viajero a través del Tiempo cojeando penosamente al subir la escalera. No creo que ningún otro hubiera notado su cojera.

El primero en recobrarse por completo de su asombro fue el Doctor, que tocó el timbre —el Viajero a través del Tiempo detestaba tener a los criados esperando durante la comida— para que sirviesen un plato caliente. En ese momento el Director cogió su cuchillo y su tenedor con un gruñido, y el hombre silencioso siguió su ejemplo. La cena se reanudó. Durante un breve rato la conversación fue una serie de exclamaciones, con pausas de asombro; y luego el Director mostró una vehemente curiosidad.

—¿Aumenta nuestro amigo su modesta renta pasando a gente por un vado? ¿O tiene fases de Nabucodonosor
[6]
? —pregunto.

—Estoy seguro de que se trata de la Máquina del Tiempo —dije; y reanudé el relato del Psicólogo de nuestra reunión anterior.

Los nuevos invitados se mostraron francamente incrédulos. El Director del diario planteaba objeciones.

—¿Qué era aquello del viaje por el tiempo? ¿No puede un hombre cubrirse él mismo de polvo revolcándose en una paradoja? —y luego, como la idea tocaba su cuerda sensible, recurrió a la caricatura—: ¿No había ningún cepillo de ropa en el Futuro?

El Periodista tampoco quería creer a ningún precio, y se unió al Director en la fácil tarea de colmar de ridículo la cuestión entera. Ambos eran de esa nueva clase de periodistas jóvenes muy alegres e irrespetuosos.

—Nuestro corresponsal especial para los artículos de pasado mañana... —estaba diciendo el Periodista (o más bien gritando) cuando el Viajero a través del Tiempo volvió; se había vestido de etiqueta y nada, salvo su mirada ansiosa, quedaba del cambio que me había sobrecogido.

—Dígame —preguntó riendo el Director—, estos muchachos cuentan que ha estado usted viajando ¡por la mitad de la semana próxima! Díganos todo lo referente al pequeño Rosebery
[7]
, ¿quiere? ¿Cuánto pide usted por la serie de artículos?

El Viajero a través del Tiempo fue a sentarse al sitio reservado para él sin pronunciar una palabra. Sonrió tranquilamente a su antigua manera.

—¿Dónde está mi carnero? —dijo—. ¡Qué placer este de clavar de nuevo un tenedor en la carne!

—Eso es un cuento! —exclamó el Director.

—¡Maldito cuento! —dijo el Viajero a través del Tiempo—. Necesito comer algo. No quiero decir una palabra hasta que haya introducido un poco de peptona en mis arterias. Gracias. Y la sal.

—Una palabra —dije yo—. ¿Ha estado usted viajando a través del tiempo?

—Sí —dijo el Viajero a través del Tiempo, con la boca llena, asintiendo con la cabeza.

—Pago la línea a un chelín por una reseña al pie de la letra —dijo el Director del diario.

El Viajero a través del Tiempo empujó su copa hacia el Hombre Silencioso y la golpeó con la uña, a lo cual el Hombre Silencioso, que lo estaba mirando fijamente a la cara, se estremeció convulsivamente, y le sirvió vino. El resto de la cena transcurrió embarazosamente. Por mi parte, repentinas preguntas seguían subiendo a mis labios, y me atrevo a decir que a los demás les sucedía lo mismo. El Periodista intentó disminuir la tensión contando anécdotas de Hettie Potter. El Viajero dedicaba su atención a la comida, mostrando el apetito de un vagabundo. El Doctor fumaba un cigarrillo y contemplaba al Viajero a través del Tiempo con los ojos entornados. El Hombre Silencioso parecía más desmañado que de costumbre, y bebía champaña con una regularidad y una decisión evidentemente nerviosas. Al fin el Viajero a través del Tiempo apartó su plato, y nos miró a todos.

—Creo que debo disculparme —dijo—. Estaba simplemente muerto de hambre. He pasado una temporada asombrosa.

Alargó la mano para coger un cigarro, y le cortó la punta.

—Pero vengan al salón de fumar. Es un relato demasiado largo para contarlo entre platos grasientos.

Y tocando el timbre al pasar, nos condujo a la habitación contigua.

—¿Ha hablado usted a Blank, a Dash y a Chose de la máquina? —me preguntó, echándose hacia atrás en su sillón y nombrando a los tres nuevos invitados.

—Pero la máquina es una simple paradoja —dijo el Director del diario.

—No puedo discutir esta noche. No tengo inconveniente en contarles la aventura, pero no puedo discutirla. Quiero —continuó— relatarles lo que me ha sucedido, si les parece, pero deberán abstenerse de hacer interrupciones. Necesito contar esto. De mala manera. Gran parte de mi relato les sonará a falso. ¡Sea! Es cierto (palabra por palabra) a pesar de todo. Estaba yo en mi laboratorio a las cuatro, y desde entonces... He vivido ocho días..., ¡unos días tales como ningún ser humano los ha vivido nunca antes! Estoy casi agotado, pero no dormiré hasta que les haya contado esto a ustedes. Entonces me iré a acostar. Pero ¡nada de interrupciones! ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo el Director, y los demás hicimos eco:

—«De acuerdo.»

Y con esto el Viajero a través del Tiempo comenzó su relato tal como lo transcribo a continuación. Se echó hacia atrás en su sillón al principio, y habló como un hombre rendido. Después se mostró más animado. Al poner esto por escrito siento tan sólo con mucha agudeza la insuficiencia de la pluma y la tinta y, sobre todo, mi propia insuficiencia para expresarlo en su valor. Supongo que lo leerán ustedes con la suficiente atención; pero no pueden ver al pálido narrador ni su franco rostro en el brillante círculo de la lamparita, ni oír el tono de su voz. ¡No pueden ustedes conocer cómo su expresión seguía las fases de su relato! Muchos de sus oyentes estábamos en la sombra, pues las bujías del salón de fumar no habían sido encendidas, y únicamente estaban iluminadas la cara del Periodista y las piernas del Hombre Silencioso de las rodillas para abajo. Al principio nos mirábamos de vez en cuando unos a otros. Pasado un rato dejamos de hacerlo, y contemplamos tan sólo el rostro del Viajero a través del Tiempo.

4 - El viaje a través del tiempo

—Ya he hablado a algunos de ustedes el jueves último de los principios de la Máquina del Tiempo, y mostrado el propio aparato tal como estaba entonces, sin terminar, en el taller. Allí está ahora, un poco fatigado por el viaje, realmente; una de las barras de marfil está agrietada y uno de los carriles de bronce, torcido; pero el resto sigue bastante firme. Esperaba haberlo terminado el viernes; pero ese día, cuando el montaje completo estaba casi hecho, me encontré con que una de las barras de níquel era exactamente una pulgada más corta y esto me obligó a rehacerla; por eso el aparato no estuvo acabado hasta esta mañana. Fue, pues, a las diez de hoy cuando la primera de todas las Máquinas del Tiempo comenzó su carrera. Le di un último toque, probé todos los tornillos de nuevo, eché una gota de aceite más en la varilla de cuarzo y me senté en el soporte. Supongo que el suicida que mantiene una pistola contra su cráneo debe de sentir la misma admiración por lo que va a suceder, que experimenté yo entonces. Cogí la palanca de arranque con una mano y la de freno con la otra, apreté con fuerza la primera, y casi inmediatamente la segunda. Me pareció tambalearme; tuve una sensación pesadillesca de caída; y mirando alrededor, vi el laboratorio exactamente como antes. ¿Había ocurrido algo? Por un momento sospeché que mi intelecto me había engañado. Observé el reloj. Un momento antes, eso me pareció, marcaba un minuto o así después de las diez, ¡y ahora eran casi las tres y media!

Respiré, apretando los dientes, así con las dos manos la palanca de arranque, y partí con un crujido. El laboratorio se volvió brumoso y luego obscuro. La señora Watchets, mi ama de llaves, apareció y fue, al parecer sin verme, hacia la puerta del jardín. Supongo que necesitó un minuto o así para cruzar ese espacio, pero me pareció que iba disparada a través de la habitación como un cohete. Empujé la palanca hasta su posición extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y en otro momento vino la mañana. El laboratorio se tornó desvaído y brumoso, y luego cada vez más desvaído. Llegó la noche de mañana, después el día de nuevo, otra vez la noche; luego, volvió el día, y así sucesivamente más y más de prisa. Un murmullo vertiginoso llenaba mis oídos, y una extraña, silenciosa confusión descendía sobre mi mente.

Temo no poder transmitir las peculiares sensaciones del viaje a través del tiempo. Son extremadamente desagradables. Se experimenta un sentimiento sumamente parecido al que se tiene en las montañas rusas zigzagueantes (¡un irresistible movimiento como si se precipitase uno de cabeza!). Sentí también la misma horrible anticipación de inminente aplastamiento. Cuando emprendí la marcha, la noche seguía al día como el aleteo de un ala negra. La obscura percepción del laboratorio pareció ahora debilitarse en mí, y vi el Sol saltar rápidamente por el cielo, brincando a cada minuto, y cada minuto marcando un día. Supuse que el laboratorio había quedado destruido y que estaba yo al aire libre. Tuve la obscura impresión de hallarme sobre un andamiaje, pero iba ya demasiado de prisa para tener conciencia de cualquier cosa movible. El caracol más lento que se haya nunca arrastrado se precipitaba con demasiada velocidad para mí. La centelleante sucesión de obscuridad y de luz era sumamente dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes vi la Luna girando rápidamente a través de sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve un débil atisbo de las órbitas de las estrellas. Pronto, mientras avanzaba con velocidad creciente aún, la palpitación de la noche y del día se fundió en una continua grisura; el cielo tomó una maravillosa intensidad azul, un espléndido y luminoso color como el de un temprano amanecer; el Sol saltarín se convirtió en una raya de fuego, en un arco brillante en el espacio, la Luna en una débil faja oscilante; y no pude ver nada de estrellas, sino de vez en cuando un círculo brillante fluctuando en el azul.

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