La Marquesa De Los Ángeles (10 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y cuánto le pagáis por cada exorcismo?

—Muy poca cosa, y está siempre pronto a molestarse y a venir en cuanto se le llama.

Esta vez Angélica sorprendió la mirada de complicidad que el marqués Du Plessis cambiaba con su hijo «Estas pobres gentes —parecía decir— son verdaderamente ingenuas»

—Será preciso que hable al señor Vicente
[5]
de estas costumbres campesinas —dijo el marqués— Van a costarle una enfermedad, pobre hombre, él que ha fundado una orden especialmente encargada de evangelizar al clero rural. Sus misioneros tienen por patrono a San Lázaro Los llaman los lazaristas. Van de tres en tres por los campos a predicar y enseñar a los curas de nuestros pueblos que no deben empezar la misa por el pater. Es una obra bastante inesperada, pero el señor Vicente es partidario de la reforma de la Iglesia por la Iglesia.

—¡He ahí una palabra que no me place! —exclamó el viejo barón—. ¡Reforma, siempre reforma! Vuestras palabras suenan a hugonote, primo mío. Me temo que de ahí a traicionar al rey no hay más que un paso. Y en cuanto a ese señor Vicente, por muy eclesiástico que sea, por lo que he comprendido y por lo que he oído decir de el, sus maneras de actuar tienen algo de herético, y Roma haría bien en desconfiar.

—Lo cual no impidió que Su Majestad el rey Luis XIII, en el momento de morir, haya querido ponerle a la cabeza del Consejo de Conciencia.

—¿Y eso qué viene a ser?

Con ligero ademán, el marqués ahuecó los pliegues de sus puños de encaje.

—¿Cómo explicároslo? Es una cosa enorme. ¡La conciencia del reino! El señor Vicente de Paul es la conciencia del reino, eso es todo. Ve a la reina casi todos los días, todos los príncipes le reciben. A pesar de ello, es el hombre más sencillo y sonriente Su idea es que la miseria puede curarse, y que los grandes de este mundo deben ayudar a reducirla.

—¡Utopia! —interrumpió hoscamente la tía Juana— La miseria, como vos mismo decíais hace poco de la guerra, es un mal que Dios ha enviado en castigo del pecado original. Alzarse contra su obligación equivale a rebelarse contra la disciplina divina.

—El señor Vicente os respondería, querida señorita, que vos «sois» responsable de los males que os rodean. Y os enviaría, sin más discusión, a llevar remedios y alimentos a los mas pobres de vuestros campesinos, haciéndoos observar que si los encontráis, según su expresión, «demasiado groseros y terrestres», no tenéis más que mirar el reverso de la medalla para ver en ellos el rostro dolorido de Cristo. Así ese demonio de hombre ha encontrado el medio de reclutar para sus falanges caritativas a casi todos los altos personajes del reino. Aquí donde me veis —añadió el marqués con aire compungido—, cuando estaba en París, a veces iba dos días a la semana al «Hótel-Dieu»
[6]
a servir yo mismo la sopa a los enfermos.

—No acabareis nunca de asombrarme —exclamó el viejo barón, agitadísimo— Decididamente, los nobles de vuestra calaña no saben que inventar para deshonrar sus blasones Tengo que darme cuenta de que el mundo marcha al revés. Crean sacerdotes para evangelizar a los sacerdotes, y llegamos al punto de que un libertino como vos venga a predicar moral a una familia honesta y sana como la nuestra. ¡No lo puedo sufrir!

Fuera de si, el anciano se levantó, y como la comida había terminado, todos le imitaron. Angélica, que no había podido comer nada, salió de la habitación sin hacerse notar. Inexplicablemente, sentíase helada y tenia escalofríos. Cuanto acababa de oír le daba vueltas en la cabeza como un torbellino: El rey durmiendo sobre paja, el Parlamento en rebeldía, los grandes señores sirviendo la sopa, París, un mundo lleno de vida y atractivo. Junto a toda aquella agitación y vértigo, le parecía que estaba como muerta, que vivía encerrada en una cripta.

De pronto se pegó a la pared en una revuelta del pasillo. Su primo Felipe pasó junto a ella, sin verla. Le oyó subir al primer piso e interpelar a sus criados, que a la luz de algunos candiles estaban instalando los dormitorios. La voz de falsete del muchacho se alzaba colérica.

—¿De modo que a ninguno de vosotros se os ha ocurrido proveeros de candelas en la última parada? ¡Es inaudito! Hubierais podido figuraros que, en estos rincones perdidos, los que se llaman nobles no valen más que sus villanos. ¿Habéis siquiera calentado el agua para mi baño?

El hombre respondió algo que Angélica no oyó. Felipe agregó:

—¡Tanto peor! Me lavaré en una tina. Afortunadamente, mi padre me ha dicho que en el castillo del Plessis tiene dos salas con agua florentina. Estoy impaciente por llegar. Tengo la impresión de que el olor de esta tribu de los Sancé no se me va a salir nunca de las narices.

«Esta —pensó Angélica— sí que me la paga.» Le vio volver a bajar a la luz de la linterna colocada sobre la consola de la antecámara.

Cuando le tuvo cerca salió de la sombra de la escalera.

—¿Cómo os atrevéis a hablar con tal insolencia a los lacayos? —interrogó con voz firme que resonó bajo las bóvedas—. ¿No tenéis sentido de la dignidad de la nobleza? Eso será sin duda porque descendéis de un bastardo del rey. Mientras que nosotros tenemos la sangre pura.

—Tan pura la sangre como sucia la cara —replicó el joven en tono helado.

Dando un salto inesperado, Angélica se arrojó contra él dispuesta a clavarle las uñas en la cara. Pero el muchacho, con fuerza ya varonil, la sujetó por las muñecas y la arrojó violentamente contra la pared. Después se alejó sin apresurarse.

Aturdida, Angélica sentía cómo el corazón le daba golpes precipitados. Un sentimiento, mezcla de vergüenza y desesperación, la ahogaba.

«Le odio —pensaba—, y algún día me vengaré. Tendrá que inclinarse, que pedirme perdón.»

Pero por el momento no era más que una chiquilla miserable en la sombra de un castillo viejo y húmedo. Rechinó una puerta, y Angélica distinguió la silueta maciza del viejo Guillermo, que entraba trayendo dos cubos de agua humeante para el baño del joven señor. Al verla, se detuvo.

—¿Quién está ahí?

—Soy yo —respondió Angélica en alemán. Cuando estaba a solas con el viejo soldado hablaba siempre en aquella lengua que él le había enseñado.

—¿Qué hacéis ahí? —repuso Guillermo en el mismo idioma—. Hace frío. Id a la sala a escuchar los cuentos del señor marqués. Así os podréis alegrar para todo el año.

—¡Detesto a esas gentes! —dijo sombríamente Angélica—. Son impertinentes y demasiado diferentes de nosotros. Destruyen cuanto tocan y nos dejan después solos y con las manos vacías, mientras se vuelven a sus bellos castillos, llenos de objetos magníficos.

—¿Qué sucede, hija mía? —preguntó cautamente el viejo Lützen—. ¿Vuestro espíritu no podría sobreponerse a unas cuantas burlas?

El malestar de Angélica se acentuaba. Un sudor frío le mojaba las sienes.

—Guillermo, tú que nunca has estado en una Corte de reyes, dime: cuando se encuentra a alguien a la vez malvado y cobarde, ¿qué hay que hacer?

—¡Extraña pregunta para una niña! Pero si me lo preguntáis, os diré que hay que matar al malvado y dejar al cobarde que huya.

Y añadió después de un momento de reflexión, volviendo a cargar con los cubos:

—Pero vuestro primo Felipe no es ni cobarde ni malvado. Es un poco joven, eso es todo.

—Entonces, ¿también tú le defiendes? —exclamó Angélica con voz aguda—. También tú… porque es hermoso… porque es rico…

Un sabor amargo le llenaba la boca. Vaciló y, deslizándose por la pared, cayó desvanecida.

La enfermedad de Angélica era naturalísima. La señora de Sancé dio a la niña explicaciones sobre los síntomas que la inquietaban, pues se había transformado en mujer, advirtiéndole que aquello le sucedería en adelante periódicamente, hasta una edad avanzada.

—¿Y periódicamente tengo que perder el sentido? —preguntó Angélica, sorprendida de no haber advertido más a menudo los desmayos, al parecer obligatorios, de las mujeres que la rodeaban.

—No, el desmayo ha sido un simple accidente. Pronto te repondrás y te acostumbrarás perfectamente a tu nuevo estado.

—De todos modos… Falta mucho para llegar a ser una vieja… —suspiró la chiquilla—. Y cuando sea vieja, ya no podré volver a subirme a los árboles.

—A los árboles puedes seguir subiéndote —dijo la señora de Sancé, que empleaba mucha delicadeza en la educación de sus hijos y parecía comprender los sinsabores de Angélica—. Pero, como tú misma lo comprendes, ya sería hora de renunciar a algunas niñerías que no van bien con tu edad y con tu calidad de señorita noble.

Añadió un pequeño discurso en el que se trataba de la alegría de traer hijos al mundo y del castigo original que pesa sobre todas las mujeres por culpa de nuestra madre Eva.

«Añadamos esto a la miseria y a la guerra», pensó Angélica.

Extendida entre las sábanas, escuchando la lluvia que caía, experimentaba cierto bienestar. Sentíase débil y al mismo tiempo más persona. Tenía la impresión de estar tendida en un navío que se alejaba de la orilla con rumbo a otro destino. De tanto en tanto pensaba en Felipe y apretaba los dientes.

Después de su desvanecimiento, Pulqueria había velado por ella, y Angélica no se había dado cuenta de la marcha del marqués y de su hijo.

Le contaron que no se habían detenido mucho tiempo en Monteloup. Felipe se quejaba de que las pulgas no le habían dejado dormir.

—¿Y mi petición al rey? —preguntó el barón de Sancé en el momento en que su ilustre pariente subía a su carroza—. ¿Pudisteis presentársela?

—Mi buen amigo, la presenté, mas no creo que tengáis derecho a esperar gran cosa de ella: el niño rey está ahora más pobre que vos y no tiene, por decirlo así, ni un techo bajo el cual reposar la cabeza. Me han contado —añadió con desdén— que distraéis vuestros ocios con la cría de hermosos mulos. Vended algunos.

—Reflexionaré sobre vuestra sugerencia —dijo Armando de Sancé, irónico por una sola vez—. Cierto, es preferible para un gentilhombre ser laborioso que contar con la generosidad de sus pares.

—¡Laborioso! ¡Bah! ¡Qué fea palabra! —dijo el marqués con coquetería—. ¡Ea, adiós, primo mío! Enviad a vuestro hijo al Ejército, y al regimiento del mío a vuestros más robustos villanos. ¡Adiós! Os beso mil veces. Alejóse la carroza dando tumbos mientras una mano refinada se agitaba en la portezuela.

No hubo más visitas de los señores Du Plessis. Súpose que daban algunas fiestas y que después se disponían a volver a la Ile-de-France
[7]
, para incorporarse a su ejército nuevecito. Los sargentos reclutadores habían pasado ya por Monteloup.

En el castillo, Juan de la Coraza y uno de los gañanes de la granja se dejaron tentar por el porvenir glorioso reservado a los dragones del rey. La nodriza Fantina lloró mucho al marcharse su hijo.

—No era malo, y ahora se convertirá en un soldado alemán como vos —dijo a Guillermo Lützen.

—Es cuestión de herencia, hija mía. ¿No tuvo por padre a un soldado?

Para contar los días, en el castillo, se tomó la costumbre de decir: «Eso sucedió antes o después de la visita del marqués Du Plessis.»

VII
La visita del hombre negro.
El hermano mayor de Angélica se fuga a América

Después ocurrió el incidente del «visitante negro». Este incidente lo recordó Angélica mucho más tiempo y más profundamente. Lejos de destruir y mortificar, como lo habían hecho los huéspedes precedentes, el visitante trajo con sus palabras extrañas una esperanza que había de acompañar a la joven en el transcurso de su vida, una esperanza anclada tan hondamente que en los momentos de angustia que atravesó más tarde le bastaba cerrar los ojos para ver de nuevo aquella velada de primavera, murmurante de lluvia, en la cual el hombre había aparecido.

Angélica estaba en la cocina como de costumbre. En derredor suyo jugaban Dionisio, María Inés y el más pequeño, Alberto. El recién nacido estaba aún en la cuna, cerca del hogar. Para los niños, la cocina era la habitación más hermosa de la casa. La lumbre ardía a todas horas; no había humo, porque la campana de la chimenea era muy amplia. La luz de aquel perenne fuego danzaba y se reflejaba en los fondos rojos de cazos y peroles de cobre que adornaban las paredes. El hosco y soñador Gontran solía pasarse horas enteras observando el centelleo de aquellos reflejos, en los cuales creía ver visiones extrañas, y en los que Angélica reconocía los genios tutelares de Monteloup.

Aquella tarde Angélica estaba preparando una empanada de liebre. Ya había dado a la pasta la forma de torta y estaba picando la carne para el relleno. Fuera se oyeron los cascos de un caballo.

—Ya vuelve tu padre —dijo la tía Pulqueria—. Angélica, creo que sería correcto que fuéramos al salón.

Pero después de una corta pausa, durante la cual el jinete había debido de apearse, sonó la campana de la puerta de entrada.

—Voy yo —dijo Angélica.

Distinguió a través de la lluvia y la bruma del atardecer a un hombre alto y flaco sobre cuya capa corría el agua.

—¿Habéis puesto a cubierto vuestro caballo? —preguntó—. Aquí los animales se enfrían fácilmente. Hay demasiada niebla que sube de las ciénagas.

—Os doy las gracias, señorita —respondió el forastero, que se quitó el gran sombrero de fieltro y se inclinó—. Me he tomado la libertad, según acostumbramos los viajeros, de hacer entrar mi caballo y dejar mi equipaje en la cuadra. Como me veía demasiado lejos del lagar adonde voy y pasaba cerca del castillo de Monteloup, me decidí a solicitar del señor barón hospitalidad por una noche.

Por el traje, de gruesa tela negra apenas adornado con un cuello blanco, Angélica pensó que se trataba de un comerciante de poco más o menos, o de un campesino en traje de domingo. Pero su acento, que no era el del terruño y parecía extranjero, la desconcertaba, así como lo refinado de su lenguaje.

—Mi padre no ha vuelto aún a casa, pero venid a calentaros en la cocina. Mandaremos un mozo a cuidar del animal.

Cuando volvió a la cocina precediendo al forastero, su hermano Josselin acababa de entrar por la puerta del corral. Cubierto de barro, con el rostro rojo y sucio, iba arrastrando por las losas del piso un jabalí que había matado.

—¿Buena caza, señor? —preguntó el forastero con mucha cortesía.

Josselin le lanzó una mirada poco amable y respondió con un gruñido. Después se sentó en un taburete y alargó las piernas hacia la lumbre. Más modestamente, el visitante se sentó también junto al hogar y aceptó un plato de sopa que le ofrecía Fantina.

Other books

Our Kansas Home by Deborah Hopkinson, PATRICK FARICY
Tigerman by Nick Harkaway
Dangerous Inheritance by Barbara Warren