La Marquesa De Los Ángeles (17 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
8.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Suavemente volvió a colocar la ampolleta sobre su cojín de raso. Hubo un silencio. Los ojos del señor Exili contemplaban su obra con satisfacción no exenta de vanidad.

—Añado, monseñor, que este licor tiene el mérito de ser inodoro y casi insípido. No altera los alimentos a los cuales se mezcla, y a duras penas la persona que lo ingiera, suponiendo que ponga mucha atención en lo que come, podrá reprochar a su cocinero haber sido demasiado generoso en el uso de las especias.

—Sois un hombre precioso —replicó el príncipe, que parecía irse poniendo un tanto soñador.

Nerviosamente amontonó sobre la mesa del secreter los sobres sellados.

—He aquí lo que debo entregaros, en compensación, para el señor Fouquet. Este sobre contiene la declaración del marqués de Hocqincourt. Aquí están las del señor de Charost, del señor Du Plessis, de la señora Du Plessis, de la señora de Richeville, de la duquesa de Beaufort, de la señora de Longueville. Como veis, las damas son menos perezosas… o menos escrupulosas que los caballeros. Todavía me faltan las cartas del señor de Maupéou, del marqués de Créqui y de algunos otros.

—Y la vuestra, monseñor.

—Es justo. Aquí está. Acabo de terminarla, y aún no la he firmado.

—¿Tendría Vuestra Alteza la amabilidad de leerme el texto, para que pueda comprobar punto por punto las órdenes? El señor Fouquet tiene absoluto empeño en que no se olvide punto alguno.

—Como gustéis —dijo el príncipe encogiéndose de hombros con movimiento casi imperceptible.

Tomó el pliego y leyó en alta voz:

«Yo, Luis II, príncipe de Condé, doy al señor Fouquet la seguridad de no ser jamás de persona alguna sino suyo, de no obedecer a ninguna otra persona, sin excepción, y de entregarle mis plazas, fortificaciones y demás, tantas veces como él lo ordene.»

Para seguridad de lo cual doy el presente billete escrito y firmado de mi puño y letra, por mi propia voluntad, sin que él siquiera lo haya deseado, teniendo la bondad de fiarse de mi palabra, de la que puede estar seguro.

Hecho en Plessis-Belliére, el 20 de septiembre de 1649.»

—Firmad, monseñor —dijo el padre Exili, cuyos ojos brillaban a la sombra de la capucha.

Rápidamente y como si tuviera prisa por terminar, Condé tomó del secreter una pluma de ganso que cortó. Mientras rubricaba la carta el monje encendió un calentador de plata dorada. Condé fundió la cera roja y selló la misiva.

—Todas las demás declaraciones están hechas sobre el mismo modelo y firmadas —dijo para concluir—. Creo que vuestro amo se mostrará satisfecho y nos lo aprobará.

—Estad cierto de ello, monseñor. Sin embargo, no puedo salir de este castillo sin llevar conmigo las demás declaraciones que me habéis hecho esperar.

—Me comprometo a obtenerlas mañana a mediodía.

—Permaneceré bajo este techo hasta ese momento.

—Nuestra amiga la marquesa Du Plessis dispondrá lo necesario, signor. La hice prevenir de vuestra llegada.

—Entretanto, creo que sería prudente encerrar estas cartas en el cofrecillo que acabo de entregaros. Su cerradura es invisible, y en ninguna parte estarán más a salvo de indiscreciones.

—Tenéis razón, señor Exili. Al oíros comprendo que la conspiración es también un arte que pide experiencia y práctica. Yo no soy más que un guerrero, y no lo oculto.

—Guerrero glorioso —exclamó el italiano inclinándose.

—Me lisonjeáis, padre. Pero confieso que me complacería que el señor de Mazarino y la reina compartiesen vuestra opinión. Sea como quiera, creo, sin embargo, que la táctica militar, aunque más ruda y amplia, se acerca un tanto a vuestras sutiles maniobras. Siempre hay que prever las intenciones del enemigo.

—Monseñor, habláis como si el propio Maquiavelo hubiera sido vuestro maestro.

—Me aduláis —dijo el príncipe.

Exili le explicó el modo de levantar la almohadilla de raso para deslizar el cofrecillo en el secreter. Apenas se hubo retirado el italiano, Condé, como un niño, volvió a tomar el cofrecillo y lo abrió de nuevo.

—¿A ver? —dijo en voz queda la mujer.

Durante la conversación no había intervenido, contentándose con quitarse de los dedos las sortijas y volvérselas a poner. Pero, al parecer, no había perdido ni una sola palabra de las que se habían cambiado. Condé se acercó al diván y ambos se inclinaron sobre la ampolleta de color de esmeralda.

—¿Crees que será tan terrible como dice? —murmuró la duquesa de Beaufort.

—Fouquet asegura que no hay boticario más hábil que este florentino. Y, de todos modos, tenemos que valernos de Fouquet. A él se le ha ocurrido la idea de la intervención española en el Parlamento de París, el pasado abril. Intervención que a todos ha disgustado, pero que lo ha puesto en contacto con Su Majestad Católica. No conseguiré mi ejército sino gracias a él.

La dama había vuelto a reclinarse en las almohadas.

—¿De modo que el señor Mazarino está muerto? —dijo lentamente.

—Como si lo estuviera, puesto que tengo su muerte en las manos.

—¿No dicen que, a veces, la reina madre acostumbra comer con el hombre a quien ama apasionadamente?

—Eso dicen —afirmó Condé, pasado un minuto de silencio—. Pero no comparto vuestro proyecto, amiga mía. Y pienso en otra maniobra más hábil y eficaz. ¿Qué sería de la reina madre sin hijos? A la española no le quedaría más que retirarse a un claustro a llorarlos…

—¿Envenenar al rey? —dijo la duquesa dando un salto. El príncipe rió estrepitosamente. Volvió al secreter y guardó en él el cofrecillo,

—¡Así son las mujeres! —exclamó—. ¡El rey! Os enternecéis porque se trata de un hermoso niño, agitado por las perturbaciones de la adolescencia y que desde algún tiempo os pone de vez en cuando, en la Corte, ojos de perro fiel. El rey, para vosotras, es eso. Para nosotros, es un obstáculo peligroso para todos nuestros proyectos. En cuanto a su hermano el Monsieur pequeño, es un chiquillo pervertido que se complace en vestirse de niña para que lo acaricien los hombres. Aún me parece más impropio para el trono que vuestro regio doncel. No, creedme; con el señor de Orleáns, tan poco austero, al contrario de su difunto hermano Luis XIII, que lo era demasiado, tendríamos un rey que nos convendría perfectamente. Es rico y débil de carácter. ¿Qué más necesitamos?

Condé volvió a cerrar el secreter y puso la llave en el bolsillo de su bata.

—Querida mía —dijo—, creo que deberíamos pensar en presentarnos ante nuestros huéspedes. La cena no va a tardar. ¿Queréis que haga llamar a Manon, vuestra doncella?

—Os lo agradecería, mi amado señor.

Angélica, que empezaba a sentir cansancio, retrocedió un poco en la cornisa. Pensaba que su padre debía de andar buscándola, pero no se decidía a abandonar su puesto de observación. En la habitación, el príncipe y la duquesa, en manos de sus criados, comenzaron a vestirse sus galas, con gran crujir de sedas y con acompañamiento de unos cuantos juramentos por parte del príncipe, que no era muy paciente.

Cuando Angélica apartaba los ojos de la mancha de luz que formaba la ventana abierta, no veía en torno suyo sino la noche opaca, de la que subía el murmullo del bosque cercano, movido por el viento de otoño.

Por fin se dio cuenta de que la estancia se había quedado vacía. La lamparilla seguía ardiendo, pero la habitación había recobrado su misterio. Muy despacito se acercó a la ventana y se deslizó dentro. El olor de los afeites y perfumes se mezclaba de modo extraño con el que venía de la noche cargada de los aromas del bosque húmedo, de musgo, de castañas maduras.

Angélica, en verdad, no sabía lo que iba a hacer. Hubieran podido sorprenderla. No lo temía. Todo aquello no era más que un sueño. Era como su marcha a las Américas, como la dama loca de Monteloup, como los crímenes de Gil de Retz… Con rápido movimiento, sacó del bolsillo de la bata abandonada sobre una silla la llavecita del secreter y lo abrió. Tomó el cofrecillo; era de madera de sándalo y exhalaba olor penetrante. Cerró de nuevo el secreter, puso la llave en el bolsillo de la bata y volvió a la cornisa con el cofrecillo bajo el brazo. Se sintió de pronto prodigiosamente alegre. Se figuraba el rostro del señor de Condé cuando notara la desaparición del veneno y las cartas comprometedoras. «No es robar —se dijo—, puesto que se trata de evitar un crimen.»

Ya sabía en qué escondite había de ocultar el producto de su robo. Las torrecillas de los ángulos con que el arquitecto italiano había sobrecargado las cuatro esquinas del gracioso castillo de Plessis no servían más que de adorno, pero las habían provisto de almenas y troneras en miniatura, imitando la decoración guerrera de los edificios de la Edad Media. Además, estaban huecas y se abría en ellas una pequeña ventana. Angélica deslizó el cofrecillo en la más próxima. ¡Muy listo había que ser para venir a buscarlo allí!

Después se deslizó a lo largo de la fachada y se encontró de nuevo en tierra firme. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía los pies helados. Volvió a calzarse los zapatos y seguidamente regresó al castillo.

Todo el mundo estaba reunido en los salones. La noche, demasiado sombría y brumosa, no atraía a nadie. Al entrar en el vestíbulo, el olfato de Angélica se sintió gratamente cosquilleado por efluvios culinarios apetitosísimos. Vio pasar una fila de criados con librea que llevaban grandes fuentes de plata. Faisanes y becadas adornados con sus plumas, un cochinillo coronado de flores como una novia, varios trozos de un hermoso gamo colocados sobre fondos de alcachofas y de hinojo, desfilaron ante ella. Ruido de loza fina y de cristales que chocaban entre sí venía de las salas y las galerías, donde la concurrencia se había reunido en torno a mesitas con manteles de encaje, distribuidas aquí y allá con buen gusto. Alrededor de cada una sentábanse diez personas.

Angélica, detenida en el umbral del salón grande, vio al príncipe de Condé, a quien rodeaban la señora Du Plessis, la duquesa de Beaufort y la Condesa de Richeville. El marqués Du Plessis y su hijo Felipe estaban también sentados a la mesa del príncipe, con algunas otras damas y señores. El sayal oscuro del italiano Exili ponía una nota insólita entre tantos encajes, cintas y telas preciosas recamadas de oro y plata. Si el barón de Sancé hubiese estado presente, hubiera hecho
pendant
con la austeridad monástica. Pero aunque Angélica miró con mucha atención, no vio a su padre por ninguna parte.

De pronto, uno de los pajes que pasaba llevando un frasco de plata dorada la reconoció. Era el que se había burlado cruelmente de ella a propósito de la «bourrée».

—¡Oh —exclamó burlándose—, aquí está la baronesa del
Triste Vestido
! ¿Qué deseáis beber, Nanón? ¿Sidra o buena leche cuajada?

Angélica le sacó rápidamente la lengua y, dejándole un tanto confuso, continuó caminando hacia la mesa del príncipe.

—¡Señor! ¿Quién llega hasta nosotros? —exclamó la duquesa de Beaufort.

La señora Du Plessis, que siguió la dirección de sus miradas, vio a Angélica y requirió una vez más el auxilio de su hijo

—Felipe, Felipe, ten la bondad de conducir a tu prima de Sancé a la mesa de las señoritas de honor El joven lanzo a Angélica una mirada de mal humor

—Aquí hay un taburete —dijo, señalando a su lado un asiento vacío.

—¡Aquí, no, Felipe, aquí no! Habías reservado ese lugar para la señorita de Senlis.

—La señorita de Senlis podía haberse dado prisa Cuando llegue verá que ha sido reemplazada ventajosamente —concluyó con sonrisa irónica. Sus vecinos de mesa se echaron a reír.

Angélica se sentó. Había ido demasiado lejos para retroceder. No se atrevía a preguntar donde estaba su padre, y los reflejos luminosos que lanzaban las copas, los botellones, la plata y los diamantes de las damas la deslumbraban hasta darle vértigo. Por reacción, se puso rígida, ensanchó el pecho y echó hacia atrás su abundante y dorada cabellera. Parecióle que algunos de los caballeros le dirigían miradas no desprovistas de interés. Casi enfrente de ella, el ojo de ave de presa del príncipe de Condé la examino con atención arrogante.

—¡Por todos los diablos, tenéis extraños parientes! ¿Quién es esta cerceta gris?

—Una primita provinciana, monseñor ¡Ah, compadecedme! Durante dos horas, esta misma tarde, en vez de escuchar a nuestros músicos y la encantadora conversación de estas damas he soportado las demandas del barón su padre, cuyo aliento aún me enferma, como exclamaría nuestro cínico poeta Argenteuil.
«Os digo sin mentir, que el aliento de un muerto o el hedor de una letrina no huelen tan fuerte»

Una servil carcajada sacudió a la reunión.

—¿Y sabéis que me pedía? —repuso el marques, enjugándose los ojos con ademán remilgado— No lo acertareis Que consiga que le eximan de impuestos sobre unos cuantos mulos de sus cuadras, así como sobre la producción, saboread la palabra, del plomo que pretende encontrar, ya fundido en lingotes, bajo los cuadros de su huerta. Jamás he oído estupideces semejantes.

—¡Que la peste se los lleve! —dijo el príncipe— Ridiculizan nuestros blasones con sus afectaciones campesinas

Las damas se ahogaban de regocijo

—¿Habéis visto la pluma que lleva en el sombrero?

—¿Y los zapatos que todavía tienen paja en los tacones?

El corazón de Angélica latía tan violentamente que le parecía que Felipe, sentado a su lado debía oírlo. Le lanzó una mirada y sorprendió los ojos azules y fríos del muchacho fijos en ella con expresión indefinible «No puedo dejar que insulten así a mi padre», pensaba Angélica debía de estar muy pálida. Recordó el rubor de la señora de Richeville, algunas horas antes, cuando su propia voz se había levantado en el silencio súbitamente helado. Había, pues, algo que aquellas gentes impertinentes temían

—Puede que seamos pobres —dijo en voz alta y clara—, pero nosotros, al menos, no andamos buscando medios para envenenar al rey.

Como la otra vez, las risas se extinguieron en los rostros y cayó un silencio tan grave que las mesas vecinas se con movieron. Poco a poco, las conversaciones fueron languideciendo la animación de los comensales se fue apagando Todos miraban en dirección del príncipe de Condé

—¿Quién… quien… quien…? —balbució el marques Du Plessis y calló bruscamente

—He aquí unas palabras curiosas —dijo al fin el príncipe, que se dominaba a duras penas— Esta joven no esta acostumbrada al gran mundo. Aún se atiene a los cuentos de su nodriza

Other books

Ashes and Dust by Jeremy Bishop, David McAfee
Temptation's Kiss by Michelle Zink
Haole Wood by DeTarsio, Dee
Leon Uris by O'Hara's Choice