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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (51 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Era ya mediodía cuando se produjo gran movimiento, y la señorita de Montpensier apareció sudando y abanicándose.

—Amiguita —dijo a Angélica—, llegáis siempre a punto. Cuando no veo a mi alrededor sino caras necias que me dan ganas de abofetear, vuestro rostro encantador y vuestros ojos formalitos y límpidos me causan una impresión… refrescante. ¿Es que no piensan traernos limonada y helados? —Se dejó caer en un sillón y tomó aliento—. Dejadme que os cuente. He estado a punto de estrangular al pequeño
Monsieur
esta mañana. No me hubiera sido difícil. Me arroja de este palacio en el cual he vivido desde mi infancia. Digo más, he reinado en este palacio. Mirad… Desde aquí mismo envié a mis lacayos y violinistas a cruzar la espada con las gentes del señor Mazarino en la Puerta de la Conferencia que veis allá abajo. Este quería huir ante la cólera del pueblo, pero no pudo salir de París. Poco faltó para que lo asesinaran y arrojaran su cuerpo al río…

Angélica se preguntaba cómo en medio de aquel parloteo iba a abordar la cuestión que tanto la interesaba. Recordaba el escepticismo del joven abogado sobre la bondad de los grandes, pero apelando a todo su valor dijo:

—Perdonadme, Alteza, pero sé que estáis al corriente de cuanto sucede en la Corte. ¿No ha llegado a vuestro conocimiento que mi marido está en la Bastilla?

La princesa se sorprendió francamente y se conmovió.

—¿En la Bastilla? Pero ¿qué crimen ha cometido?

—Eso es precisamente lo que ignoro, y espero mucho de vos, Alteza, para que me ayudéis a aclarar este enigma.

Contó los acontecimientos de San Juan de Luz y la desaparición misteriosa del conde de Peyrac. Los sellos puestos en la casa del barrio de San Pablo demostraban claramente que su secuestro tenía que ver con una acción de justicia, pero el secreto estaba bien guardado.

—Vamos a ver —dijo la señorita de Montpensier—, pensemos un poco. Vuestro marido tenía enemigos, como todo el mundo. ¿Quién, en vuestra opinión, ha podido intentar perjudicarle?

—Mi marido no vivía en buena inteligencia con el arzobispo de Toulouse. Pero no creo que haya podido decir contra él nada que motivase la intervención del rey.

—¿El conde de Peyrac no habrá ofendido a algunos grandes que tengan influencia sobre Su Majestad? Recuerdo una cosa, pequeña. El señor de Peyrac se mostró una vez extrañamente insolente hacia mi padre cuando éste se presentó en Toulouse como gobernador del Languedoc. ¡Oh, mi padre no le guardó rencor, y además está muerto! Mi señor padre no tenía carácter celoso, aunque se pasaba la vida conspirando. He heredado de él esa pasión, lo confieso, y por ello el rey no siempre me ve con buenos ojos. Es un hombre tan susceptible… ¡Ah! Ahora que lo pienso… ¿El señor de Peyrac no habrá quizás ofendido al rey en persona?

—Mi marido no tiene costumbre de malgastar el tiempo en adulaciones. Sin embargo, respetaba al rey, ¿y no intentó complacerle lo más que pudo cuando le recibió en Toulouse?

—¡Oh, qué magnífica fiesta! —dijo con entusiasmo
Mademoiselle
juntando las manos—. ¡Aquellos pajaritos que salían de una gran roca de confitería…! Pero precisamente alguien me dijo que el rey se había molestado. Lo mismo que con ese tal señor Fouquet en Vaux-le-Vicomte… Todos esos grandes señores no se dan cuenta de que, si el rey sonríe, se le alargan los dientes como si bebiera agraz al ver que sus propios subditos lo humillan con su esplendor.

—No puedo creer que Su Majestad tenga el espíritu tan mezquino.

—El rey parece amable y discreto, convengo en ello. Pero, quiérase o no, recuerda siempre el mal tiempo en que los príncipes de la sangre le hacían la guerra. Yo estaba con ellos, es verdad, ya no sé por qué. En resumen. Su Majestad desconfía de cuantos levantan la cabeza un tanto demasiado.

—Mi marido nunca ha intentado conspirar contra el rey. Siempre se ha conducido como subdito leal y pagaba él solo la cuarta parte de todos los impuestos del Languedoc.

La señorita de Montpensier dio a su visitante un golpecito amistoso con el abanico.

—¡Con qué fuego lo defendéis! Confieso que su aspecto me espantaba un tanto, pero después de haber conversado con él en San Juan de Luz empecé a comprender en qué consiste el hechizo que ejerce sobre las mujeres. No lloréis, querida; os devolveremos a vuestro Gran Rengo seductor aunque tenga que acribillar a preguntas al mismo cardenal y meter la patita como es mi costumbre.

XXX
Asesinato de Margarita.
Acción ruin del marqués de Vardes

Angélica se separó de la
Grande Mademoiselle
un poco más serena. Se convino en que ésta mandaría a buscarla en cuanto hubiese obtenido informaciones ciertas. Deseosa de dar gusto a su amiga, la princesa consintió en encargarse del joven Giovani, al que colocaría entre sus propios violinistas y presentaría a Lulli, el músico del rey.

—De todas maneras, no se podrá dar ningún paso antes de la entrada del rey en París —concluyó—. Habrá que suspenderlo todo por causa de las fiestas. La reina madre está en el Louvre, pero el rey y la reina deben quedar en Vincennes hasta entonces. Esto no ayuda a arreglar las cosas, pero no os impacientéis. Yo no os olvidaré y os haré llamar cuando sea necesario.

Después de haberla dejado, Angélica vagó un poco por los corredores del castillo con la esperanza de encontrar a Péguilin de Lauzun, del cual sabía que visitaba asiduamente a
Mademoiselle.
No lo vio, pero se cruzó con Cerbalaud. Este estaba paseando con la cara muy larga. Tampoco él sabía qué pensar del arresto del conde de Peyrac: todo cuanto podía decir es que nadie hablaba de ello, ni parecía sospecharlo.

—Pronto lo sabrán —afirmó Angélica, que confiaba en la señorita de Montpensier, trompeta de cien bocas.

Nada le parecía más terrible que la muralla de silencio en que estaba envuelta la desaparición de Joffrey. Si se hablaba de ella, por fuerza el asunto tendría que salir a luz. Preguntó por el marqués de Andijos. Cerbalaud le dijo que acababa de marcharse al Pré-aux-Clercs para un duelo.

—¿Se bate en duelo? —exclamó Angélica asustada.

—Él no. Se baten Lauzun y Humiéres por un asunto de honor.

—Acompañadme. Quiero verlos.

Al bajar la escalera de mármol se le acercó una mujer de grandes ojos negros. Reconoció en ella a la duquesa de Soissons, una de las Mancini: Olimpia, sobrina del cardenal.

—Señora de Peyrac, me complace volver a veros —dijo la hermosa dama—; pero, aún más que vos, quien me encanta es vuestro guarda de corps, negro como el ébano. Ya en San Juan de Luz me había hecho el proyecto de pedíroslo. ¿Queréis cedérmelo? Lo pagaré a buen precio.

—Kuassi-Ba no está en venta —protestó Angélica—. Cierto es que mi marido lo compró en Narbona cuando era muy pequeño, pero nunca lo ha considerado un esclavo y le paga como si fuera un criado.

—También yo le pagaré y muy bien.

—Lo lamento, señora, pero no puedo complaceros. Kuassi-Ba me es útil, y mi marido sentiría mucho no encontrarlo a su vuelta.

—¡Qué le vamos a hacer! —dijo la señora de Soissons con una muequecita de decepción, lanzando otra mirada de admiración al gigante de bronce, que estaba impasible detrás de Angélica—. Es inaudito lo que puede hacer resaltar la hermosura, la fragilidad y la blancura de una mujer semejante escolta. ¿No pensáis lo mismo, queridísimo?

Angélica vio entonces al marqués de Vardes, que se dirigía hacia el grupo. No tenía ningún deseo de volverse a encontrar cara a cara con aquel gentilhombre, que se había mostrado con ella tan brutal y odioso. Aún sentía el escozor en los labios que tan malvadamente le había mordido. Así es que se apresuró a saludar a la señora de Soissons y a bajar hacia los jardines.

—Tengo la impresión de que la bella Olimpia lanza miradas concupiscentes a vuestro negro —dijo Cerbalaud—. Vardes, su amante, no le basta. Tiene curiosidad por saber cómo hace el amor un negro.

—¡Oh! Daos prisa en vez de decir horrores —dijo Angélica impaciente—. Yo sí que estoy loca de curiosidad por saber si Lauzun y Humiéres se están ensartando mutuamente.

¡Cómo la fatigaban aquellas gentes ligeras, de cerebro vacío y corazón egoísta! Parecíale ir corriendo como en sueños en persecución de algo extremadamente difícil y esforzándose en vano por reunir elementos dispersos. Todo huía, todo se desvanecía ante ella.

Se encontraban ya en los muelles, cuando una voz los llamó. Un gran señor a quien Angélica no conocía se dirigió a ella y le pidió algunos instantes de atención.

—Señora, me envía Su Alteza Real Felipe de Orleáns, hermano del rey.
Monsieur
desea veros para hablaros del señor de Peyrac.

—¡Dios mío! —murmuró Angélica, cuyo corazón empezó a latir desordenadamente.

¿Iba a saber al fin algo preciso? No le inspiraba gran simpatía el hermano del rey, hombrecillo de ojos tristes y fríos. Pero recordaba las palabras admirativas, aunque muy ambiguas, que había pronunciado refiriéndose al conde de Peyrac. ¿Qué habría sabido sobre el prisionero de la Bastilla?

—Su Alteza os esperará esta tarde hacia las cinco —continuó en voz baja el gentilhombre—. Entraréis por las Tullerías y os dirigiréis al pabellón de Flora, donde
Monsieur
tiene sus habitaciones. No habléis a nadie de todo esto.

—Me acompañará mi doncella.

—Como os plazca.

Saludó y se alejó haciendo sonar las espuelas.

—¿Quién es este gentilhombre? —preguntó Angélica a Cerbalaud.

—El caballero de Lorena, nuevo favorito de
Monsieur.
Sí, Guiche ha caído en desgracia: no era lo bastante entusiasta por los amores raros y tenía demasiada afición al bello sexo. Sin embargo,
Monsieur
tampoco lo desdeña del todo. Dicen que después de la entrada del rey lo van a casar. ¿Y sabéis con quién? Con la princesa Enriqueta de Inglaterra, la hija del pobre Carlos I, decapitado por los ingleses…

Angélica no escuchaba más que a medias. Empezaba a tener hambre. El apetito, en ella, no perdía nunca sus derechos. Le daba un poco de vergüenza, sobre todo en las circunstancias presentes. ¿Qué comería el pobre Joffrey, él tan refinado, en su negra prisión?

Lanzó una mirada en derredor con la esperanza de ver algún vendedor de pastelillos calientes. Habían llegado al otro lado del Sena, cerca de la antigua puerta del Nesle, flanqueada por su torre. Hacía mucho tiempo ya que había dejado de existir el Pré-aux-Clercs, donde tantos jóvenes estudiantes se divertieran en otros tiempos. Pero aún quedaba entre la abadía de Saint-Germain-des-Prés y los antiguos fosos un boscaje a donde las gentes puntillosas solían ir a lavar su honor, lejos de las miradas indiscretas de los guardias.

Al acercarse, Angélica y Cerbalaud oyeron gritos y encontraron a Lauzun y al marqués de Humiéres, que, con las camisas desabrochadas en plan de duelistas, se precipitaban sobre Andijos con la intención de darle de puñetazos. Ambos contaron que, obligados a batirse, habían ido por separado y en secreto a ver a Andijos para rogarle que viniese a separarlos en nombre de la amistad. Pero el muy traidor, escondido detrás de unos arbustos, había asistido, riendo como loco, a las angustias de los dos «enemigos», que hacían retrasar la pelea pretextando que una de las espadas era más corta que la otra, los calzones demasiado estrechos, etc.

—Por poco corazón que hubiésemos tenido, habríamos podido degollarnos cien veces —gritaba el menudo Lauzun.

Angélica se unió a ellos en contra de Andijos.

—¿Creéis que mi marido os ha mantenido durante quince años para que os divirtáis con estas farsas estúpidas mientras él está en prisión? —le gritó—. ¡Oh, estas gentes del Mediodía!

Tiró de él hundiéndole las uñas en el brazo y le ordenó que saliese inmediatamente para Toulouse para traerle dinero lo antes posible. Bastante dolido, Andijos confesó que había perdido cuanto tenía jugando la víspera en casa de la princesa Enriqueta. Angélica le dio quinientas libras y a Kuassi-Ba para que le acompañase.

Cuando se hubieron marchado, Angélica se dio cuenta de que Lauzun y Humiéres, lo mismo que sus testigos, habían desaparecido también. Se pasó la mano por la frente.

—Tengo que volver a las Tullerías a las cinco —dijo a Margarita—. Esperaremos en alguna taberna donde nos puedan dar de comer.

—¡Una taberna! —repitió indignada la doncella—. Señora, no es lugar para vos.

—¿Crees que una prisión sea lugar para mi marido? Tengo hambre y sed. Y tú también. No hagas melindres, y vamos a descansar.

La tomó del brazo familiarmente y se apoyó contra ella. Era más baja que Margarita, y tal vez por eso se había dejado impresionar por la doncella. Ahora la conocía bien. Viva, vehemente, pronta para enojarse, Margarita, a quien todos llamaban Margot, había consagrado a la familia Peyrac una abnegación indefectible.

—Puede que tengas deseos de marcharte tú también —dijo bruscamente Angélica—. No sé absolutamente cómo va a terminar todo esto. Ya viste que los lacayos no han tardado mucho en amedrentarse.

—Nunca he deseado seguir el ejemplo de los lacayos —dijo desdeñosamente Margarita, cuyos ojos ardían como brasas. Y añadió después de un instante de reflexión—: Para mí la vida da vueltas en torno de un solo recuerdo. Me echaron con el conde en la cesta del campesino católico que lo volvió a Toulouse, a casa de sus padres. Fue después de la matanza de las gentes de mi aldea, entre las cuales estaba mi madre, su nodriza. Yo no tenía más que cuatro años, pero recuerdo todos los detalles. Estaba destrozado y gemía. Yo le enjugaba con torpeza la carita llena de sangre, y como ardía de sed, le ponía en los labios un poco de nieve derretida. Ahora, lo mismo que entonces, aunque tuviera que morir sobre la paja de un calabozo, no lo dejaré…

Angélica no respondió, pero se apoyó más fuertemente y descansó un instante la mejilla en el hombro de la muchacha.

Encontraron una taberna cerca de la puerta de Nesle. La patrona les preparó un guisote en el hogar. Había poca gente en la sala, aparte de algunos soldados que miraban aquella dama ricamente ataviada sentada ante una mesa ordinaria.

Por la puerta abierta Angélica miraba la siniestra torre de Nesle. Desde ella habían precipitado al río a los amantes de una noche de la lasciva Margarita de Borgoña, reina de Francia, que, enmascarada, iba a buscar por las callejas a los estudiantes de linda cara. Ahora el Ayuntamiento había alquilado la destartalada torre a unas lavanderas que tendían la ropa en las almenas y troneras. El lugar era tranquilo y poco transitado. La campiña estaba allí cerca. Los bateleros sacaban sus barcas al cieno de la orilla. Algunos niños pescaban con caña en los fosos…

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