La Marquesa De Los Ángeles (59 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Debe de haber otra cosa —afirmó—. De todos modos, no hay más que el rey que pueda intervenir en ello. ¡Oh, no es fácil de manejar! Mazarino le ha enseñado la diplomacia florentina. Se le puede ver sonriendo y con lágrimas en los ojos, porque es muy sensible, mientras está preparando el puñal con que ejecutará a un amigo… —Viendo que Angélica palidecía, su protectora le rodeó los hombros con un brazo y le dijo como en broma—: Hablo en broma, como de costumbre. No hay que tomarme en serio. Nadie me toma en serio en este reino. De modo que concluyo: ¿queréis ver al rey?

Y como Angélica, sufriendo la reacción de aquella perpetua dicha escocesa, se arrojara a los pies de la señorita de Montpensier, ambas se echaron a llorar. Después de lo cual la princesa le advirtió que la terrible cita estaba ya señalada y que el rey recibiría a la señora de Peyrac dentro de dos horas.

Lejos de trastornarse, Angélica se sintió entonces penetrada de una tranquilidad extraña. Aquel día sería decisivo. Como no tenía tiempo de volver al barrio de Saint-Landry, pidió a
Mademoiselle
que la autorizase a usar sus polvos y sus afeites para estar presentable.
Mademoiselle
le prestó una de sus camareras.

Ante el espejo del tocador, Angélica se preguntó si era aún lo bastante hermosa para predisponer al rey en su favor. Es verdad que el talle había perdido su finura, pero en cambio su rostro, en otro tiempo redondo como el de una criatura, había adelgazado. Tenía ojeras y estaba pálida. Después de un examen severo se dijo que, a pesar de todo, la curva alargada de su rostro y sus ojos agrandados por una sombra de malva no le sentaban mal. Le daban una expresión patética, conmovedora, que no carecía de encanto. Se dio un poco de colorete, se plantó una «mosca» de terciopelo negro cerca de la sien y se dejó peinar por la camarera. Un poco más tarde, al mirarse al espejo y ver sus ojos verdes brillar lo mismo que los de un gato en la oscuridad, murmuró:

—¡Ya no soy yo! Sin embargo, soy una mujer hermosa. Pero, ¡ay!, no tengo bastante humildad para él. ¡Dios mío, haced que sea humilde!

XXXIV
La audiencia del rey

Angélica se enderezó, después de una profunda reverencia, latiéndole el corazón. El rey estaba frente a ella. Sus altos tacones de madera barnizada no hacían ruido alguno sobre la gruesa alfombra.

Vio que la puerta del gabinete se había cerrado y que estaba a solas con el soberano. Experimentó una sensación de desconcierto, casi de pánico. Siempre había visto al rey en el corazón de innumerable multitud, por lo cual nunca le había parecido absolutamente verdadero y vivo: era como un actor en el escenario de un teatro. Ahora sentía la presencia de aquel hombre un tanto macizo, sutilmente impregnado del perfume de los polvos de raíz de lirio con que, de acuerdo con la moda, se cubría el abundante cabello oscuro.

Y ese hombre era el rey…

Hizo un esfuerzo para alzar los ojos. Luis XIV estaba grave e impasible. Se hubiera dicho que intentaba recordar el nombre de la visitante, aunque la señorita de Montpensier se la había anunciado unos momentos antes. Angélica se sintió paralizada por la frialdad de su mirada. Ignoraba que Luis XIV, sin haber heredado la sencillez de su padre el rey Luis XIII, tenía su misma timidez. Apasionado por el fausto y los honores, dominaba lo mejor que podía aquel sentimiento de inferioridad que no estaba de acuerdo con la majestad de su título. Aunque casado, y ya muy galante, no podía aún acercarse a una mujer, sobre todo a una mujer hermosa, sin desconcertarse.

Y Angélica era hermosa. Tenía, sobre todo, aunque lo ignoraba, un porte altivo, y en la mirada una expresión a la vez contenida y osada que a veces podía parecer insolencia y desafío, pero también la inocencia de los seres jóvenes y sinceros. Su sonrisa la transformaba, revelando la simpatía que le inspiraban las cosas y la vida.

Pero en aquel instante Angélica no sonreía. Angélica debía esperar a que el rey hablase, y ante el silencio que se prolongaba, se le apretó la garganta. Por fin el rey se decidió, mintiendo un poco.

—Señora, no os reconocí. ¿No tenéis ya aquel traje maravilloso de oro que llevabais en San Juan de Luz?

—Es verdad, Sire, y mucho me avergüenza presentarme ante vos en atavío tan sencillo y gastado. Pero es lo único que me queda. Vuestra Majestad no ignora que todos mis bienes están bajo sello.

La fisonomía del rey se hizo de hielo. De pronto tomó el partido de sonreír.

—Entráis inmediatamente en la cuestión, señora. Después de todo, tenéis razón. Me recordáis que los instantes de un rey están contados y que no tiene tiempo que perder en melindres. Sois un tanto severa, señora.

Un delicado rubor invadió las mejillas de Angélica, que sonrió confusa.

—Lejos de mí, Sire, querer recordaros los deberes demasiado numerosos de que estáis abrumado. Pero he respondido con sencillez a vuestra pregunta. No quisiera que Vuestra Majestad me creyese lo bastante negligente para presentarme ante vos con un traje ya usado y con joyas demasiado modestas.

—No he dado orden de que secuestren vuestros bienes. Y hasta he recomendado que se deje a la señora de Peyrac libre y no se la moleste en nada.

—Agradezco infinitamente a Vuestra Majestad las atenciones que ha tenido conmigo —dijo Angélica inclinándose—. Pero no tengo nada que me pertenezca personalmente y, en mi prisa por saber qué había sucedido a mi marido, he venido a París sin más fortuna que unos cuantos trajes y algunas joyas. No vengo a lamentarme de miseria ante vos, Sire. Lo único que me preocupa es la suerte de mi marido.

Se calló, apretando los labios para no dejar salir el torrente de preguntas que hubiera querido lanzar: ¿Por qué lo habéis detenido? ¿Qué le reprocháis? ¿Cuándo me lo devolveréis?

Luis XIV la miraba con curiosidad no disimulada.

—¿Debo entender, señora, que vos, tan hermosa, estáis en realidad enamorada de ese esposo rengo y desfigurado?

El tono despectivo del soberano produjo en Angélica el efecto de una puñalada. Invadióla una pena espantosa. La indignación hizo llamear sus ojos.

—¿Cómo podéis hablar así? —exclamó con calor—. Sin embargo, Sire, lo habéis oído. ¡Habéis oído la
Voz de Oro del Reino!

—Cierto es que su voz tenía un hechizo contra el cual era difícil defenderse. —Se acercó a ella y continuó con voz insinuante—: ¿Es, pues, exacto que vuestro marido tenía el poder de embrujar a todas las mujeres, hasta a las más glaciales? Me han contado que el señor de Peyrac estaba tan orgulloso de ese poder que se jactaba de él, hasta el punto de convertirlo en una especie de enseñanza a la que había bautizado con el nombre de «Cortes de Amor», fiestas en las cuales reinaba el libertinaje más desvergonzado.

«Menos desvergonzado que lo que sucede en vuestra casa en el Louvre», estuvo a punto de responder crudamente Angélica. Se dominó lo mejor que pudo.

—Han interpretado mal cerca de Vuestra Majestad el sentido de aquellas reuniones mundanas. A mi marido le gustaba hacer revivir en su palacio del
Gay Saber
las tradiciones de los trovadores del Mediodía, que elevaban la galantería para con las damas a la altura de una institución. Cierto, las conversaciones eran frivolas, puesto que se hablaba de amor, pero la decencia era de rigor.

—¿No estabais celosa, señora, al ver que el marido de quien estabais tan enamorada se entregaba al desenfreno?

—Nunca he sabido que se entregara al desenfreno en el sentido en que lo entendéis, Sire. Las tradiciones de los trovadores enseñan la fidelidad a una sola mujer, esposa legítima o amante. Y yo era la que él había elegido.

—Sin embargo, habéis tardado mucho en plegaros a su elección. ¿Por qué vuestra repulsión primera se transformó de pronto en amor devorador?

—Veo que Vuestra Majestad se interesa por los detalles más íntimos de la vida de su subditos —dijo Angélica, que esta vez no pudo dominar la inflexión irónica de su voz.

Dentro de ella hervía de rabia. Tenía la boca llena de réplicas hirientes que ansiaba arrojarle a la cara. Se dominó a duras penas y bajó la cabeza por temor a que sus sentimientos pudieran leerse en su rostro.

—No habéis respondido a mi pregunta, señora —dijo el rey.

Angélica so pasó la mano por la frente.

—¿Por qué empecé a querer a ese hombre? —murmuró—. Sin duda porque tenía todas las cualidades que hacen que una mujer se sienta feliz siendo su esclava.

—¿Reconocéis, pues, que vuestro marido os ha embrujado?

—He vivido cinco años junto a él, Sire. Estoy dispuesta a jurar sobre los Evangelios que no es ni brujo ni mago.

—¿Sabéis que se le acusa de brujería? —Angélica inclinó la cabeza en silencio—. —No se trata sólo de la influencia extraña que ejerce sobre las mujeres, sino también del origen sospechoso de su inmensa fortuna. Dícese que ha obtenido el secreto de la transmutación del oro mediante tratos con Satanás.

—Sire, sométase a mi marido a un tribunal, y él demostrará sin trabajo que ha sido víctima de las concepciones erróneas de alquimistas extraviados por tradiciones de otros siglos, las cuales en nuestra época son más dañosas que útiles.

El rey se aplacó un tanto.

—Admitid, señora, que ni vos ni yo conocemos gran cosa de alquimia. Sin embargo, confieso que las explicaciones que me han dado respecto a las prácticas infernales del señor de Peyrac son muy vagas, sería menester precisarlas.

Angélica contuvo un suspiro de alivio.

—¡Qué feliz me hace, Sire, oíros pronunciar tal sentencia de clemencia y comprensión!

El rey tuvo una sonrisita mezclada con contrariedad.

—No anticipemos, señora. He dicho únicamente que pediré detalles acerca de esa historia de transmutación.

—Precisamente, Sire,
no ha habido nunca transmutación.
Mi marido no ha hecho otra cosa que poner a punto un procedimiento de disolución, por el plomo fundido, del oro muy fino contenido en ciertas rocas, y ha ganado su fortuna mediante ese procedimiento.

—Si tal procedimiento era honrado y sincero, hubiera sido bastante normal que ofreciese la explotación a su rey, en vez de no decir a nadie ni una palabra de ello.

—Señor, soy testigo de que ha hecho la demostración completa de su procedimiento delante de algunos señores, así como ante el enviado del arzobispo de Toulouse. Pero tal procedimiento se aplica únicamente a ciertas rocas de los Pirineos, y hacen falta especialistas extranjeros para sacar partido de ellas. No es, pues, una fórmula cabalística lo que puede ceder, sino una ciencia especial, nuevas rebuscas de terrenos, para lo que se necesitarían sumas considerables.

—Prefería, sin duda, guardar para sí la explotación de tal procedimiento, que, haciéndolo rico, le daba pretexto para recibir en su casa a extranjeros, españoles, alemanes, ingleses y herejes procedentes de Suiza. Así le era muy fácil preparar la rebelión del Languedoc.

—Mi marido no ha conspirado nunca contra Vuestra Majestad.

—Sin embargo, daba muestras de una arrogancia y una independencia por lo menos reveladoras. Admitid, señora, que un gentilhombre que no le pide nada al rey no es cosa normal. Y cuando además se jacta de no necesitar para nada a su soberano, eso ya pasa de la raya.

Angélica sentía sacudidas de fiebre. Se hizo humilde, admitió que Joffrey era un ser original que, aislado de sus semejantes por su desgracia física, se había esforzado por todos los medios para triunfar de los demás merced a su alta filosofía y a su ciencia.

—Vuestro marido quería crear un Estado dentro del Estado —dijo duramente el rey—. Y tampoco tenía religión, porque, mago o no mago, pretendía reinar por el dinero y el fausto. Desde su arresto, Toulouse está en ebullición y el Languedoc se agita. No creáis, señora, que he firmado el mandato de arresto sin razón más válida que una acusación de brujería, inquietante en verdad, pero que sobre todo arrastra a otros desórdenes. He tenido pruebas serias de su traición.

—Los traidores ven la traición por todas partes —dijo lentamente Angélica, cuyas verdes pupilas lanzaron rayos—. Si Vuestra Majestad me nombrase los que de ese modo han calumniado al conde de Peyrac, estoy segura de que encontraría entre ellos personajes que, en un pasado aún bien cercano, han conspirado realmente, ellos sí, contra el poder y la vida misma de Vuestra Majestad.

Luis XIV permaneció impasible, pero su rostro se ensombreció ligeramente.

—Muy osada sois, señora, al juzgar en quién debo poner mi confianza. Las malas bestias domadas, encadenadas, me son más útiles que el vasallo lejano, orgulloso y libre que bien pronto se presentaría como un rival. Que el caso de vuestro marido sirva de ejemplo a los demás señores que tengan tendencia a levantar la cabeza. Veremos si con todo su oro podrá comprar a sus jueces y si Satanás vendrá a socorrerle. A mí me toca defender al pueblo de las influencias perniciosas de los grandes nobles que quieren ser dueños de los cuerpos, de las almas y hasta del mismo rey.

«Sería menester que me arrojase llorando a sus pies», pensó Angélica. Pero era incapaz de hacerlo. La personalidad del rey se había borrado a sus ojos. No veía más que un chiquillo de veintidós años a quien le daba ganas furiosas de atrapar por la gorguera de encajes y sacudir como a un ciruelo.

—He aquí la justicia del rey —dijo con voz entrecortada que a ella misma le pareció ajena—. Estáis rodeado de asesinos empolvados, de bandidos con plumas, de mendigos que prodigan las adulaciones más bajas. Un Fouquet, un Condé, un Conti, un Longueville, un Beaufort… El hombre a quien amo no ha hecho nunca traición. Se ha sobrepuesto a las peores desdichas, ha alimentado el tesoro real con parte de su fortuna, ganada merced a su genio y al precio de esfuerzos y trabajos incesantes, no ha pedido nada a nadie. Eso es lo que nunca le perdonarán…

—En efecto, eso es lo que no se le perdonará nunca —repitió el rey como un eco. Se acercó a Angélica y le sujetó un brazo con violencia que hacía traición a su ira, a pesar de la tranquilidad voluntaria de su rostro—. Señora, vais a salir libre de esta habitación, cuando podría haceros arrestar. Recordadlo en el porvenir, cuando dudéis de la magnanimidad del rey. ¡Pero, cuidado! No quiero volver a oír hablar de vos, porque entonces sería implacable. Vuestro marido es mi vasallo. Dejad que se cumpla la justicia del Estado. ¡Adiós, señora!

XXXV
Angélica, perseguida por unos asesinos, logra escapar a la muerte

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