La Marquesa De Los Ángeles (78 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
7.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es, en efecto, la misma materia negra que yo lavé y molí, en ella no he encontrado oro —confirmó Bécher.

—Pues bien, padre mío —repuso el acusado con una deferencia que Angélica admiró—, vais a lucir de nuevo vuestras habilidades de lavador de oro. Kuassi-Ba, acerca un mortero.

El monje se remangó y empezó a machacar con ardor la roca negra, que se iba reduciendo a polvo bastante fácilmente.

—Señor presidente, tened la gentileza de mandar a buscar ahora un gran cubo de agua y un cuenco de estaño bien limpio y frotado con arena.

Mientras dos suizos salían a buscar lo necesario, el prisionero hizo mostrar del mismo modo a los jueces un lingote de metal.

—Esto es plomo del que sirve para hacer balas o tuberías para agua, plomo llamado «pobre» por los especialistas porque no contiene prácticamente ni oro ni plata.

—¿Como podemos estar seguros de ello? —preguntó cuerdamente el protestante Delmas

—Puedo demostrároslo por medio de la copelación

El sajón presento a su antiguo amo una gruesa vela de sebo y dos cubos blancos de tres o cuatro pulgadas cuadradas. Con un cortaplumas, Joffrey hizo en una cara de uno de los tubos una pequeña cavidad.

—¿Qué es esta materia blanca? ¿Es tierra de porcelana? —interrogo Masseneau

—Es una copela hecha de ceniza de huesos, ceniza que tanto os ha impresionado al comenzar la audiencia. De hecho, vais a ver que esta materia blanca sirve simplemente para absorber la suciedad del plomo cuando se caliente a la llama de la vela de sebo

Encendió la vela, y Fntz Hauer trajo un tubito encorvado en ángulo recto, en el cual el conde se puso a soplar para dirigir la llama de la vela al pedazo de plomo incrustado en la copela de cenizas de huesos. Viose como la llama se encorvaba y tocaba el plomo, que empezó a fundirse y a emitir vapores de color azul lívido Conan Becher levanto un dedo doctoral.

—Los sabios autorizados llaman a esto «soplar la piedra filosofal» —comento con voz rechinante.

El conde interrumpió un instante la operación

—Si hacemos caso de este imbécil, todas las chimeneas se convertirán pronto en sopletes de Satanás

El monje adopto un aire de mártir, y el presidente llamo al orden al acusado.

Joffrey de Peyrac siguió soplando En la penumbra del atardecer que comenzaba a invadir la sala se vio hervir el plomo fundido al rojo, luego calmarse y por fin oscurecerse, mientras el prisionero operador dejaba de soplar en su tubito De pronto la nubecilla de humo acre se disipó, y se vió que el plomo derretido había desaparecido

—Es un juego de prestidigitacion que no prueba absolutamente nada —observo Masseneau

—Demuestra que la ceniza de huesos ha absorbido o bebido todo el plomo pobre oxidado Y ello indica que ese plomo estaba privado de metales preciosos, cosa que tenia empeño en demostraros mediante esta operación que los metalúrgicos sajones llaman «ensayo en blanco» Ahora voy a pedir al padre Becher que termine el lavado de ese polvo negro que yo aseguro que es aurífero, y después procederemos a la extracción del oro

Los dos suizos habían vuelto con un cubo de agua y una jofaina. Después de haber lavado, haciéndolo girar, el polvo que había molido, el monje mostró al tribunal con aire triunfante el escasísimo residuo de los elementos pesados que se habían depositado en el fondo de la jofaina

—Es lo que yo afirmaba —dijo— No hay huella ninguna de oro, ni siquiera ínfima. No se puede hacerlo salir de aquí sino por magia

—El oro esta invisible —dijo Joffrey— De esta roca torturada, mis ayudantes van a extraerlo con la sola ayuda del plomo y el fuego. Yo no tomare parte en la operación. Asi estaréis convencidos de que no hago intervenir ningún elemento nuevo, ni acompañaré el procedimiento con ninguna formula cabalística, ya que no se trata sino de un procedimiento de artesanía, practicado por obreros tan poco brujos como cualquier forjador o calderero.

Maese Gallemand murmuro

—Habla demasiado sencillamente y demasiado bien. Dentro de poco lo acusaran de haber embrujado al jurado y a toda la concurrencia

De nuevo Kuassi-Ba y Fritz Hauer se pusieron a trabajar. Becher, visiblemente reticente, pero exaltado por su «misión» y el papel dominante que tomaba poco a poco en el proceso en que, a su modo creía defender a la Iglesia, seguía sin contrariar los preparativos de cargar la fragua con carbón de leña. El sajón tomo un gran crisol de barro cocido. Colocó en el el plomo y el polvo negro de la escoria triturada y los cubrió con una sal blanca que debía de ser bórax. Por fin llenaron el crisol de carbón, y Kuassi Ba empezó a mover con los pies los dos fuelles.

Angélica admiraba la paciencia con que su marido, tan orgulloso y arrogante, se prestaba a aquella comedia. El conde se mantenía bastante alejado de la fragua, cerca del banquillo de los acusados, pero la luz del fuego iluminaba su rostro flaco y demacrado. Había en toda aquella escena algo siniestro que oprimía.

En el gran fuego de la forja la masa de plomo y escoria se fundía. El aire se lleno de humo y de un olor acre azufrado. Varias personas de las primeras filas empezaron a toser y a estornudar. El tribunal entero desaparecía por momentos detras de una masa de vapores oscuros. Angélica empezó a decirse que los jueces tenían por lo menos algún mérito al exponerse asi, si no a sortilegios, por lo menos a una prueba muy desagradable

El juez Bourie se levanto y pidió autorización para acerarse Masseneau se la concedió. Pero Bourie, a quien la gente tildaba de falsario y de quien el abogado había dicho que el rey le tenía prometidas tres abadías en caso de que el proceso terminase en una condena severa, acabó por quedarse de pie entre la forja, a la cual volvía la espalda, y el acusado, a quien espiaba sin cesar. El humo de la forja se inclinaba a veces sobre Bourié y le hacía toser, pero permaneció en aquella posición poco cómoda y expuesta, sin perder de vista al conde.

El juez Fallot parecía estar sentado sobre carbones ardiendo. Evitaba las miradas de sus colegas y se agitaba nerviosamente en el gran sillón de terciopelo rojo. «¡Pobre Gastón!», pensó Angélica. Después dejó de interesarse por él.

El crisol, por la acción del fuego que un guardia alimentaba añadiéndole constantemente carbón de leña, se fue poniendo rojo, más tarde casi blanco.

—¡Alto! —ordenó el minero sajón, que cubierto de hollín, sudor y ceniza de huesos tenía cada vez más el aspecto de un monstruo salido del mismo infierno.

Se acercó a uno de los sacos y extrajo de él una gran tenaza que usó para sacar el crisol de entre las llamas. Erguido y apoyado sólidamente en sus torcidas piernas, levantó el crisol sin esfuerzo aparente. Entonces Kuassi-Ba le presentó un molde de arena. Surgió un chorro brillante como plata, que fue a caer en la lingotera entre chispas y humo blanco.

El conde de Peyrac pareció salir de su abstracción y comentó con voz cansada.

—Ya está hecha la fusión del plomo que ha captado los metales preciosos de la mata aurífera. Vamos a romper el molde y en seguida copelaremos ese plomo sobre un suelo de cenizas colocado en el fondo del horno.

Fritz Hauer tomó un grueso ladrillo blanco con una cavidad y lo colocó sobre el fuego. Después, para desprender el lingote del crisol, lo golpeó sobre un yunque, y en el augusto Palacio retumbaron por algunos instantes sonoros martillazos. Por fin puso delicadamente el plomo en la cavidad y activó el fuego. Cuando el ladrillo y el plomo estuvieron al rojo, Fritz hizo detener el fuelle. Kuassi-Ba quitó el carbón de leña de la parte baja de la forja. No quedó más que el ladrillo lleno de plomo incandescente, que hervía e iba poniéndose cada vez más claro. Kuassi-Ba se acercó con un fuellecito de mano y sopló sobre el plomo. El aire frío, en vez de apagar la incandescencia, la avivó, y el plomo fundido llegó a ponerse deslumbrante.

—¡Ahí está el sortilegio! —aulló Bécher—. ¡Ya no hay carbón, pero el fuego del infierno empieza a operar la Gran Obra! ¡Mirad, ya aparecen los tres colores!

El moro y el sajón continuaron soplando por turno sobre el plomo fundido, que se agitaba formando remolinos y temblando como un fuego fatuo. Un huevo de fuego se dibujó en la masa. Después, cuando el negro retiró el fuelle, el huevo se irguió sobre su eje mayor y, girando como un trompo, empezó a perder brillo y a ponerse cada vez más oscuro. De pronto el huevo se iluminó de nuevo violentamente, se puso blanco, de un salto salió de la cavidad y con un ruido apagado rodó por el suelo, para detenerse a los pies del conde.

—¡El huevo de Satanás se va a juntar con el que lo ha creado! —exclamó Bécher—. ¡Es el rayo! ¡Es el oro fulminante! ¡Va a estallar sobre nosotros!

La concurrencia gritaba. Masseneau, en la penumbra en que se encontró repentinamente sumergido, reclamaba candelas. En medio del alboroto, el padre Bécher continuaba hablando del «huevo filosófico» y del «pollo del sabio», hasta que un pasante guasón se subió a un banco y lanzó un sonoro «¡quiquiriquí!» «¡Dios mío, no comprenden nada!», pensaba Angélica retorciéndose las manos.

Por fin aparecieron lacayos en diversos puntos de la sala con candelabros de tres brazos, y el tumulto se apaciguó un tanto. Con la punta de su bastón, el conde, que no se había movido, tocó el pedazo de metal.

—Recoge ese lingote, Kuassi-Ba, y entrégaselo al juez.

Sin vacilar, el negro tomó el huevo metálico y se lo presentó, brillante, sobre la palma de la negra mano.

—¡Es oro! —jadeó el juez Bourié, que parecía haberse convertido en estatua de piedra. Quiso apoderarse de él, pero apenas lo había tocado cuando lanzó un grito espantoso y retiró la mano—. ¡El fuego del infierno!

—¿Cómo es posible, conde —dijo Masseneau intentando serenar la voz—, que el calor de ese oro no queme a vuestro servidor negro?

—Todo el mundo sabe que los moros soportan una brasa incandescente en la palma de la mano, lo mismo que los carboneros de Auvernia.

Sin que nadie lo invitase, Bécher surgió con los ojos fuera de las órbitas y vació un frasco de agua bendita sobre el pedazo de metal.

—Señores del tribunal, habéis visto fabricar ante vosotros y contra todos los exorcismos rituales, oro del diablo. ¡Juzgad por vosotros mismos hasta qué punto es poderoso el sortilegio!

—¿Creéis que ese oro es verdadero? —preguntó Masseneau.

El monje hizo una mueca y sacó de su inagotable faltriquera otro frasquito que destapó con precaución.

—Esto es aguafuerte, que ataca no sólo al latón y el bronce, sino también a la aleación de oro y plata. Pero estoy seguro de antemano de que es
purum aurum.

—En realidad —intervino el conde—, este oro extraído de la roca bajo vuestros ojos no es absolutamente puro. Si no, el metal no hubiera producido el relámpago al fin de la copelación, ni, a causa del brusco cambio de estado, producido ese otro fenómeno que hizo saltar el lingote. Berzelius es el primer sabio que ha descrito ese efecto extraño.

La voz tristona del juez Bourié preguntó:

—Ese Berzelius ¿es siquiera católico romano?

—Sin duda —respondió plácidamente de Peyrac—, puesto que era un sueco que vivió en la Edad Media.

Bourié respondió con risita sarcástica:

—El tribunal apreciará el valor de este testimonio tan lejano.

Hubo un momento de vacilación cuando los jueces, inclinándose unos hacia otros, se consultaron sobre la necesidad de continuar la sesión o suspenderla hasta el día siguiente. Ya era tarde. La concurrencia se mostraba cansada y sobreexcitada a la vez. De hecho, nadie quería marcharse.

Angélica no sentía fatiga alguna. Estaba como desprendida de sí misma. Allá, como detrás de su pensamiento, se desarrollaba un razonamiento pueril y febril que la dominaba sin poder evitarlo. No era posible que la extracción del oro pudiera interpretarse como desfavorable al acusado… ¿Es que los excesos mismos del monje Bécher no habían disgustado a los jueces? De Masseneau podía afirmar que permanecía neutral, pero en el fondo parecía evidente que era favorable a su compatriota gascón… Pero, por otra parte, todo ese tribunal ¿no estaba compuesto por rudas y rígidas gentes del Norte? Y entre el público no había sino el truculento maese Gallemand que se atreviese a manifestar sentimientos un poco hostiles a las decisiones del rey. En cuanto a la religiosa que la acompañaba, era ciertamente compasiva, pero hacía el efecto de un pedazo de hielo colocado sobre la frente calenturienta de un enfermo. ¡Ay, si todo esto se hubiese realizado en Toulouse! Y a aquel abogado, también hijo de París, desconocido y además pobre, ¿cuándo le concederían la palabra? ¿No iría a renunciar a la defensa? ¿Por qué no había vuelto a intervenir? Y el padre Kircher ¿dónde estaba? Angélica intentó en vano descubrir, entre los espectadores, el rostro de aldeano ladino del gran exorcista de Francia.

Cuchicheos hostiles rodeaban a Angélica como ronda infernal:

—Parece que a Bourié le han prometido la posesión de tres diócesis si obtiene que condenen a este hombre. Peyrac no ha cometido más crimen que haberse adelantado a su siglo. Veréis cómo lo condenan…

El presidente Masseneau tosió levemente.

—Señores —dijo—, la audiencia continúa. Acusado, ¿tenéis algo que añadir a cuanto hemos visto y oído?

El Gran Rengo del Languedoc se enderzó sobre sus bastones y su voz se elevó, plena, sonora, impregnada de un acento de verdad que hizo pasar un estremecimiento por las filas del público.

—¡Juro ante Dios y sobre las cabezas benditas de mi mujer y de mi hijo que no conozco ni al diablo ni sus sortilegios, que nunca he practicado la transmutación del oro ni creado la vida siguiendo los consejos satánicos, y que nunca he intentado perjudicar a mi prójimo con hechizos o maleficios!

Por primera vez en la interminable sesión, Angélica pudo darse cuenta de un sentimiento de simpatía por el acusado. Una voz clara, infantil, salida del seno de la multitud, gritó:

—¡Te creemos!

El juez Bourié se irguió agitando las mangas.

—¡Cuidado! He aquí el efecto de un hechizo de que no hemos hablado bastante. No olvidéis: ¡la Voz de Oro del Reino…! La voz temible que seducía a las mujeres.

El mismo timbre infantil gritó:

—¡Que cante! ¡Que cante!

Esta vez la sangre meridional del presidente Masseneau se le subió al rostro y empezó a golpear con el puño en el pupitre.

—¡Silencio, o hago evacuar la sala! ¡Guardias, expulsad a los perturbadores! Señor Bourié, sentaos. ¡Basta de intervenciones! Terminemos. Letrado Desgrez, ¿dónde estáis?

Other books

The Indian Bride by Karin Fossum
Shades by Cooper, Geoff, Keene, Brian
The Vault of Bones by Pip Vaughan-Hughes
Judas and the Vampires by Aiden James
Decadent Master by Tawny Taylor
The Arrangement by Mary Balogh
Devious Revenge by Erin Trejo
Tenth Commandment by Lawrence Sanders