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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (59 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Bueno, estimado capitán: si está de acuerdo, me comunicaré con mi colega dominicano. Pero recuerde, si no quiere pudrirse en mi residencia como un huésped no deseado, opte por acompañar a emigrantes judíos. No quiero problemas con el Reich.

—¡Maldita mi suerte!

ROLF

Un soldado le abrió la puerta de atrás. Rolf saludó con el brazo extendido y penetró en el coche sin quitarse la gorra. Le gustaba sentirla sobre su cabeza.

Dispararon hacia la residencia del embajador argentino, donde el auto frenó sin apagar los faros. Su ayudante trepó veloz las escalinatas y apretó el timbre. El mayordomo se sobresaltó. No supo si cerrar en sus narices porque el mensaje no era cortés; ningún SS era cortés. Preocupado, fue hacia Labougle, que cenaba con invitados. Caminó en puntas de pie, se inclinó y susurró la noticia.

—¿Está aquí? —el embajador contrajo la frente.

El mayordomo también levantó las blancas cejas, asombrado de que revelase el secreto a los demás comensales.

—Sí, aguarda en el auto.

—Le dijo que estamos en medio de una cena, ¿verdad?

—Sí, pero insistió en que era urgente.

—Siempre urgente. Que pase, entonces.

Julius Botzen palideció.

—No se preocupe —dijo Labougle—: mi residencia es territorio extranjero —y enseguida se dirigió a los restantes—: Un SS
Untersturmführer
está muy apurado.

A la señora de Labougle se le fruncieron las comisuras. Alberto y Edith intercambiaron miradas, lo mismo que Javier Vasconcellos, embajador de la República Dominicana y su esposa.

—Sigan comiendo —pidió Labougle—. Espero que eso lo incomode.

—Un SS no se incomoda por nada que afecte a los demás —sonrió el dominicano mientras empuñaba su tenedor—. Usted lleva muchos años en Berlín. Perdón —se dirigió a Botzen—: ignoro qué piensa un antiguo
Stahlhelm.

Botzen comprimía los cubiertos. Sus ojos de color marrón claro irradiaban angustia. Se limitó a tragar saliva; sospechó que esta sorprendente interferencia no era ajena a su asilo; todo asilado vive aguardando un ataque.

En la puerta sonaron las botas.

Rolf ingresó con los faldones de su capote abierto. Echó una olímpica mirada al conjunto sin fijarse en nadie en particular, estiró su diestra y aulló un
Heil Hitler
que hizo vibrar los caireles de la araña. Este saludo brindaba el beneficio de aclarar la voz e imponer desde el vamos la magnitud de su presencia.


Heil Hitler!
—le respondieron suave, como eco obligado.

Botzen abrió grandes los ojos. La pasmosa irrupción de su antiguo discípulo le generó un vórtice de pensamientos inquietantes. ¿También venía a pedir asilo? ¿O había delatado el secreto? Dicen que un SS puede traicionar a su padre, pero jamás al Führer. ¿Lo había traicionado a él?, ¿tan pronto? Hacía dos semanas que habían dejado de comunicarse, cuando empezó la cacería de los involucrados en el complot. Botzen le mandó un mensaje cifrado para que jamás retornase a
Zum alter Turm.
La Gestapo había allanado dos refugios y acribillado cinco patriotas. Botzen tuvo que empaquetar a la disparada, quemar media docena de carpetas y huir de la pensión, cuando el conserje dormía tras su mostrador. Ningún domicilio resultaba seguro y fue a esconderse en la residencia de Labougle. ¿También estaba Rolf en peligro? ¿O venía a proponerle un nuevo plan? Le miró los fríos ojos azules en lo alto de su imponente estampa.

Edith y Alberto también quedaron fijados al
Untersturmführer,
cuyo uniforme lo hacía más sorprendente aún.

—Señor embajador Labougle —dijo en cortante alemán—: necesito hablarle en privado.

El embajador pidió disculpas a los comensales y guió al SS hasta su biblioteca mientras el mayordomo los seguía a prudencial distancia para responder al infaltable pedido de café y bebidas.

—Café —dijo Rolf tras la pregunta.

El embajador no le ofreció cigarrillos, pero jugueteó con un cenicero, listo para escuchar las razones de esa inoportuna visita. Rolf cruzó las botas, y se permitió preguntarle por la identidad de quienes lo acompañaban en la mesa.

Labougle pensó que este hombre era muy joven o tenía demasiado poder; no podía ignorar que enfrentaba a un embajador con las credenciales en regla. Esta indagación era un insulto que la SS estaba en condiciones de infligir a ciudadanos alemanes, no a extranjeros que cumplían servicios. Se miró la uñas y respondió:

—Los diplomáticos solemos reunimos con personas de diversa índole. También es diverso el vínculo; pueden ser funcionarios del país, colegas de otros países, algunas amistades que se hacen al pasar.

—Interesante —Rolf acomodó la esvástica de su manga izquierda.

—¿Cuál es el motivo de su visita, señor SS
Untersturmführer?

Rolf lanzó un chispazo y por primera vez Labougle tomó conciencia de la malignidad que brotaba de sus órbitas:

—El que hace las preguntas soy yo —refunfuñó como un tigre.

—Disculpe —al instante se arrepintió de haber dicho disculpe; este sujeto invadía su hogar y le faltaba el respeto.

—¿Quiénes son? —repitió la pregunta.

—Se lo digo porque me cae simpático... —torció la boca—, no porque deba hacerlo.

—Lo escucho.

—El embajador de la República Dominicana y su esposa, mi consejero y su esposa...

—Nombres.

—Javier y Mercedes Vasconcelos, Edith y Alberto Lamas Lynch. En el ministerio de Relaciones Exteriores están debidamente registrados.

—Ahá —sus ojos se entrecerraron como si los hiriera un inexistente humo—. ¿Quién más?

—El capitán de corbeta Julius Botzen.

—Bien. Por este señor Botzen he venido.

—Ha solicitado asilo político.

—Debo comunicarle, señor embajador —descruzó las piernas—, que no lo necesita.

—¿...?

—Ha prestado grandes servicios a nuestra causa. Y ha prestado grandes servicios a su país, a la Argentina.

—Así es.

—Surgieron equívocos lamentables. El capitán Julius Botzen supone que el gobierno lo persigue. No es cierto.

—Vino desesperado, con el corazón en la garganta, como si lo estuviesen por ejecutar.

—Puede volver a su casa en cuanto lo decida: hoy, mañana, la semana próxima. Es un buen ciudadano.

—Estoy atónito, señor
Untersturmführer.
Me asombra el tamaño del equívoco. Si es así, nos quita un gran problema de encima.

—Su gobierno no acepta que usted le prolongue el asilo, ni quiere darle un salvocunducto para Buenos Aires.

—¿Lo sabe?

—Y los dominicanos estudian el caso.

Labougle entendió que tenía frente a sí a un hombre claramente informado.

—Mejor que se lo diga usted, señor
Untersturmführer.
A mí no me creerá.

—Con gusto.

Apretó el timbre y apareció el mayordomo, a quien dio una telegráfica instrucción. En dos minutos ingresó el capitán de corbeta Julius Botzen. Avanzó como una fiera ante el peligro. Rolf le tendió la mano. El estrechón fue corto: simularon desconocerse.

—Señor embajador —pidió el SS—, ¿podría dejarnos hablar a solas?

Labougle se levantó. “Estos nazis hacen lo que quieren, incluso en casa ajena”, pensó iracundo. Cerró la puerta y fue adonde sus invitados.

—¡Qué noche! Primero tuve que abandonarlos yo, ahora el capitán Botzen. Espero que no deba levantarse nadie más.

Al cabo de media hora reapareció el capitán atusándose los espesos bigotes. Sus mejillas estaban encendidas. Tras él venía el SS, tan serio y hostil como al principio. Botzen retornó a su silla y miró el postre que le esperaba entre los cubiertos. Labougle depositó la servilleta junto a su plato y caminó hacia Rolf, que miraba a lo lejos, quizás al cortinado. Aulló el consabido
Heil Hitler!,
taconeó y giró hacia la calle. Labougle se esmeró en despedirlo como correspondía a su rango, pero el SS le dio groseramente la espalda.

Al subir a su automóvil Rolf se dirigió a su ayudante.

—Quiero que vigilen de día y de noche a la joven rubia de ojos negros que está ahora en la cena.

EDITH

La comida les quedó atragantada.

—No es un sosías —le susurró Alberto mientras comprimía el tenedor—: es el que tiró la cama de Yrigoyen a la calle, el que me guió hasta tu casa.

A Edith le empezó a doler la cabeza.

—El sujeto que conociste en Bariloche, ¿te acordás? Y que descubrimos en el Tigre con la banda de asaltantes. Ahora es un oficial de la SS. ¡Increíble!

Ella no quería escuchar porque recordaba todo, con una luz que cegaba. Claro que era Rolf, el canalla de Rolf. ¡Pensar que le había despertado fantasías románticas en la casa de sus tíos! Que la buscó a la salida del colegio Burmeister como un joven tímido y al cabo de pocos meses desapareció por una discusión absurda. Era uno de los agresores a la sinagoga, quien la arrancó del brazo de su padre, y la arrastró por el pavimento y la metió a la fuerza en un auto robado y la condujo al parque Lezama y la abofeteó y la... Se apretó las sienes. Era el asqueroso que la... mientras, ¡ay! partían el cráneo de su padre a patadas. Alberto conocía lo superficial de esa historia, pero no lo macabro.

En Edith apareció un deseo nuevo y terrible: vengarse. Le temblaban los puños. Esa bestia no merecía perdón. Por su culpa había dejado tendido a su padre, que no habría muerto de haberlo acompañado al salir de aquella trampa. Por su culpa había padecido una preñez inmerecida. Por su culpa había sufrido un aborto y un raspaje y ahora no conseguía embarazarse de nuevo. Por culpa de ese maldito había sido hundida en una ciénaga de pecado.

Tras la partida de Rolf la sobremesa no logró sostenerse a pesar de los esfuerzos de Labougle y el embajador dominicano. Botzen, a su vez, no quiso largar prenda sobre su conversación con el SS.

—Hablamos —se limitó a decir—. Nada nuevo.

—Pero el oficial aseguró que usted podía regresar a su casa. No sólo nadie lo persigue, sino que lo respetan y quieren. Su asilo no tiene fundamento.

—Señor embajador: me persiguen.

—¿Continuamos entonces las gestiones ante nuestros amigos dominicanos?

—¡Por supuesto que sí! —miró a Javier Vasconcelos—. Pero ya anticipé que no quiero ser confundido con emigrantes judíos.

—Mi pequeño país es el único que se manifiesta generoso con los judíos. Es un mérito que usted, un perseguido político, no debería descalificar.

—No discuto eso. Por razones de gusto y sensibilidad, no quiero mezclarme con esa raza. ¿Es tan difícil entenderlo? Mis diferencias con el Tercer Reich radican en asuntos más importantes que el destino de una u otra minoría. Sólo pido que atiendan mi caso.

—Su posición dificulta mis gestiones —lamentó el dominicano.

—Le ruego que las prosiga.

Edith miró a Alberto y expresó fastidio: “¿Es a esta basura que nuestra embajada brinda protección y, además, ayuda frente a otras embajadas?” La estremeció el brote de una idea: parecía una maligna travesura. Es lo que debía hacer. Cubrió sus ojos con la mano, para retenerla.

En el regreso Alberto manejó con excesiva lentitud. Las ventanillas estaban cerradas, no había espías y se explayó en conjeturas sobre las peripecias recientes. Pero Edith no contestaba. En su cerebro crecía el plan que pondría fin a la carrera del execrable Rolf. Iba a conseguir que lo arrestaran, que lo interrogasen y, seguramente torturaran. Era posible que sus huesos fuesen a parar a un campo de concentración.

Cuando estacionaron junto a su casa, otro automóvil, con los faroles apagados, se detuvo a unos cincuenta metros de distancia.

Edith calculó once posibles derivaciones de su temeraria acción y la preocupó una muy grave: que los nazis considerasen cómplices a Labougle y Alberto. Debía evitar tamaño despropósito y perfeccionó su estrategia. Era obvio que la información no tenía que ser detallada: sólo debía impresionar. La denuncia tenía que llegar al cuartel central de la Gestapo, donde prenderían las alarmas.

Estaba decidida a escribir un anónimo eficaz, provisto de los mayores recaudos. La ira que le había producido Rolf en uniforme estimuló su ingenio como nunca antes. En la vida se hubiera considerado capaz de hacer algo tan repugnante. Pero era una obligación. Urgente e inexcusable. También incompartible.

Usaría tinta, pluma y papel que compraría sólo para esta ocasión y luego arrojaría a un tacho de basura alejado. Emplearía letra gótica, que no practicaba desde su adolescencia; pero más seguro aún sería que intentase escribir con la mano izquierda: aunque resultara pésima la caligrafía, se esmeraría por la claridad; esto la pondría a salvo de eventuales pruebas grafológicas en caso de que el plan fallase. Los esbirros de la Gestapo eran criminales, no estúpidos.

A la tarde ordenó los útiles que había comprado en un comercio de la Schillerstrasse. Eligió denunciar solamente a Rolf; si involucraba al antisemita de Botzen complicaría a la embajada.

Pero su conciencia le decía una y otra vez que el odio daba malos consejos, que actuaba con apuro infantil, que su indignación se había desenfrenado, que debía conversarlo con alguien, con Alberto, con Margarete, con Lichtenberg. No, no lo haría. Vetarían su plan. Peor aún: apagarían su furia. Y ella no quería ser anestesiada.

Ensayó varios borradores. Se decidió por el que decía en forma escueta que el SS
Untersturmführer
Rolf Keiper, gracias a sus conocimientos de español y contactos previos, suministraba informaciones secretas a los países latinoamericanos contra un pago en efectivo. Dio como ejemplo el anuncio de dos cambios ministeriales en curso, aún no comunicados a la prensa: el de Relaciones Exteriores y el de Agricultura (la noticia había sido transmitida confidencialmente por Víctor French a Alberto). Agregó que el SS Rolf Keiper también vendía secretos más graves, relacionados con las dotaciones de la
Wehrmacht
y la
Luftwaffe.

Era suficiente. Por delaciones infinitamente más pequeñas terminaron en la fosa decenas de alemanes que hasta el día anterior se suponían inmunes.

Sin quitarse los guantes con los que había manipulado el papel, lo dobló e introdujo en el sobre que sólo tenía escrito el destinatario. Recortó la estampilla y la pegó sobre el ángulo superior derecho. Luego deslizó esta bomba en su cartera. De inmediato completaría su trabajo en un buzón que estaba en el camino a San Rafael. Las letras del destinatario decían en torcidos caracteres góticos
Geheimnis Staatspolizei.

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