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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte de lord Edgware (19 page)

BOOK: La muerte de lord Edgware
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Le contesté que a mí me había ocurrido lo mismo.

—Y ahora se va de casa —siguió Japp—. ¿Le ha contado a usted algo?

—Nada —repliqué.

—¿Nada?

—Absolutamente nada. Cuando le fui a hablar no me hizo caso. Creí que era mejor no molestarle. Al llegar aquí traté de interrogarle; pero agitó los brazos, cogió el sombrero y se marchó.

Nos miramos mutuamente. Japp se barrenó con un dedo la sien.

—Tal vez... —dijo.

En aquel momento yo estaba dispuesto a admitirlo. Japp había sugerido a menudo que Poirot estaba «chiflado». Claro que siempre era en los casos en que no entendía lo que Poirot iba a hacer. En el actual me vi obligado a confesar que no entendía la actitud de Poirot. Si no «chiflado», estaba, por lo menos, sospechosamente variable. En el mismo momento en que su propia teoría se confirmaba triunfalmente, la rechazaba.

Era para descorazonar a cualquiera. Moví la cabeza con desaliento.

—Siempre ha sido muy particular —dijo Japp—. Es un genio, lo admito. Pero los genios siempre están bordeando la línea de la chifladura, a punto de atravesarla a cada momento. Le gustan los casos difíciles. Un caso claro nunca es bueno para él. Ha de ser tortuoso. Y es que no le gusta la vida normal; por eso hace de la suya una especie de juego. Bueno, se habrá ido a buscar otra pista. Si las cosas salen bien, hasta es capaz de hacer trampa para volverlas más difíciles, más complicadas.

No sabía qué contestarle. Estaba demasiado turbado para poder pensar con claridad. También yo encontraba inexplicable la conducta de Poirot, y aunque apreciaba mucho a mi extraño amigo, me sentía en extremo molesto.

En medio de un profundo silencio entró Poirot en la habitación. Con alegría, vi que venía tranquilo.

Se quitó el sombrero muy cuidadosamente y lo dejó con el bastón sobre la mesa, sentándose en su sillón habitual.

—Me alegro de que esté usted aquí, amigo Japp. Deseaba verle lo antes posible.

Japp le miró sin contestar y aguardó a que Poirot se explicase. Mi amigo empezó a hablar lentamente.


Ecoutez
. Japp. Estamos equivocados, completamente equivocados. Es triste admitirlo, pero hemos cometido un error.

—Está bien —dijo Japp.

—No, no está bien. Es una cosa deplorable y me entristece mucho.

—No se preocupe por ese joven. Tiene merecido todo cuanto le ocurre.

—No me preocupo por él, sino por usted.

—¿Por mí? No tiene usted que preocuparse por mí.

—No lo puedo remediar. ¿Quién fue el que le metió en ese lío? Hércules Poirot.
Mais oui
, yo le metí en ese enredo. He sido yo quien ha dirigido todo este asunto.

—Pero he sido, yo quien lo ha ejecutado todo —dijo fríamente—. Usted sólo me hizo algunas indicaciones.


Cela se peut
, pero me consuela. Si algún perjuicio... Si perdiese usted su prestigio a causa de mis ideas..., me lo reprocharía toda la vida.

Japp parecía divertido. Creo que suponía que los pensamientos de Poirot no eran nada limpios. Debía de creer que sentía celos de la fama que le valdría haber esclarecido el caso.

—Eso está muy bien —dijo—. No me olvidaré de hacer constar lo que le debo a usted en el esclarecimiento de este suceso —y me hizo un guiño.

—¡Oh, no se trata de eso! —dijo Poirot impaciente—. No deseo fama. Es más, le diré que en este asunto nadie va a ganar la menor fama. Le espera a usted un fracaso, y precisamente yo, Hércules Poirot, soy la causa.

Ante su melancólica expresión, Japp estalló en carcajadas. Poirot le miró, enfadado.

—Perdone, Poirot —se enjugó los ojos—; pero tiene usted un aspecto tan cómico... Vamos, no se preocupe más de todo esto. Estoy dispuesto a cargar con la fama o con el descrédito que puedan derivarse de todo ello. Puede resultar esto último, tiene usted razón; pero, de todos modos, yo haré lo posible por procurarme una prueba de culpabilidad. Acaso un abogado hábil pudiera conseguir la absolución de lord Edgware, pues con el jurado todo es posible. Pero aun así no me resultaría ningún perjuicio. Se sabría que habíamos cogido al verdadero culpable, aunque no pudiéramos presentar una prueba palmaria.

Poirot le miró triste e indulgentemente.

—¡Siempre es usted optimista, siempre tiene confianza! Nunca se le ocurre preguntarse si una cosa puede ser o no. Nunca duda; mejor dicho, siempre piensa que todo es fácil.

—A usted le gusta complicarse la vida; a mí, no. Y muchas veces, permítame que se lo diga, se desvía usted. ¿Por qué motivo no puede ser fácil una cosa? ¿Por qué ha de haber perjuicio en una cosa sólo porque sea sencilla?

Poirot le miró, dio un suspiro y movió la cabeza.


C'est finí
. No diré nada más.

—¡Estupendo! —dijo Japp cordialmente—. Y ahora, ¿quiere usted saber lo que he estado haciendo?

—¡Claro!

—Pues bien: vi a Geraldine, y la historia que me contó concuerda exactamente con la de lord Edgware. Sin duda él la instruyó sobre lo que tenía que decir; ella parece que le quiere mucho, pues se conmovió enormemente cuando se enteró de que había sido arrestado.

—¿Y la secretaria, miss Carroll?

—Se quedó muy sorprendida; por lo menos, así me lo pareció.

—Y de las perlas, ¿qué hay? —pregunté—. ¿Era verdad lo que nos contó?

—Totalmente. Las pignoró a la mañana siguiente muy temprano, pero no creo que eso influya en lo esencial del caso. Estoy seguro que el plan ya lo tenía madurado cuando fue al encuentro de su prima en la Ópera. Se le debió de ocurrir de pronto. Estaba desesperado y aquello era una solución. Supongo que meditaría algo por el estilo. Por eso llevaba la llave consigo. Cuando habló con su prima vio que mezclándola a ella en el asunto conseguiría él una mayor impunidad. Le habló, le insinuó lo de las perlas, se las ofreció ella y fueron a buscarlas. En cuanto entró ella en la casa, él la siguió y fue hacia la biblioteca, donde tal vez su tío estaría adormilado en la silla. En menos de dos segundos cometió el asesinato y salió de allí. Supongo que no desearía que la muchacha le sorprendiese dentro de la casa. Debió de querer fingir que había estado paseando de arriba abajo junto al taxi. El chófer tal vez creyera que se había ido a dar una vuelta mientras fumaba un cigarrillo. Recuerde usted que el taxi estaba en dirección contraria. Naturalmente, a la mañana siguiente tenía que pignorar las perlas, fingiendo que se encontraba necesitado de dinero. En cuanto oyó hablar del crimen, asustó a la muchacha para que ocultase la visita a la casa, debiendo decir que habían paseado juntos durante aquel entreacto en la Ópera.

—Entonces, ¿por qué no lo han hecho? —preguntó Poirot vivamente. Japp se encogió de hombros.

—Cambiaron de parecer. O temieron que ella no pudiese seguir ocultándolo. Es una mujer muy nerviosa.

Después de uno o dos minutos, dijo Poirot:

—¿No le parece que le hubiese sido más fácil al capitán Marsh salir él solo de la Ópera durante uno de los entreactos, entrar en la casa sigilosamente gracias a la llave, matar a su tío y volver a la Ópera, en lugar de tener un taxi fuera y una muchacha nerviosa a punto de bajar la escalera, y perdiendo la cabeza, echarlo todo a rodar?

Japp sonrió.

—Eso es lo que usted y yo hubiésemos hecho. Pero nosotros somos un poco más listos que el capitán Ronald Marsh.

—No sé. Me hace el efecto de que es un joven muy inteligente.

—Pero no tanto como Hércules Poirot. De eso estoy completamente seguro —y Japp se echó a reír. Poirot le miró fríamente.

—Si no es culpable, ¿por qué convenció a miss Adams para que hiciese aquella obra de arte? —continuó Japp—. Sólo puede haber una razón, y es la de proteger al verdadero criminal.

—En eso estoy completamente de acuerdo en algo.

—Podía haber sido él quien realmente hablase a miss Adams —murmuró Poirot—. Pero no..., no, eso es una tontería —luego, mirando de repente a Japp, lanzó una rápida pregunta—: ¿Cuál es su opinión respecto a la muerte de ella?

Japp carraspeó.

—Me inclino a creer en un accidente. Un accidente muy útil, lo confieso. No creo que él tenga nada que ver con esa muerte. Su coartada es muy fuerte. Después de la Ópera estuvo en Sobranis, con los Dortheimer, hasta pasada la una. Luego se fue a dormir. Es un ejemplo de la suerte infernal que tienen a veces los criminales. De todas maneras, si el accidente no hubiese ocurrido, él tendría seguramente algún plan para con ella. Le habría asustado, le hubiera dicho que la detendrían por asesina si contaba la verdad y luego la habría acabado de tranquilizar con una buena cantidad de dinero.

—Pero... —Poirot le miró fijamente—, ¿acaso cree usted que miss Adams hubiese permitido que ahorcasen a otra mujer, poseyendo ella las pruebas que podían salvarla?

—Jane Wilkinson no hubiese sido ahorcada. La cena de sir Montagu era una prueba muy fuerte.

—Pero el asesino no lo sabía. Él contaba con que Jane Wilkinson sería ahorcada y que Charlotte Adams guardaría secreto.

—A usted le gusta mucho hablar por hablar, amigo Poirot, y ahora está firmemente convencido de que Ronald Marsh es un angelical muchacho, incapaz de hacer nada malo. ¿Cree usted ese cuento de que vio entrar subrepticiamente a un hombre en la casa?

Poirot se encogió de hombros.

—¿Sabe usted quién dice que creyó que era? —añadió Japp.

—Me lo imagino.

—El artista de cine Bryan Martin. ¿Qué le parece? Un hombre que no conocía a lord Edgware.

—Sí; resulta bastante extraño que un hombre así entrase con llave en aquella casa.

—¡Ah! —dijo Japp con una expresión de alegría en el rostro—. Y ahora supongo que se sorprenderá usted al enterarse de que Bryan Martin no estaba en Londres entonces. Fue con una joven a cenar a Molesey y no volvieron hasta después de medianoche.

—¡Ah! —dijo Poirot suavemente—. No me sorprende. ¿Pertenece también a la profesión esa joven?

—No; es una muchacha que tiene una tienda de sombreros. Casualmente es la amiga de miss Adams, miss Driver. Supongo que aceptará su declaración sin sospechas.

—Sin duda, amigo mío.

—La historia que nos contó es absurda. Nadie entró en el número diecisiete ni en ninguna de las casas de aquella acera. ¿Qué nos demuestra eso? Pues que su excelencia es un embustero.

Poirot movió la cabeza tristemente, mientras Japp se levantaba, sintiéndose vencedor.

—Estamos en lo cierto, no lo dude, Poirot.

—¿Quién es «D. París, noviembre»? Japp se encogió de hombros.

—Supongo que se trata de una antigua historia. ¿Acaso no puede una muchacha conservar seis meses un recuerdo sin que éste tenga algo que ver con el crimen?

—Seis meses —murmuró Poirot. De pronto brilló en sus ojos una luz—.
Rien, que je suis bete!

—¿Qué dice? —me preguntó Japp.

—Vamos a ver —Poirot se puso en pie y golpeó el pecho de Japp—. ¿Por qué la sirvienta de miss Adams no ha reconocido esa caja? ¿Por qué tampoco la ha reconocido miss Driver?

—¿Qué quiere usted decir?

—Porque la caja era nueva. Acababa de recibirla. «París, noviembre.» Eso está muy bien; sin duda es la fecha de la cual la caja es un recuerdo, pero la recibió entonces, no antes. Acababa de ser comprada. Investigue esto, se lo ruego, mi buen Japp. Es una contingencia. No fue comprada aquí; algún joyero lo hubiese dicho. Ha sido fotografiada y descrita por todos los periódicos. Sí, sí. En París. O acaso en alguna otra ciudad del extranjero, pero me hace el efecto que ha sido en París. Procure comprobarlo, se lo ruego. Haga las investigaciones necesarias. Estoy deseando saber quién es ese misterioso «D».

—Nada se pierde —dijo Japp—. No siento el menor entusiasmo, pero haré cuanto pueda. Cuanto más sepamos, mejor. Y saludándonos amablemente, se marchó.

Capítulo XXIII
-
La carta

—Ahora —dijo Poirot— vamos a comer —y cogiéndome del brazo añadió, sonriendo—: Renace la esperanza.

Me alegré que hubiera vuelto a su antigua idea. Aunque yo no estaba muy convencido de la culpabilidad del joven Ronald, creí que tal vez se había dejado convencer por las palabras de Japp respecto a lo acertado de sus antiguas observaciones. De ser así, todo lo referente a encontrar al comprador de la cajita de oro no sería más que un simple modo de salvar el orgullo de mi amigo.

Una vez sentados amigablemente en una mesa del restaurante, vi con gran asombro, al otro extremo del salón, a Bryan Martin y a Jenny Driver comiendo juntos. Recordando las palabras de Japp, sospeché un posible idilio amoroso entre ellos.

Al vernos, Jenny movió la mano, saludándonos.

Cuando estábamos tomando el café, Jenny se levantó, y dejando a su compañero vino hacia nuestra mesa. Mostrábase tan vivaz como siempre.

—¿Puedo sentarme y hablar unos instantes con usted, monsieur Poirot?

—¡No faltaba más, señorita! Me alegro de verla. Parece que su amigo no quiere acompañarnos.

—He sido yo quien le ha dicho que no viniese, pues quiero hablarle a usted de Charlotte.

—¡Ah!

—Usted deseaba saber si tenía algún amigo, ¿no es cierto?

—Sí.

—Desde el día que me hizo esa pregunta no he dejado de pensar en ello y han acudido a mi memoria algunas palabras y frases sueltas que, si bien al oírlas por primera vez no les di importancia, al recordarlas ahora me han hecho llegar a una conclusión.

—¿Qué conclusión es esa, señorita?

—La de que el hombre por quien Charlotte se interesaba, o empezaba a interesarse, era Ronald Marsh.

—¿Y qué le ha hecho creer tal cosa?

—Lo siguiente: Un día, Charlotte comentaba la mala suerte que tienen algunos hombres, que siendo muy decentes van cada vez de mal en peor. Vamos, se expresaba como cualquier mujer cuando empieza a interesarse por un hombre. ¡Hola!, pensé, ya tenemos algún amor de por medio. No aludió a nadie, pero casi inmediatamente se puso a hablar de Ronald Marsh y de lo mal que se había portado con él su tío. El tono con que habló de esto último fue de completa indiferencia, y, claro, no se me ocurrió asociar las dos cosas. Pero ahora, al recordar aquella conversación, he pensado que tal vez el hombre por quien se interesaba Charlotte era Ronald Marsh. ¿No le parece a usted, monsieur Poirot?

Después de decir todo aquello se quedó mirando a mi amigo.

—Creo, señorita, que me ha proporcionado usted una información muy valiosa.

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