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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (16 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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—Tiene toda la razón, así es como debería ser, en general. Pero había miembros de la Familia en un segundo plano. Aunque vivían en Jutlandia, sí que tenía Familia.

Hizo una pequeña pausa teatral para pensar en qué miembros de la Familia debería inventarse para la ocasión si ella le preguntaba. Pero Karen Mortensen ya había picado el anzuelo, se le notaba.

—¿Era usted personalmente quien visitaba a Uffe en aquella época? —preguntó entonces.

—No, era nuestro cuidador. Pero el caso estuvo durante años en mis manos.

—Entonces ¿tenía usted la impresión de que Uffe iba empeorando con el paso del tiempo?

La mujer vaciló. Estaba a punto de escaparse otra vez. Había que mantenerse firme.

—Verá, se lo pregunto porque hoy en día me parece accesible, claro que tal vez esté equivocado —continuó.

—O sea que ha estado con Uffe —intervino la mujer; parecía sorprendida.

—Sí, claro. Un joven de lo más encantador. Tiene una sonrisa cegadora. Cuesta creer que le pase algo.

—No, eso lo han pensado muchos antes que usted. Pero así suele ser a menudo con las lesiones cerebrales. Merete tiene el gran mérito de que no se quedara recluido en su concha.

—¿Cree usted que existía ese peligro?

—Desde luego, pero es verdad que su rostro puede ser muy vivaz; y no, no creo que empeorase con los años.

—¿Cree usted que comprendía lo que le había pasado a su hermana?

—No, no creo.

—¿No es extraño? Me refiero a que reaccionaba cuando ella no llegaba a casa a la hora. Vamos, que se echaba a llorar.

—Si quiere saber lo que pienso, no pudo verla caer al agua. No creo. Se habría puesto completamente histérico y, en mi opinión, se habría lanzado tras ella. Y en cuanto a su reacción personal, estuvo vagando varios días por Femern, y tuvo todo ese tiempo para llorar, buscar y estar aturdido. Cuando lo encontraron sólo le quedaban las necesidades básicas. Vamos, que había perdido tres o cuatro kilos y probablemente no había probado bocado desde el transbordador.

—Pero puede que empujara a su hermana por la borda y después se diera cuenta de que había hecho algo malo.

—¿Sabe qué, señor Mørck? Estaba segura de que iba a ir a parar ahí —dijo, y Carl vio que la loba que había en ella enseñaba los dientes, por lo que tendría que andarse con cuidado—. Pero en vez de colgar, que es lo que podría apetecerme, voy a contarle un pequeño cuento, para que lo vaya rumiando.

Carl se pegó al auricular.

—¿Sabe usted que Uffe vio morir a sus padres? —preguntó la mujer.

—Sí.

—Soy de la opinión de que Uffe ha estado desconectado de la realidad desde entonces. Nada podía sustituir su vínculo con sus padres. Merete lo intentó, pero no era su padre ni su madre. Era la hermana mayor con la que solía jugar, y siguió siéndolo. Cuando lloraba porque ella no estaba no era porque se sintiera inseguro, sino más bien por el chasco que le producía que una compañera de juegos lo hubiera abandonado. En lo más profundo de él sigue habiendo un niño que sigue esperando que sus padres aparezcan de improviso. En cuanto a Merete, todos los niños superan la pérdida de un compañero de juegos en algún momento de su vida. Y ahora viene el cuento.

—La escucho.

—Estuve en su casa una vez. Pasé sin avisar, cosa que no solía hacer, pero andaba por allí y sólo quería saludar. Así que me metí por el sendero del jardín y me di cuenta de que el coche de Merete no estaba. Llegó unos minutos más tarde, había estado haciendo unas compras en la tienda de comestibles de la esquina. Era cuando aún existía.

—¿Una tienda de comestibles en Magleby?

—Sí. Y cuando caminaba por el sendero del jardín oí un leve parloteo procedente de la sala. Sonaba como un niño, pero no lo era. No me di cuenta de que era Uffe hasta que lo tuve delante. Estaba en la terraza, junto a un montón de gravilla, hablando consigo mismo. No entendí las palabras, si es que eran palabras. Pero comprendí qué era lo que estaba haciendo.

—¿La vio él?

—Sí, inmediatamente, pero no tuvo tiempo de tapar lo que había estado construyendo.

—¿Qué era?

—Era un pequeño surco que había abierto en la gravilla sobre el gres de la terraza, y a cada lado del surco había puesto unas ramitas, y entre ellas había puesto un pequeño bloque de madera volcado.

—¿Sí…?

—¿No comprende qué estaba haciendo? —Lo intento.

—La gravilla y las ramitas eran la carretera y los árboles. El bloque era el coche de sus padres. Uffe había reconstruido el accidente.

Ahí va la pera.

—¿Sí? ¿Y no quería que usted lo viera? —Lo rompió todo con un solo movimiento de la mano. Eso fue lo que me convenció.

—¿De qué?

—De que Uffe recuerda.

Hubo un instante de silencio entre ellos. La radio del Fondo sonó de pronto como si alguien hubiera subido el volumen a tope.

—¿Se lo contó usted a Merete Lynggaard cuando volvió? —preguntó Carl.

—Sí, pero ella creía que era una interpretación exagerada. Que muchas veces jugaba solo con las cosas que tenía más a mano. Que yo lo había asustado y que por eso reaccionó como lo hizo.

—Pero ¿usted le dijo que la intuición le decía que se había sentido descubierto?

—Sí, pero a ella le pareció que simplemente lo había asustado.

—¿Y a usted no?

—También se asustó, pero no Fue sólo por eso.

—O sea que Uffe ¿entiende más de lo que creemos?

—No lo sé. Lo único que sé es que recuerda el accidente. Puede que sea lo único que recuerda de verdad. No es nada seguro que recuerde nada de cuando su hermana desapareció. Ni siquiera es seguro que recuerde a su hermana ya.

—¿No lo comprobaron cuando Merete desapareció?

—No es tan fácil con Uffe. Intenté ayudar a la policía para acceder a Uffe cuando estuvo en prisión preventiva. Quería que recordara lo que había pasado en el transbordador. Colgamos de la pared imágenes de la cubierta del barco y colocamos sobre la mesa un par de diminutas figuras humanas y una maqueta del barco junto a una palangana con agua, para que jugase un poco. Yo lo observaba escondida junto a uno de los psicólogos, pero no jugó con la maqueta del barco.

—¿No lo recordaba? ¿A pesar de que sólo habían pasado un par de días?

—No lo sé.

—Sería interesante que pudiéramos encontrar un túnel de entrada a la memoria de Uffe. Cualquier nimiedad que pudiera ayudarme a comprender qué pasó en el transbordador, para poder seguir adelante.

—Sí, lo entiendo.

—¿Le contó a la policía el incidente con el bloque de madera?

—Sí, se lo conté a uno de la Brigada Móvil. Un tal Børge Bak.

¿Bak se llamaba realmente Borge? Bueno, eso explicaba muchas cosas.

—Lo conozco bien. No creo haberlo leído en sus informes. ¿Cómo es posible?

—No lo sé. Pero después no volvimos a comentarlo. Posiblemente estará escrito en el informe que realizaron los psicólogos y psiquiatras, pero no lo he leído.

—Supongo que estará en Egely, donde está ingresado Uffe.

—Estará allí, pero no creo que añada gran cosa a su imagen. La mayoría pensaron, igual que yo, que lo que desencadenó la historia del bloque de madera pudo ser algo momentáneo. Que Uffe simplemente no recordaba nada, y que no avanzaríamos en el caso de Merete Lynggaard si seguíamos esa pista.

—Y entonces lo pusieron en libertad.

—Así es.

20

2007

—Joder, no sé qué podemos hacer, Marcus —dijo el subinspector, mirándolo, como si acabara de oír que su casa había ardido en un incendio.

—¿Y estás seguro de que los periodistas no prefieren hablar conmigo o con el jefe de Información? —preguntó el jefe de Homicidios.

—Han pedido expresamente entrevistar a Carl. Han hablado con Piv Vestergård y ella los ha remitido a él.

—¿Por qué no has dicho que estaba enfermo, o de servicio, o que no quería? ¡Cualquier cosa! No podemos arriesgarnos a que meta la pata. Los periodistas de la radio-televisión danesa no van a desistir.

—Lo sé.

—Tenemos que hacer que se niegue, Lars.

—Para eso seguro que eres mejor que yo.

A los diez minutos Carl Mørck estaba rezongando en el hueco de la puerta.

—¿Qué…? —se interesó el jefe de Homicidios—. ¿Haces progresos?

Carl se encogió de hombros.

—Bak no tiene ni idea del caso Lynggaard, para que lo sepas.

—No me digas. Parece extraño. ¿Y tú sí?

Carl entró en el despacho y se dejó caer en una silla.

—No esperes maravillas.

—O sea, que no tienes tanto que contar sobre el caso.

—Todavía no.

—Entonces, ¿les digo a los de las noticias de televisión que es demasiado pronto para entrevistarte?

—No quiero que me entrevisten para las noticias.

Entonces Marcus sintió un grato alivio, que se expandió por su cuerpo, dando lugar a una sonrisa tal vez demasiado espléndida.

—Lo comprendo, Carl. Cuando estás en medio de una investigación quieres que te dejen en paz. Los demás, que trabajamos en casos actuales, tenemos que hacerlo por consideración al interés público, pero los casos antiguos como el tuyo hay que dejar que se investiguen con paz y tranquilidad. Se lo haré saber, Carl. No pasa nada.

—¿Te encargarás de que me envíen al sótano una copia de los papeles de la contratación de Assad?

¿Ahora iba a tener que hacer de secretario de sus subordinados?

—Por supuesto, Carl —le aseguró—. Se los pediré a Lars. ¿Estás contento con él?

—Ya veremos. Pero de momento, sí.

—Y supongo que no lo estás involucrando en la investigación, ¿verdad?

—Tranquilo, hombre —respondió Carl con una de sus raras sonrisas.

—O sea, ¿que lo utilizas en la investigación?

—Bueno, verás, en este momento Assad está en Hornbæk, entregándole a Hardy unos papeles que ha fotocopiado. No tienes nada que objetar, ¿verdad? Ya sabes que a veces Hardy nos supera a todos cuando se pone a pensar. Así tendrá algo que lo mantenga entretenido.

—No tenemos nada que objetar a eso —al menos es lo que esperaba—. ¿Y Hardy?

Carl se encogió de hombros.

Sí, era lo que había esperado Marcus. Lamentable.

Ambos asintieron con la cabeza. La sesión había terminado.

—Ah, sí —añadió Carl cuando estaba en la puerta—. Ahora, cuanto te entrevisten para la tele en vez de a mí, no menciones que el departamento se compone de hombre y medio. Eso entristecería a Assad, si lo viera. Bueno, y también a los que han puesto el dinero, supongo.

Tenía razón. En menuda movida se habían metido.

—Por cierto, otra cosa, Marcus.

El jefe de Homicidios escrutó la cara de zorro de Carl con las cejas arqueadas. ¿Qué más quería ahora?

—Cuando vuelvas a ver a la psicóloga, dile que Carl Mørck necesita sus servicios.

Marcus miró a su hijo problemático. No parecía estar a punto de sufrir una depresión. La sonrisa de su rostro no encajaba con la seriedad del tema.

—Sí, estoy obsesionado con ideas sobre la muerte de Anker. Puede que sea porque veo tanto a Hardy. La psicóloga tiene que decirme qué debo hacer.

21

2007

Al día siguiente todo el mundo le contó a Carl la actuación del jefe de Homicidios, Marcus Jacobsen, en la televisión. Los que viajaban con él en el metro, los agentes de la Unidad de Intervención Rápida y todos los del segundo piso que se tomaron la molestia de dignarse hablar con él. Todos lo habían visto. El único que no lo había visto era Carl.

—¡Enhorabuena! —le gritó una de las secretarias en la plaza frente a Jefatura, mientras la gente pasaba a su lado. Era de lo más extraño.

Cuando asomó la cabeza en la caja de zapatos que era el despacho de Assad, se encontró enseguida con un rostro agrietado por una sonrisa. De manera que Assad también estaba al corriente.

—¿Estás contento ahora, entonces?

—¿Contento? ¿Por qué?

—¡Huy! Marcus Jacobsen dijo maravillas de nuestro departamento y de ti. Las cosas más bonitas de principio a fin, para que lo sepas. Ya podemos estar orgullosos los dos, es lo que dijo mi mujer, o sea —y le guiñó un ojo. Mala costumbre—. Y te ascienden a comisario.

—¿Qué?

—Pregunta a la señora Sorensen. Tiene papeles para ti, tenía que decírtelo sin falta.

Podía haberse ahorrado el esfuerzo, porque el taconeo de la bruja se oía ya por el pasillo.

—Enhorabuena —se forzó a decir la secretaria mientras le dirigía una sonrisa amable a Assad—. Estos son los impresos que tienes que rellenar. El cursillo empieza el lunes.

—Una mujer encantadora —comentó Assad cuando la secretaria sacó de allí su metódico cuerpo—. ¿De qué cursillo hablaba, Carl?

Este suspiró.

—Antes de convertirte en comisario de policía hay que pasar por el banco de la escuela, Assad. Assad adelantó su labio inferior.

—¿Vas a estar fuera? Carl sacudió la cabeza.

—No voy a estar fuera para nada.

—Pues no lo entiendo.

—Ya lo entenderás. Y ahora cuéntame qué pasó cuando estuviste con Hardy ayer.

Los ojos de Assad se pusieron como canicas.

—No me gustó nada. Un hombre grande, quieto bajo el edredón. Sólo se le veía la cara.

—¿Hablaste con él?

Assad asintió en silencio.

—No fue fácil, porque me dijo que me fuera. Y después apareció una enfermera que quiso echarme. Pero no pasó nada. De hecho era muy bonita a su manera —declaró sonriendo—. Creo que me lo notó, así que se fue enseguida.

Carl le dirigió una mirada vacía. Había veces en que lo invadía el sueño de emigrar a Tombuctú.

—¡Hardy! Assad, ¡te he preguntado por Hardy! ¿Qué dijo? ¿Le leíste alguna de las fotocopias?

—Sí, durante dos horas y media, pero después se durmió.

—¿Y…?

—Pues eso, que estuvo dormido.

Carl envió un mensaje del cerebro a las manos: todavía no era legal estrangularlo. Assad sonrió.

—Pero volveré. Cuando me fui, la enfermera me dijo adiós con mucha cortesía. Carl volvió a tragar saliva.

—Ya que tienes tan buena mano con las tías, voy a pedirte que vuelvas a subir a ablandar a las secretarias.

Assad se animó. Aquello era mejor que andar con guantes de goma verdes, saltaba a la vista.

Carl se quedó un rato sentado, mirando al vacío. No podía quitarse de la cabeza la conversación telefónica con Karen Mortensen, la asistenta social de Stevns. ¿Había un túnel de entrada a la mente de Uffe? ¿Podía abrirse? ¿Existirían explicaciones sobre la desaparición de Merete Lynggaard en algún lugar de su interior y bastaría con apretar el botón adecuado? ¿Y podía utilizar el accidente de coche para dar con el botón? Cada vez tenía más necesidad de saber.

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