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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

La música del mundo (8 page)

BOOK: La música del mundo
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Jaime apuntó en una ficha los datos que le interesaban, bostezó un par de veces, siguió hojeando el libro por espacio de unos minutos y luego lo devolvió a la mesa central y se fue al fichero a comprobar de nuevo la signatura del libro que quería pedir originalmente… los nombres «Dolematia» y «Zembel» revolotean en su imaginación, quizá, y en conjunto se siente agradecido por el pequeño oasis de absurdo, diversión e intriga que el libro
RC
ha puesto en su árida tarde de investigador dieciochesco… y eso es todo, se olvida…

entonces habían comenzado las coincidencias… había encontrado una extraña edición de las Poesías del conde de Noroña: en la ficha, el libro aparecía descrito como impreso en Valencia en una tardía fecha del siglo XVIII; el tomo que él consultó aseguraba haber sido impreso en los talleres de Juan Holandés, Zembelia… la misma Zembelia apareció un par de días o de semanas más tarde al margen de un manuscrito de un tal fray Lorenzo Palmerano de Sarmiento, catalogado en el fichero, por un error feliz de los bibliotecarios (ya que en aquella época Jaime todavía no había empezado a considerar la posibilidad que entre los propios bibliotecarios hubiera algún agente infiltrado), bajo el nombre del padre Martín Sarmiento… a partir de aquí, las coincidencias habían sido incontables…

el texto más extraordinario que había encontrado en estos primeros tiempos, cuando apenas estaba acercándose al borde de las marismas que rodean la Región Confabulada, al límite de sus desiertos y sus nieblas, fue la relación de un viaje de un tal Pierre Bocalange por tierras de Turquía, en una impresión de mediados del siglo XIX de lo que parecía una traducción de fines del siglo anterior… Pierre Bocalange había emprendido una especie de peregrinación particular en busca de los restos del arca de Noé, cuyo emplazamiento (ya que no era un hombre demasiado brillante ni original) pensaba trazar en las cercanías del monte Ararat… en una de las vueltas y revueltas de sus caminos por los valles del Cáucaso, Pierre Bocalange había entrado en conocimiento con un personaje absolutamente singular, un noruego de Cristianía que era botánico y arquitecto de jardines y que estaba de paso por aquellas tierras… aunque el fin de su viaje era la China, o quizá el reino de Siam, aquel noruego singular había decidido perderse durante unos meses por aquellas montañas antes de continuar su viaje hacia Oriente, con el objeto de dedicarse a su actividad favorita: el estudio de las especies florales de la zona… Bocalange anotaba asombrado que una de las razones de su peregrinar científico y también de la pasión y minuciosidad con que dibujaba y estudiaba las flores que encontraba en sus expediciones, era, pura y llanamente, el deseo de enmendar y desenmascarar a Linneo, varón al que profesaba un odio y desprecio sin límites… se hacía llamar Hálifax, y en seguida sorprendió a Bocalange por su perfecto dominio del francés, por su cultura universal y por la avidez con que escuchaba cualquier cosa que Bocalange quisiera contarle sobre las cortes de Europa, de las que llevaba alejado largos años… Hálifax le mostró a Bocalange diversos planos de jardines y parques que había diseñado o pensado diseñar en algunas de las más populosas ciudades de Europa (en Cristianía, en Estocolmo, en París, en Viena) y le aseguró que uno de los motivos de su viaje al Extremo Oriente era difundir entre los hindúes y los chinos el arte de los jardines franceses e italianos y aprender, a su vez, las artes, la distribución de las aguas, la alquimia de las flores, la poesía de la tierra con que los hindúes y los chinos trazaban sus propios jardines… «llamarle loco sería poca cosa, observaba Bocalange, y a veces la fuerza de su convicción era tan grande que yo me sentía tentado a considerarle no sólo cuerdo, sino el hombre más cuerdo que hubo jamás en el mundo. Poco antes de separarme de él, o para ser más exactos, la víspera de que nuestros caminos se separaran, este hombre sorprendente me reveló, con tanta gracia y tan sinceras excusas que no pude enfadarme con él, que, en realidad, él no era quien decía, y me descubrió su verdadero nombre y país, aunque no acertó a explicarme (o quizá yo no acerté a entenderle) cuál era la causa de que se hubiera enmascarado bajo un nombre falso estando los dos tan lejos de la Europa y de sus intrigas. Me dijo que su nombre era Agustín María de Hálifax y Farfán, que era natural de Países, que había estudiado botánica en Montpellier (razón por la que dominaba con tal gracejo y soltura la dulce lengua francesa) y que había sido amigo personal del rey de Suecia, por lo cual decir que era vecino de Escandinavia no había sido, en cierto modo, faltar del todo a la verdad. Cuando nos separamos me hizo uno de los signos, las dos manos abiertas que significan el fuego, y entonces supe que él era uno de los miembros de la Sociedad Secreta R. C. Y es en verdad una Región Confabulada lo que buscan, ya que nadie oyó nunca hablar de tal país, y sin embargo estos conjurados singulares aseguran poder ponerse en contacto con los que lo habitan, recibir cartas de ellos, e incluso he hablado con alguno que me aseguró que ya se había comenzado a trazar un mapa de la región».

entonces Jaime fue al fichero, y buscó en la letra H, Hálifax y Farfán… de este modo, un fantasma, un hombre muerto y enterrado más de doscientos años atrás, volvía a la vida…

3

lo más asombroso era la forma en que Hálifax y Farfán había sido olvidado por la posteridad: el lector buscará en vano su nombre en los estudios más conspicuos sobre nuestro siglo XVIII, en las siempre pobres, siempre humildes historias de nuestro ensayismo, en las brevísimas, casi rapsódicas, historias de nuestro pensamiento científico… el propio Hálifax hizo siempre todo lo posible por permanecer anónimo, y así (por citar tan sólo un ejemplo) jamás firmó en los periódicos de los que era principal editor con su nombre civil, sino con los más variados
mots de guerre
—siempre de índole floral o arborescente, tales como «Silvano», «Cyparis», «Vertumno»…

nacido en Países en 1710, don Agustín María se había formado en Francia, estudiando botánica en Montpellier, y había pasado luego largos años recorriendo remotas regiones de Asia Central y del Lejano Oriente, estudiando y describiendo plantas y flores exóticas… era imposible reconstruir el diagrama completo de los viajes asiáticos que le llevaron a lograr la mayor colección de flores, hojas y frutos dibujados de su época (aunque no todos los que dibujó existían realmente), pero por los datos que Jaime pudo reunir, parecía que sus andanzas se habían centrado en la gran nervadura del Himalaya, con derivaciones que le habían llevado hasta la península de Malaca, el Turquestán occidental y los montes de Altai… sus aventuras eran infinitas: en el diminuto país de Sikkim, donde hay «tres mil especies de orquídeas», le recibieron como a un hermano y le despidieron como a un ladrón… en el reino de Siam, donde vivió durante tres años, logró un rango similar al de ministro, y construyó un Jardín de Flores que se hizo famoso en Asia; estuvo a punto de casarse con una delicada y frágil princesa siamesa de grandes pestañas rizosas, pero un par de noches antes de la ceremonia, prevaleció su instinto de libertad y aventura, y saltó al vacío por una ventana, cayó en las aguas de un canal y luego huyó en dirección al norte, para perderse en las regiones más remotas y desoladas de la tierra…

o es que, quizá, mentía…

la clave estaba, quizá, en el Jardín de Flores: se trataría de un jardín de avenidas radiales, en cuyo centro se situaría un «Ingenio Musical», explicaba Hálifax y Farfán, gracias al cual todo el jardín, hojas y flores, árboles y arbustos, se regularía y crecería armónicamente… Jaime no había conseguido encontrar ni siquiera una descripción aproximada del aparato; Hálifax y Farfán hacía referencia a este mecanismo extraordinario tan sólo de pasada, y no daba el menor detalle sobre su forma, las partes de que estaba compuesto o el tipo de mecanismo que utilizaba… en su «Memoria» para la creación de un jardín botánico (donde se describía, entre otras fantasías, un «Globo Atmosférico» que, por mucho que debiera a las ideas mecanicistas de su tiempo, prefiguraba también a Raymond Roussel y a los surrealistas), hacía referencia a un opúsculo suyo sobre «Las piedras y los Jardines Musicales», que Jaime no había logrado encontrar, y en el que ¿se encontraría, quizá, la clave del asunto?, se preguntaba, cerrando los ojos y apoyando los codos sobre el libro, hasta que uno de los empleados le tocaba en el hombro y le advertía que no era aquella manera de tratar libros tan raros y preciosos… todo aquello traía a Jaime de cabeza: un «Ingenio Musical» para regular el crecimiento, el lustre, la felicidad de las distintas especies en el Jardín de Flores de Siam, «jardines y piedras musicales» en el opúsculo —pero ¿qué es un «Ingenio Musical»? —¿qué es un «jardín musical»? —¿y una «piedra musical»?… Jaime se imaginaba el «Ingenio» como una especie de sintonizador de energía cósmica —aunque no tenía el menor motivo para ello, y desde luego, su lado racional y científico estaba en contra de tales hiperexplicaciones, de tales causas incausadas de la imaginación: era la máquina, le decía el Jaime racional al Jaime harto de rellenar fichas y de olisquear papel viejo: la máquina del siglo XVIII, o por mejor decir, el «mecanismo» que sería capaz de regular la naturaleza, el reloj mágico que llevaban en el pecho los animales-máquinas de Descartes, la «fórmula» de la realidad que Leibniz buscaba —o decía buscar…

el «ingenio musical» del Jardín de Flores de Siam, pues, no funcionó jamás, y Hálifax y Farfán tuvo que huir… saltó al vacío por una ventana ovalada, y se hundió, después de una suave caída de varios pisos, en uno de los canales ornamentales que recorrían el palacio-laberinto, cuyas turbias aguas nocturnas le arrastraron, quizá, a lo largo de los muros de su Jardín de Flores, con un melancólico girasol y una altiva orquídea oscilando aquí y allá, para, más tarde, saliendo de la ciudad y ya amaneciendo el día, llevarle fuera de la ciudad, a través de arrozales, a través de tranquilos barrios de palafitos y populosos mercados de frutas y de flores, hasta un río que corría hacia el norte, en dirección a las montañas —cosa, por cierto, imposible…

Hálifax y Farfán entre los misterios… le imaginaba, sonriente, observando con una enorme lupa las particularidades genitales, radiales, irradiantes, de una catleya rosada y violeta, en medio de un jardín de fantasías, de mentiras… ya que, río arriba, después de huir precipitadamente
como un ladrón
del palacio más dorado, de los brazos más rosas, después de pasarse semanas disfrazado de bonzo, huyendo de las patrullas manchures que reclutaban vagabundos y borrachos para enviarlos a la frontera, y de vivir de las limosnas que le daban en las entradas de los templos, «disputándose a veces la comida con los animales más bajos», de pronto, con toda naturalidad, volvía a reaparecer la recua de mulas de su expedición, perfectamente equipada con agua potable y víveres, y con todos sus dibujos, sus prensas, sus frascos de cristal, cargados en los lomos —deslizándose entre las sombras de los helechos arborescentes, a lo largo de un río color turquesa, por el fondo de un valle sombreado de rododendros, y entonces su «huida» del reino de Siam cobraba de improviso un sentido nuevo y sorprendente…

deslizándose por entre las sombras de los helechos arborescentes, por los caminos más escondidos y recónditos, como una de esas «sombras del valle», el fantasma más temible de las leyendas chinas medievales —ya que se había puesto precio a su cabeza, y las patrullas reales le buscaban…

la frontera china, que representaba la salvación, era un puente de madera que colgaba sobre un barranco de abetos calcinados, y por cuyo fondo corría un río espumeante a través de un pedregal de rocas lunares… nada más poner el pie sobre el inseguro puente (con ese estremecimiento que recorre el espinazo de todo animal terrestre cuando presiente el vacío), Hálifax y Farfán había descubierto en la orilla del río a un grupo de jinetes en miniatura, que descansaban entre las piedras redondeadas del borde del agua… sus atavíos azules, carmesí y verde turquesa, se recortaban sobre el sobrenatural fondo blanco de las piedras como si fueran las figuras de una laca: la escena, comprendió con terror, representaba el momento en que la última avanzadilla siamesa decidía volver a su país, habiendo perdido el rastro del extranjero traidor… y era una maravilla imaginar (tres páginas que Jaime copió íntegramente en dieciséis diminutas fichas de 10 × 15) cómo a la vez que los pequeños caballos color canela y color morado bebían en la orilla, espantando con sus colas de zorro a los temibles tábanos grises, y los soldados formaban círculos para beber licor de arroz y jugar a los dados, Hálifax y Farfán, con su pequeña recua de mulas cargadas de mapas, víveres, brújulas, prensas de flores y miles de cuadernos de delicada caligrafía, cruzaba por las alturas, como en brazos de una caravana celestial, burlando fantásticamente a sus temibles perseguidores de regreso a Europa, Hálifax y Farfán publicó una
Flora Asiática
deliciosamente falsa y novelesca en diecinueve volúmenes (de los que en la Biblioteca Nacional sólo existían una reedición tardía y dudosa del volumen número IX, donde, en medio de océanos de aridez y de erudición farragosa, resplandecían unas breves páginas donde el autor describía los ojos negros de una princesa, y la forma en que se le aparecían por las noches a su amante maldito, errante por montañas y desfiladeros en los confines de Asia); fundó el LippsGarten de Cristianía, pasó medio año estudiando la flora ártica de Noruega (de donde surgieron unas pretenciosas
Addenda
a la
Flora Lapponica
de Linneo), escribió abundantes artículos para el
Spectator
de su amigo Addison con el divertido seudónimo de Gingko Williams (entre los que destacan la serie de «Cartas al Príncipe de Siam», imitación de Montesquieu y fuente directa de una célebre obra de Cadalso que sería luego mucho más afortunada con la posteridad), y de vuelta a la dulce Francia fue invitado a participar en la Enciclopedia, para la cual redactó el artículo «Botánica» y dibujó y grabó numerosas láminas de flores destinadas a los volúmenes de ilustraciones… fue entonces cuando tuvo ese cierto contraste de pareceres con Masson de Morvillers, a raíz del cual decidió retirar su artículo y sus láminas, haciendo caso omiso de las súplicas de su amigo D'Alembert, y pensó que ya iba siendo hora de volver a su país… su ciudad natal, que él recordaba poco menos que como un pueblecito marino entre cuyos arces polimórficos y sus castaños y plátanos y seudoplátanos había sido una vez joven y feliz, acababa de ser declarada capital de la nación: una labor le aguardaba allí, era el momento de que el hijo pródigo volviera…

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