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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (19 page)

BOOK: La niña del arrozal
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Aprovechó Wichi para preguntarle dónde se encontraba, y la otra le contestó que en el único lugar que había encontrado para ella. La tranquilizó:

—Parece buena gente.

—Tú sí que eres buena gente —le contestó Wichi, y tuvo fuerzas para llorar un poco.

Durante una semana la madre le estuvo dando aspirina, hasta que se le acabaron los comprimidos, y entonces le dijo por medio de gestos y palabras que la medicina se había terminado, o sea, que no le quedaba más remedio que ponerse buena. En ese tiempo le había quitado la venda de la frente y curado la herida como cuando sus hijos se hacían una brecha: con un trapo recogido del vertedero, pero que ella limpiaba en un balde de plástico con agua y lejía.

Todos los días se daba una vuelta Amphica, trayendo algo de lo que había recogido ese día y, por fin, los vietnamitas se enteraron de que no eran hermanas ni les unía ningún parentesco, sino que la había conocido en un vagón de ferrocarril abandonado.

—Entonces, ¿solo lo haces por caridad? —le preguntaron, y Amphica se encogió de hombros—. Pues desde ahora ya no hace falta que traigas nada. Nosotros lo haremos por lo mismo que tú.

También pensaron que pronto se pondría buena y, joven y fuerte como parecía, sería una más para participar en la recogida de la basura, como así fue. Si no hubiese sido joven y fuerte no se habría curado tan pronto de la tremenda herida de la frente.

Antes de comenzar a trabajar la basura la madre le indicó a Wichi que su larga cabellera era un problema, no solo porque anidaban mejor los piojos, sino porque se le podía enganchar con cualquiera de los elementos extraños que se encontraban en aquel lugar. Y le mostró unas tijeras, pidiéndole permiso para cortárselo, a lo que la joven accedió sin saber muy bien lo que pretendía. Estaba dispuesta a decir a todo que sí, a aquella gente de la que dependía su vida y su seguridad. Se lo cortó con mucho cuidado, mientras comentaba con su marido, el señor Din Bo, que aquellas guedejas las podían vender, pues sabía de peluquerías de lujo, en Bangkok, que las compraban para hacer pelucas a las señoras ricas. El señor Din Bo, que no había caído en esa posibilidad, se extrañó un poco: ¿es que, acaso, le estaba cortando el pelo solo con la intención de venderlo? Su mujer se ofendió: lo hacía por el bien de la joven, pero si sacaban algún provecho, ningún mal había en ello. ¿Acaso no le estaban dando de comer sin recibir apenas nada a cambio? Además, se habían gastado con ella todas las aspirinas y necesitaban reponer tan preciada medicina, por si alguno de ellos, Dios no lo quisiera, caía enfermo. Estos vietnamitas eran de la misma religión que Siri y, por eso, con frecuencia invocaban a su Dios.

Cuando terminó de raparla le puso un espejo delante de los ojos y Wichi casi no se reconoció. No reconoció aquella cabeza cubierta por una capa de pelos ralos, rígidos como púas, que terminaban en una frente abultada, surcada por una brecha violácea, con un ojo recubierto de piel amarillenta, y una nariz que le pareció que seguía hinchada y torcida. Un monstruo, aunque le quedó el consuelo de que en aquellas condiciones era difícil que la reconocieran, y, de reconocerla, no creía que la quisieran, de nuevo, para el prostíbulo. A pesar de todo, como seguía muy débil, le entró pena de verse así y sus ojos se le llenaron de lágrimas. La señora Din Bo trató de consolarla diciéndole que no siempre iban a estar en el basurero, que cuando se marcharan podría dejarse crecer el pelo y le saldría mucho más fuerte y hermoso que antes. Ellos estaban ahorrando para lograr sacar pasajes para volver a Vietnam, donde las condiciones políticas se habían suavizado y ya no serían perseguidos. Lo más barato era regresar por barco, bajando por el río Chao Phraya hasta llegar al mar, donde tomarían otro buque, según unos cálculos que había hecho su marido, de suerte que con unos pocos miles de bahts podría viajar la familia completa. Y quién sabe si a Wichi no le interesaría irse con ellos, dado que Vietnam era más hermoso que Tailandia y también contaba con muchos arrozales donde fácilmente encontraría trabajo. Le razonaba así porque en aquellos días ya se habían enterado de todas las circunstancias de su vida, tanto de su paso por el arrozal del señor Pimok, como de su desgraciada experiencia en el prostíbulo. A Wichi le parecía muy bien lo de alejarse de Tailandia y perder de vista a su abuela, que se la imaginaba al acecho para recuperarla y seguir lucrándose a su costa. Pero la detenía la idea de abandonar a Siri a su suerte, que no sabía cuál era, aunque se la imaginaba mala a juzgar por el modo en que fue detenida y conducida a la cárcel. «Pero ¿qué puedes hacer tú por ella?», le decía el señor Din Bo. «Bastante tienes con salir bien librada del lío en el que estás metida.» Esas palabras le servían de poco consuelo, como tampoco la confortaba que la señora Din Bo, a veces, se quedara mirándola fijamente y le dijera: «Antes de que te hicieras esas heridas, no has tenido que ser fea. Y puede que cuando te cures del todo vuelvas a ser guapa».

El vertedero ocupaba varios kilómetros cuadrados y ofrecía el aspecto de una aldea ya que en medio de aquella inmundicia se levantaban varias chozas, pero la del señor Din Bo era la mejor con diferencia. Las otras se componían solo de palos cubiertos de trapos que servían para protegerse del sol, pero escasamente de la lluvia, que, cuando era de origen monzónico, las destruía, por lo que había que levantarlas a la mañana siguiente. El señor Din Bo, que era infatigable en su trabajo, le había dado la forma de una casa de verdad, con un tejado de planchas de uralita, levantado sobre un armazón de maderos, y a los lados había colocado diversas piezas de lona que hacían las veces de paredes.

Cuando llovía, generalmente al atardecer, del vertedero emanaban unos gases tóxicos que hacían toser, pero a los que acababa uno acostumbrándose. Como también se habituaba uno a mover las manos continuamente para espantar los miles de moscas que zumbaban incansables, o se resignaba a que se posaran sobre la piel, aunque no se quedaban demasiado tiempo, ya que esos dípteros preferían la basura a las personas.

Lo que más le extrañó a Wichi el primer día que salió de recogida fue que lo que parecía una sólida superficie de basura era una masa flotante en la que te hundías, por lo que el señor Din Bo la había provisto de unas botas de goma que casi le llegaban a la rodilla. Según el peso de la persona, se hundían más o menos, y los niños eran los que menos lo hacían y los que primero llegaban a los montones de basura que descargaban los camiones. De eso se beneficiaba el señor Din Bo, pues sus dos hijos, muy ligeros de peso y avispados, siempre se colocaban en primera fila y sacaban buen provecho, siguiendo las indicaciones de su padre, que les señalaba lo que debían coger, preferentemente metales y vidrio. Se servían de un palo terminado en un gancho de hierro curvo y, cuando llenaban el cesto que llevaban consigo, se lo acercaban a su padre, y volvían a por más.

Desde ese primer día el señor Din Bo le dijo a Wichi que como ella también pesaba poco debía tratar de ponerse junto a sus hijos en las primeras filas, y aunque al principio le costó, acabó consiguiéndolo. A veces, después de la primera marea de basura, se encontraban cosas muy estimables, como electrodomésticos viejos, algunos de los cuales todavía admitían arreglo, por ejemplo, una radio de pilas con la que se hizo el señor Din Bo, con la que incluso podía captar noticias de emisoras extranjeras, entre ellas de Vietnam.

En el basurero se trabajaba por familias, o por grupos pertenecientes a una misma etnia o poblado, ya que todos eran inmigrantes, y tailandeses no había ninguno. O casi ninguno. Wichi procuraba arrimarse a Amphica, que, por los años que llevaba en aquel trabajo, más de tres, se movía con gran soltura y notable aprovechamiento, y le daba consejos sobre lo que debía coger y hasta le ayudaba a hacerlo. Además, era muy decidida y vigorosa y no se dejaba quitar su sitio. Si era preciso se pegaba con quienes lo intentaran, aunque fueran chicos.

Mientras trabajaban se contaban sus cosas y Amphica se interesaba por su vida y por el curso de sus heridas.

—¿Qué tal estás? —le preguntaba.

—Bien. Mejor que antes —le contestaba Wichi—. Y tú ¿qué tal?

—Esto es un asco. No nos gusta demasiado, pero estamos mejor que en Birmania. Por lo menos comemos todos los días.

También se interesaba por sus relaciones con la familia Din Bo. ¿Le pagaban algo por la mercancía que recogía?

—Me dan de comer y me han preparado un lugar donde dormir. Además la señora Din Bo me cura las heridas. ¿Te parece poco?

Los primeros días le pareció suficiente a Amphica, pero cuando llevaban más de un mes y ya Wichi era tan diestra en la recogida que era la primera en llenar su capacho y llevárselo al señor Din Bo, su amiga le insistió en que debían darle una parte de lo que vendían a los chatarreros que a la caída de la tarde venían en camiones a comprar aquellos desechos. Hasta le echaba la cuenta de lo que debían pagarle, calculando que recogía por valor de sesenta bahts al día, y que, si le daban la mitad, treinta bahts, todavía salían ganando.

—Bueno —le aclaraba Wichi—, es que estamos guardando el dinero para poder irnos a Vietnam.

—Pero ¿tú quieres ir a Vietnam? —se extrañaba su amiga.

Wichi no sabía adónde quería ir, lo único que tenía claro era adonde no quería ir, y si Vietnam estaba lejos de ese despreciable lugar, pues no le parecía mal.

Wichi se sentía perdida en el mundo y en la vida y ya apenas se acordaba de su padre, al que imaginaba vagando en la inmensidad de China; a la única que no podía olvidar era a Siri y, de vez en cuando, también se acordaba del joven Saduak. Pero a Siri la recordaba todos los días y le pedía al Chao Thi para que la ayudase a salir con bien del trance en el que se encontraba.

Wichi tenía un extraño encanto que le hacía caer bien a la gente, aun con el rostro deformado. Por eso la señora Din Bo, al igual que le sucediera a la señora Pimok, la trataba con afecto y le decía que cada día, según iban remitiendo las heridas, estaba un poco menos fea, aunque le anticipaba que la brecha de la frente le dejaría una cicatriz para toda la vida, pero que no sería mayor problema porque con aquella cabellera tan hermosa que tenía, y que volvería a tener, se podría peinar con un flequillo que se la disimularía. También le decía a su marido que debían darle a la joven algún dinero a cuenta de lo que recogía, pero este le replicaba que todo era poco para el proyecto que se traía entre manos, en el que podía estar incluida Wichi, y que la estaban tratando como a una hija, y los hijos se debían a los padres, sin más.

Un día el monzón comenzó a arreciar, estuvo toda la noche lloviendo a mares hasta tal punto que los camiones de la basura no vinieron a hacer su recorrido y el vertedero se quedó sin suministro, no pudiendo salir a su recogida habitual los que lo trabajaban. Fue una de las ocasiones en que los chamizos provisionales se hundieron o quedaron maltrechos, y hasta el del señor Din Bo sufrió las consecuencias de aquellas lluvias torrenciales, y se tuvo que aplicar toda la familia a tapar con plásticos los resquicios por donde se colaba el agua. Una vez conseguida esa relativa impermeabilidad, se sintieron a gusto porque era un día de descanso, algo insólito ya que en aquel trabajo no había domingos ni días de fiesta. Como decía el señor Din Bo, ¿no se come todos los días? Pues igualmente hay que trabajar todos los días.

Aquel día de ociosidad almorzaron mejor que nunca porque la madre se esmeró en hacer un plato vietnamita compuesto de arroz y carne de cerdo, muy sustancioso, y el señor Din Bo, después de comer y eructar ruidosamente, se bebió unas copas de licor de coco y se convirtió en un hombre más efusivo y comunicativo de lo normal, contándole a Wichi cosas de los tiempos pasados en Vietnam, y a su vez la joven les contó algo de su vida y salió a relucir lo de las clases de informática que había recibido, lo que causó no poca admiración en su anfitrión.

—Pero ¿tú sabes manejar un ordenador?

—Sí, señor; no mucho, pero lo principal sí lo sé. Escribir cartas y buscar cosas en Internet.

Se quedó muy pensativo y se le ocurrió decir:

—Si tanto interés tienes en recibir noticias de esa amiga tuya a la que dices deber tanto, ¿no podrías intentar comunicarte con ella por el ordenador?

A Wichi esta ocurrencia casi le dio risa. ¿Cómo iba a comunicarse con Siri, que no sabía dónde estaba, sin ordenadores por medio? Y le explicó al señor Din Bo, que se declaró ignorante en la materia, que para comunicarse por ese medio hacía falta disponer de un ordenador que emitiera y otro que recibiera. ¿Es que, acaso, había algún ordenador en aquel vertedero?

En aquel vertedero no, pero en un lugar que él conocía creía que sí. Le explicó a Wichi algo que le costó comprender, ya que su tailandés seguía siendo muy pobre y, en ocasiones, se entendían mejor por gestos que con palabras. Algunas de estas palabras eran en francés, idioma del que se servían en Vietnam, y Wichi adivinaba el sentido. El señor Din Bo iba a ese lugar que no sabía nombrar a hablar por teléfono a larga distancia con su país, para comunicarse con unos primos que eran quienes le estaban arreglando la documentación para que no tuviera problemas al volver. Lo de la documentación se lo explicaba con mucha profusión de detalles y Wichi no se enteraba de nada y se limitaba a asentir con la cabeza. Quizá ese era uno de sus encantos, que sabía poner cara de interés cuando le hablaban. Pero en ese lugar había gente joven, que no procedía del basurero, sentados ante unas mesas y manejando ordenadores. El, con discreción, se asomaba a ver lo que hacían, y uno de los jóvenes tuvo la atención de explicarle que por aquel medio podían comunicarse, escribiendo en una pantalla, con el otro extremo del mundo por muy pocos bahts. Eso le daba envidia pues a él le costaba bastante hablar por teléfono, y tenía decidido cuando se encontrara en Vietnam aprender a manejarlo, ya que aquel joven le había dicho que era muy fácil. ¿Era tan sencillo como le había dicho ese joven?, le preguntó a Wichi. Y la joven le contestó que a él, que tenía estudios, apenas le costaría.

Le resultó una información interesante, pero sin ninguna consecuencia práctica ya que Siri, estuviera donde estuviera, no tendría al alcance un ordenador. Hasta que al día siguiente, un día horrible, de los peores, porque como consecuencia de las lluvias caídas se había formado una especie de pasta gelatinosa en la que se hundían hasta las rodillas, y los objetos más preciados se enterraban también en aquella masa, por lo que había que servirse de una pala para extraerlos, pues ese día le vino como una inspiración, como un arrebato, la idea que desde aquel lugar misterioso bien conocido por Din Bo podía comunicarse con su otro patrón, el señor Pimok, cuyo correo electrónico tenía grabado en la memoria de manera indeleble: [email protected]. Y el suyo propio tampoco lo olvidaba: [email protected].

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